2016

Una mirada historiográfica a los pioneros. Marcela de Juan
Natalia FERNÁNDEZ DÍAZ-CABAL

Centre d'Estudis i Recerca sobre Àsia Oriental (CERAO)
Universidad Autónoma de Barcelona

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Recibido: 12 septiembre 2016
Aceptado: 4 octubre 2016


Biografía, historia y traducción: la cuadratura del círculo

Aunque los estudios de traducción están concebidos y orientados hacia su vertiente más pragmática (la que mejor se aviene a los designios de un mercado voraz) lo cierto es que los traductores deberíamos asumir como deber ineluctable escarbar en la historia de los que nos antecedieron en este ejercicio, que muchas veces (la mayoría) se lanzaron a un triple salto mortal sin red, o lo que es igual, sin referentes previos (tal es el caso que nos ocupa). Ello nos consentiría ir reconstruyendo, sobre una base de arqueología de la palabra y del pensamiento, un pedazo de la historia que con frecuencia aparece opacado, cuando no directamente olvidado.

El personaje que nos ocupa bordea lo que Ricœur denominaba la «hospitalidad lingüística», de la que fue un ejemplo inequívoco. La traducción era no solo un instrumento, un medio de vida, un oficio: era, sobre todo, una casa de acogida, a través de ese doble pasaje propiciado por el plurilingüismo. Y no solo es una casa de acogida; es un puente. Un puente que une dos orillas que no se ven ni se reflejan.

Somos muy conscientes de que el plurilingüismo, en sí, no basta para hacer del políglota un traductor. Hace falta Übersetzungstrieb (el instinto del traductor) que menciona Novalis en su famosa carta a Schlegel, aludiendo sin duda a lo que podríamos dar en llamar el gran traductor vocacional; el que, al desear el objeto de su traducción, vivía, como él mismo decía, en constante «adulterio poético».

Umberto Eco decía que la «traducción es la lengua de Europa». Tal vez sea la lengua del mundo. Aquella a la que debemos dos realidades irreconciliables: la fascinación y el conflicto. La fascinación porque el traductor —a veces fascinado él mismo— nos entrega la llave a un universo que hasta entonces se presentaba oscuro, lejano, inaccesible. Y conflicto, porque los signos no son planos, sino que están vascularizados de aristas irregulares, fantasmagóricos e inabarcables campos semánticos, escurridizas relaciones entre la connotación y la denotación. Pensamos que Marcela de Juan constituye un excelente ejemplo de ambos extremos. Y en su vida y su producción textual, además, se vislumbra la traducción como un acto de apropiación. No hay nada más« violento» que ese hecho constatado (Vidal Claramonte 2010, 37). De todo ese concentrado de singulares circunstancias y adherencias, para nosotros, los que escribimos desde este presente que ya está dejando de serlo, y como efecto colateral inevitable, nos surge la dimensión ética, que adquiere el rostro del compromiso, puesto que los traductores también tenemos un pasado colectivo. Y traerlo al aquí y al ahora para que nos dé lumbre forma parte de ese proyecto ético que consiste en que la memoria sea en sí misma un objeto de conocimiento y un legado.


Biografía y traducción

Aunque la vida de Marcela de Juan está poco documentada, más allá de lo que nos suministran las hemerotecas —al menos en lo que concierne a los periodos más productivos y socialmente visibles de la traductora—, que viene a ser de comienzos de los años treinta hasta comienzos de los sesenta, tenemos la suerte de que ella misma escribiera una suerte de memorias, China que ayer viví y la China que hoy entreví (De Juan, 1977), una reflexión sobre su país de origen —su otro país de origen— que recoge las vivencias de sus años de niñez, adolescencia y primera juventud en Pekín, precedidas por el relato de sus primeros años en Madrid, y que termina, cerrándose en una clara búsqueda de armonía, con el reencuentro con China, cuarenta y siete años más tarde, al filo de la muerte de Mao, y en las postrimerías de la Revolución Cultural.

No son tantos los traductores que nos han dejado huella de su trayectoria. Por eso esas memorias, que no han conocido re–edición, son mucho más que una ventana al mundo personal e histórico del momento. Son, como diría el teórico en historia de la traducción Anthony Pym, una contribución a «humanizar la historia de la traducción» (Pym 2009, 23-48). Aunque solo fuera por esa razón, en la historiografía de la traducción habría que atender antes a los traductores que a sus textos, el who antes que el what, algo que ponga el foco en los profesionales en el contexto intercultural (en el sentido más genuino de «entre culturas»). Por cierto, es justamente a Pym a quien debemos, de algún modo, la categoría de «arqueología de la traducción» (Pym 2014).

Uno de los pilares de este artículo de reconstrucción biográfica será, entonces, la concepción de la biografía como elemento de aproximación a la complejidad de la historia y como fuente de información, con lo que la biografía vendría a reinventarse como un subgénero de la historiografía. Un subgénero nada baladí, que consiente —y exige— la mirada audaz y de grano fino.

Virginia Woolf sostenía, en su «El arte de la biografía», aparecido en 1942, que la biografía, como cualquier otro género de escritura, era una herramienta perfecta para acercarse a los ángulos muertos (Woolf 1942). En este caso, es e o autobiográfico de Marcela de Juan el que va desbrozando el camino hacia la claridad sobre esos ángulos. En ese contexto, en plena polifonía y superposición de voces, la ética será el trasfondo en el que nuestra propuesta biográfica va a desarrollarse.


Los comienzos

Marcela de Juan (Hwang Ma Ce) había nacido en La Habana. Era el 1 de enero de 1905. Su padre había pasado varios años viviendo en España como diplomático, tras haber alcanzado el mandarinato en su país. Viviendo en Madrid y durante una estancia en San Sebastián conoció a la que sería la madre de la traductora, una joven belga con posibles. Se casaron en Londres en 1901. Poco después nacería la única hermana de Marcela, Na Ting (Nadine).

La estancia en Cuba fue breve. Y aunque se trate de algo muy fortuito, puesto que a los ocho meses de edad Marcela y su familia vivían de nuevo en Madrid, lo cierto es que no se puede descuidar esa especie de marca indeleble del nacimiento: el cosmopolitismo, el gusto por la diferencia, el genio políglota.

Porque no solo era pertenecer a esa rara categoría del grupo euroasiático, cuya estancia en Pekín le descubrió que era objeto de los mayores desprecios, sino a la llamada« gente de mundo» —la aristocracia por vía materna y el mandarinato por vía paterna—, lo que le abrió las puertas a una nutrida red de contactos sociales desde la más tierna infancia. Su padre se había codeado con Pío Baroja, entre otros muchos intelectuales (por cierto, que de resultas de aquellos paseos por el Parque del Retiro y la simbiosis entre ellos, don Pío se lanzó a algunos relatos de temática chinesca, cuando, en verdad, el autor bilbaíno, sedentario redomado, jamás había puesto los pies en lo que entonces se llamaba el Celeste Imperio).

Fueron los años madrileños, pues, una especie de gozosa iniciación a la vida, en un entorno fundamentalmente bilingüe para las dos hermanas Hwang: el francés por vía materna, y el español por vía paterna, ya que el padre se había instruido lo suficiente en lengua castellana como para prescindir de la suya propia. Aunque su existencia estaba profundamente occidentalizada, hay aspectos en los que China tenía un trasfondo importante. Primero, que la visita del príncipe Shen a Madrid supone que comprometan a la pequeña Marcela en matrimonio con un príncipe cuando ella es una niña de unos seis o siete años. Segundo, que la manera de enfocar los castigos por la parte paterna, se hacía, como decía ella con bastante gracia,«a la china» y aclaraba «con muchas metáforas y circunloquios». Tercero, la estancia diplomática de la familia, la lleva a vivir acontecimientos sociales con ese impacto asegurado que tiene experimentar la historia en primera línea de fuego. (Por ejemplo, es capaz de narrar con viveza y lujo de detalles el asesinato del político Canalejas y lo que ello supuso incluso en el seno de su propia familia.)


Descubrir China

En 1913 trasladan a su padre a Pekín, a la Dirección de Asuntos Europeos. Marcela y su hermana, a pesar de las advertencias de su padre de que iban a un mundo de muchas carencias, se emocionan ante la idea de su traslado a China. Pongámonos en situación: se acababa de instaurar la república tras la caída del imperio y en Europa a Pekín aún se le conocía con la indeleble marca toponímica acuñada por Marco Polo: Catay. Por supuesto, como explica la propia Marcela en sus memorias (De Juan 1977, 51), nadie en China había oído hablar nunca de tal denominación. Como tampoco sabían que hablaban «mandarín», que es como, por vía del inglés, se conocía en Occidente la lengua mayoritariamente hablada en China. Llega Marcela, pues, a una China en la que la modernidad iba asentándose en retazos de costumbres milenarias. Y convivían, en una especie de armónica promiscuidad, la vida en los hutong, los palanquines y los palacios que los europeos ocupaban con esa especie de desdén hacia la población nativa. Y también descubre, en carne propia y como ya anticipamos, la fatalidad de ser euroasiática, ese raro mestizaje de Asia y Europa, en general objeto de desprecio de uno y otro lado, en el prejuicioso convencimiento de que los euroasiáticos encarnaban lo peor de ambas culturas. Con ello aprenderá a convivir esa Marcela casi adolescente. Y siempre se ha referido a ello con un discurso que sorprende por su pureza, por la ausencia de rencor. En realidad, entre el rencor y esa capacidad para la fascinación permanente, Marcela se queda con la fascinación: desde el color verde de las aguas de la Fuente de Jade hasta el color amarillo que cubría la ciudad entera cuando los vientos espolvoreaban la arena del Gobi. Siente fascinación, también, por lo que ella llama «la eufonía»: al pueblo chino le gusta el ruido. Y ella se siente cómoda en ese elemento sonoro.

Es importante el hecho de que, por oposición de su madre, el matrimonio programado con el pequeño príncipe no se lleva a cabo, por lo que ella no contrae obligaciones con la familia política que le había tocado en suerte... sin haberla elegido ella misma. Su padre tampoco se muestra especialmente contrariado por que ese plan hubiera fracasado. De hecho, no se cansa de decirle a su hija que estudie. Y que dejara las posesiones materiales en segundo plano: «Yo puedo ser el propietario actual de este jade, pero quién sabe quién lo será dentro de cien años. El hombre no vive cien años, pero se forja preocupaciones para mil». La pequeña Marcela tomaba nota. Y actuaba en consecuencia: no cabe duda de que se trató de una lección bien aprendida.


Etapa de aprendizaje. El poliglotismo formal, el conocimiento de las fuentes del chino y las primeras reflexiones lingüísticas

La «señorita Hwang», como entonces se la llamaba, recibió su educación primordial en el Colegio Francés, único que admitía chinos (el Colegio Inglés o el exclusivo Pekin Club no lo hacían). No fue una etapa sencilla: rodeadas de niñas europeas por doquier, las hermanas Hwang tenían que aguantar como insulto habitual de las religiosas referirse a los chinos de manera despectiva. Como en todos los sistemas discriminatorios, Marcela y su hermana tenían que esforzarse más que las demás para obtener los mismos beneficios. La actitud de Marcela sería, sin duda, muy útil para su oficio de traductora, ya que siempre se sostuvo en un principio fundamental: escuchar al otro, saber de sus razones, entender su comportamiento. O intentarlo.

El régimen de semi–internado permitía a la pequeña Marcela aprender chino, idioma del que ansiaba dominar sus rudimentos. Así lo entendió su padre, que reforzó esas clases con otras particulares. De ese modo, según sus propias palabras, empezó a manejarse en el misterio del pincel y la caligrafía, y olvidarse de mandar cartas que empezaran con «querido papá» para comenzarlas con un pomposo «Honorable cuerpo de jade» (De Juan 1977, 79). Pero, en un momento dado, su padre llegó a la conclusión de que el chino era inabarcable, el esfuerzo por aprenderlo vano y que, además, no le serviría como herramienta para ganarse la vida, y, en consecuencia, le suprimió las clases. Por fortuna, se equivocó tanto en las perspectivas como en la previsión. Por fortuna también, el ritmo de la escuela estaba pautado por las clases de idiomas: francés por la mañana, inglés por las tardes y, todos los mediodías, chino para chinas (era un colegio femenino). Más tarde, de resultas de sus frecuentes contactos adolescentes con la élite rusa asentada en Pekín, también se inclinó por aprender esa lengua.

Una ventaja de las amistades de altos vuelos de la familia Hwang fue estar dentro del círculo de los dos grandes reformadores de la lengua china, Hu Shih y Lin Yutang. El primero había trabajado bastante en la Biblioteca de Ginebra, a cuya creación contribuyó activamente. En el tiempo en que Marcela vivió en Pekín las diferencias dialectales –en las que Hu Shih se había adentrado– habían cedido en favor del uso generalizado de lo que se llamó kuan hua, o idioma oficial (lo que, al decir de Marcela, los ingleses bautizaron arbitrariamente como «mandarín»), que el Ministerio de Educación chino denominó a su vez, en 1919, kuo yun, o idioma nacional. El segundo fue un autor cotizado en Occidente, conocido, sobre todo, por su obra filosófica La importancia de vivir.

El propio padre de Marcela había aportado su granito de arena escribiendo algunos trabajos sobre la simplificación del chino, en la misma onda de los ya mencionados Hu Shih y Lin Yutang.(1) Marcela atiende a ese esfuerzo paterno. Y mantiene un oído puesto siempre en los sonidos, en la fonética: al hablar de la princesa Dan, dama de extraordinaria cultura y un conocimiento del mandarín prodigioso, nuestra traductora concluye que «sólo hablado por voz de mujer puede el idioma chino vibrar de esa forma».


El final del periodo chino y el regreso a España

En junio de 1926 fallece el padre de Marcela, probablemente de un cáncer de pulmón causado por su desaforada condición de fumador compulsivo. La joven Marcela, empleada en la Banca Francesa, decide asumir el rol paterno, y se hace cargo de una madre anonadada y una hermana que había encontrado su lugar en el mundo aceptando ser coronel del ejército chino... haciéndose pasar por varón. No deja de ser llamativo que las hermanas Hwang decidieran, cada una por su lado y por razones distintas, desempeñarse en roles tradicionalmente masculinos. Pero el mundo empezó a cambiar demasiado deprisa: muerto el padre, el Ministerio se había desentendido de las herederas; y la rápida sucesión de señores de la guerra tampoco facilitaba ni el tránsito de ese proceso de duelo ni la readaptación. En esa tesitura, el sentir familiar era que debían regresar a España. No fue una decisión dolorosa, sino más bien una consecuencia lógica del desarrollo de los acontecimientos: en Segovia vivía una parte de la familia materna de Marcela. Y es allá donde ella recala a finales de los años 20. En una tierra donde nunca habían visto a un oriental.

Al poco tiempo empieza a publicar en algunos periódicos en calidad de articulista. Tienen particular eco las crónicas que relacionadas con las costumbres chinas, entre las que destaca «Por qué tienen las chinas los pies pequeños», que vio la luz en el número noventa y nueve de la Estampa, en diciembre de 1929. En cierta manera, esa vocación de escritura, ese acercamiento a las letras, será una pieza de engarce entre su inequívoca pasión por el teatro y su amor a la traducción. A este respecto, ella misma solía evocar cómo su padre frustró sus planes de matricularse en el Conservatorio y hacerse actriz. El argumento paterno era aplastante: prefería verla muerta que «actriz» (añadía, con cierta sorna Marcela, y fiel a su gusto por las palabras y a jugar con ellas, que ese término a su padre le sonaba a «meretriz»). Son años trepidantes: conoce a quien será su fugaz marido (se queda viuda poco después, sin descendencia), el granadino Fernando López, y se empieza a codear con gente del mundo de la edición, como Manuel Aguilar.

También son años de darse a conocer: tras las semanas segovianas en que, ataviada con trajes típicos chinos, sus familiares se complacían en exhibirla en las verbenas locales, vienen los años de Madrid, donde se le pide que asista a lugares de reconocido prestigio, como el Liceum Club, con ropajes orientales. Marcela se avenía con docilidad a esas exigencias de un folklorismo malentendido, aunque fuera bienintencionado. Pero a la larga esa complacencia tuvo sus beneficios: justamente en el Liceum Club imparte la que sería su primera conferencia. Luego vendría el Museo de Arte Moderno. Y más adelante las giras por toda España. Y por las capitales europeas. Marcela de Juan cincelaba su buen nombre. Y además fue capaz de adentrarse en la nada sencilla tarea de revertir los prejuicios, empleándose a fondo en que se diferenciara bien «el conocimiento del otro» del simple y trivial «barniz del exotismo». Así se lo propuso en los artículos que escribía sobre China y los chinos en el diario Estampa. En palabras suyas: «la ignorancia en que están los europeos, de las aspiraciones íntimas de los celestes, les puede ser imputada más fácilmente a ellos mismos que al esoterismo atávico de los asiáticos» (Estampa, 27 diciembre 1930).


La carrera diplomática

Al poco de enviudar enfermó también su madre, lo que inclinó la balanza en favor de trabajos que le permitieran tener las tardes libres para ocuparse de ella. Así es como formalmente entra en la primera embajada a trabajar; era la de Holanda. Luego, tras consolidarse como conferenciante, entra ya, por el resto de su vida activa, a formar parte del cuerpo de lenguas del Ministerio de Exteriores, algo que le permitió pasar un año entero en Hong Kong, pero sin poder viajar a su querida China continental. Frecuenta países. Hace entrevistas para la Revista de Occidente. Durante ese largo periodo en el Ministerio de Exteriores, daba cursos a otros intérpretes (la célebre traductora Teresa Oyarzún reconoció siempre que emergió de ese caldo de cultivo).

El Boletín de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas consigna que la actividad de Marcela de Juan excedía con mucho la mera traducción literaria, y se iba por otros derroteros que hoy, con poco empacho, podríamos calificar de «interculturales»: recibía a los extranjeros y a los nacionales para orientarlos, ya sea a los unos, ya sea a los otros, sobre cómo comportarse o lo que hacer en diferentes contextos comunicativos.


Marcela de Juan, la traducción, sus traducciones

El estreno como traductora de Marcela de Juan abre con dos títulos el mismo año, 1948. Por un lado, «Cuentos chinos de tradición antigua», que Espasa-Calpe publica en Buenos Aires. Se trata de una selección de relatos, hecha por ella misma, correspondiente a las voces más significativas de las sucesivas dinastías. Se podría aventurar que, gracias a este esfuerzo, la tradición traductora hispánica se aleja de lo que fueron sus objetivos hasta el siglo XIX (facilitar textos orientados a la evangelización) para pasar a ser una traducción moderna, del siglo XX, que privilegia la literatura por encima de todo y darla a conocer a un público ajeno al idioma del que se traduce y a la cultura de la que procede. Por otro lado, ve la luz «Breve antología de la poesía china», recogida en Revista de Occidente (publicación insignia en la que colaboró durante muchos años, y no solo prodigándose con sus traducciones).

Fascinada por la poesía que ella misma contribuía a difundir, indicaba asimismo que en la lírica de la dinastía T'ang (siglos VII-X) los poetas glorificaban las bondades del retiro contemplativo, una suerte de poesía mística –añadía a renglón seguido– que llegaría más tarde a España, con los místicos. Era uno de los géneros, la poesía en general, y la de ese periodo de la dinastía T'ang en particular, donde ella se movía más a gusto.

La literatura clásica china era, pues, lo que estaba en su punto de mira (quizá porque era el terreno en que sentía que tenía un compromiso más hondo con el lector hispano, al que trataba de acercar a las principales fuentes literarias chinas) y se sentía un poco perdida en la literatura de su tiempo. Aunque quizá no era solo eso. Cuando en 1949 se publica en España el célebre libro de Xie Bingyin Autobiografía de una muchacha china (recordemos que la autora fue una soldado rebelde, que terminó abandonando su Hunan natal para establecerse en Taiwan y finalmente en Estados Unidos), lo traduce del inglés (donde ya se había editado en 1943) Rosa María Topete. Marcela de Juan se limita a ser la prologuista. No se ve capaz de penetrar, al menos en ese momento, en la literatura de sus contemporáneos chinos.

Marcela de Juan, y su manera de entender la traducción, hay que situarla cronológicamente entre el andamiaje teórico que el propio Ortega y Gasset había dejado establecido a comienzos de los años cuarenta, con su ensayo «Miseria y esplendor de la traducción», y los textos de Francisco Ayala de finales de los cincuenta y mediados de los sesenta. La reflexión de Ortega gira en torno a lo que el lenguaje oculta y desvela, a cómo el traductor puede enfrentarse a la rebeldía de un autor (su estilo) con la sola herramienta de una lengua consolidada y llena de convenciones (su uso). Y, sobre todo, aclarando su preferencia manifiesta por la literalidad extrema. Años más tarde, un Francisco Ayala que había tocado profusamente las cuerdas de la traducción, también escribe algún ensayo sobre ese campo («Breve teoría de la traducción», de 1956, y «Problemas de la traducción», de 1965) en los que lo cierto es que la defensa de la literalidad a ultranza sigue siendo un principio dominante. En medio de una cultura, como la española, huérfana de tradición traductora, y muy ajena, por tanto, a los aparatos teóricos sobre tal saber, Marcela de Juan impone un sentido práctico, priorizando la accesibilidad del lector a la cultura del texto-fuente y subvirtiendo el principio de la literalidad que imperaba hasta entonces.

Orientada instintivamente hacia la empatía con el receptor de los textos mientras sucumbía ella misma a la originalidad e importancia de los autores que traducía, lo primero que destierra nuestra pionera de la traducción del chino al español son las notas al pie: prefería añadir algo al original que subsanase el complejo entramado de los llamados «referentes culturales», de modo que los «implícitos» se convirtieran en «explícitos» a los ojos del lector occidental, como bien enfatiza Gabriel García Noblejas en su texto dedicado a la traducción del chino y al papel que Marcela de Juan desempeñó en su historia (García Noblejas 2010). Tales incursiones intra- e intertextuales pueden ponerse en cuestión, pero hay que entenderlas en su contexto facilitador de lectura y cultura y, sobre todo, en su compromiso con la verdad.(2) Por otro lado, la versatilidad de sus registros permitía que ese objetivo (facilitar la tarea lectora) se cumpliera con sobradas genialidad y generosidad.(3)

En 1954 Espasa-Calpe de Buenos Aires edita sus Cuentos humorísticos orientales.(4) Es probable que de ese mismo periodo sea El espejo antiguo y otros cuentos chinos, un libro que se empieza a conocer mejor a partir de las ediciones sucesivas que Espasa-Calpe va lanzando en los años ochenta. Más difícil de situar en el tiempo es su selección Escenas populares de la vida china, hoy definitivamente descatalogada.

Su Segunda antología de poesía china apareció en 1962, de nuevo en Revista de Occidente. Básicamente está compuesta por los mismos poemas de la primera. Hay que señalar con cierto énfasis, no obstante, que esa antología abarca un periodo que va desde la dinastía Shang (1766 a. C.) hasta los años de la República. Nada menos que cuarenta siglos de poesía y poetas, que ella selecciona con tanto acierto como esmero. Es particularmente notable su traducción de la lírica de Li Po.

En Poesía china: del siglo XXII a. C. a las canciones de la Revolución Cultural, que Alianza publicó en Madrid en 1973, relata la dificultad de traducir a idiomas tan dispares miles de poemas que corresponden, cronológicamente, a épocas diversas. Hay que jugar con esas bazas en contra: la falta de concomitancias lingüísticas, y por lo tanto culturales, y los desajustes que produce el gesto de enfrentarse a distintos periodos históricos, cada uno con sus peculiaridades. Por lo tanto, lo menos que puede decirse de la tarea que afronta un traductor con tales puntos de partida es ardua. Llegado ese momento, Marcela no duda en hacer concesiones a una Revolución Cultural que, al menos en lo que respecta a la poesía, trató de ponerla al alcance de la mayoría tras haber optado por la simplificación del chino escrito. En todo caso, tras explicarnos los temas dominantes por periodos históricos, las ideas recurrentes, el maridaje de la poesía y la música en muchos casos, la importancia del sistema tonal en las reglas que rigen la creación poética... termina con una reflexión que está relacionada con su propio oficio de traductora: es inevitable «una buena dosis de traición, muy grande en la forma» y que, en el contenido, «varía mucho menos». Tal antología incluye algunos poemas escritos por Mao.


La producción de Marcela de Juan más allá de la traducción

En párrafos anteriores ya hemos señalado las facetas de Marcela de Juan que antecedieron a su labor como traductora. En cada una de ellas siempre se adivina la voluntad divulgadora, un hilo conductor que enhebra el conjunto de sus actividades, sean las que sean. Casi todas relacionadas con la traducción, y siempre con China como trasfondo necesario, vive en paralelo una frenética carrera de conferenciante y articulista. No nos referimos ya a la época de finales de los años veinte, en que aborda pintorescas temáticas chinas siendo todavía ella misma rehén de su experiencia pequinesa y empujada por la idea pedagógica de combatir prejuicios arraigados en sus conciudadanos españoles, sino a esa época posterior, en que se centra ya en su labor como traductora y en la necesidad de teorizar esa labor (o, más exactamente y con fidelidad a sus palabras, «dignificarla»),(5) como ocurre en «Dignificación del arte de traducir». Ese artículo surge de una conferencia con el mismo título, que presentó en un proyecto de la Biblioteca Nacional ante un «distinguido público», según fuentes de la época, en junio de 1955.

En ese mismo año funda, junto con la también mítica traductora del francés Consuelo Berges, la primera Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes. Y, de hecho, formó parte del primer jurado del premio de traducción Fray Luis de León, en 1956, del que formaba parte también el poeta Gerardo Diego, y que se celebró con pompa y circunstancia en la Biblioteca Nacional. Se le otorgó, por cierto, precisamente a Consuelo Berges, una traductora que, dicho sea de paso, habría que rescatar de las varias capas de espesor del olvido.

Por otro lado, gracias a su mediación, en 1957 la Ópera de Pekín pudo actuar en Barcelona. Y gracias a ella, también, el público catalán no solo disfrutó de un espectáculo inédito, sino que tuvo el privilegio de que la propia Marcela se encargara de aclarar, explicar e incluso actuar, cuando era preciso, para que supieran lo que estaban viendo. La fallida profesión de actriz había salvado una situación que se presentaba, como mínimo, complicada. Ayudaron no solo sus dotes interpretativas y pedagógicas, sino su excelente conocimiento del teatro chino. La prensa catalana se rindió a sus pies.

En la década de los cincuenta vivió Marcela de Juan sus años más esplendorosos. Se convierte en vicepresidenta de la Federación Internacional de Traductores. Y se prodiga en revistas internacionales especializadas en traducción, como Babel que, en su volumen 4 de 1958, publica el artículo de Marcela que lleva por título «Tao–tai Hsia. China's Language Reform».

Ya en 1962, el productor Samuel Bronson, afincado en ese momento en Madrid, cuenta con su asesoría para rodar 55 días en Pekín. La participación de De Juan era fundamental para recrear detalles de época, costumbres, tipos humanos... A fin de cuentas, China era una gran desconocida y, a falta de actores chinos que actuaran en el filme, había que buscar la caracterización más adecuada. Por no mencionar que la película se filmó en su integridad en Las Matas, localidad cercana a Madrid, en unos terrenos que el propio productor adquirió para reproducir a sus anchas una especie de Ciudad Prohibida.

A partir de esa fecha las apariciones de Marcela de Juan se hacen más espaciadas. Y también sus publicaciones. Aparte de la antología de poesía antes citada, su actividad ya se reduce, prácticamente, a la publicación de sus memorias en 1977, y aun la publicación de un artículo, «El teatro chino moderno», en 1978 (De Juan 1978, 263–282). Uno de los proyectos que quizá más le habrían fascinado, el Romancero chino o Shih ching, de la dinastía Chou, verá la luz tres años después de su muerte, y lo llevará a cabo Carmelo Elorduy, misionero jesuita, y uno de los primeros sinólogos de nuestro país.


Últimos años

Más allá de lo que acabamos de comentar al cierre del párrafo anterior, se sabe poco de esos últimos años de Marcela Juan. Está claro que su época dorada había pasado y se retira a un silencioso segundo plano del que únicamente emerge cuando se publican sus memorias, que también han circulado discretamente. El hecho que provoca las memorias es su viaje a China entre los años 1975 y 1976. Recoge las vivencias de ese viaje —el último— con un estilo vivaz y ágil. Se puede decir que ese reencuentro con los escenarios de su adolescencia y juventud constituyen magnífico epílogo a todas sus aportaciones. Me parece definitiva y muy gráfica la primera anécdota que vive en su mítica y querida ciudad. Unas azafatas les sirven un refrigerio (a ella y al resto de la legación española), y a una de ellas le pregunta si ha elegido ese oficio libremente, y la chica contestó con desarmante sinceridad que el Estado había elegido el oficio por ella. Interrogada de nuevo por Marcela sobre «sus gustos particulares...» la chica «no entendió la pregunta». Y ese punto de arranque, que dice tanto en tan poco, será una vuelta a la fascinación, pero por razones muy diversas a las que la habían seducido en su época adolescente, cuando ella era habitante de Pekín y no una turista tan afortunada como sobrevenida. En los años setenta del siglo XX se construían obras suntuosas, ya se veía un número importante de vehículos motorizados (en detrimento de los triciclos), apenas se ven fotos de Mao, las librerías están llenas de libros de todo tipo, su calle (originalmente un camino de piedra) está ahora asfaltada... y el Club Internacional, que en su época vetaba la entrada a los chinos... ahora vetaba el paso al extranjero. Casi al final de ese largo periplo la sorprende la muerte de Chu En Lai.

Por supuesto que el viaje le sirve para tomarle el pulso a la lengua china. La intérprete del grupo español le explica el proceso de la simplificación de los caracteres chinos, que se había ido consolidando en los veinte años anteriores.(6) Le añade una frase que suena como un augurio: «Hay que adaptarse a ese nuevo lenguaje [...] que hará desaparecer las antiguas formas».

Se cree que había enfermado, pero son pocos los datos que se tiene sobre esta etapa final de su vida. Tanto que no ha quedado nunca claro si falleció en Madrid o en Ginebra, donde algunas fuentes sostienen que buscaba un tratamiento médico o se reponía de alguna complicada intervención quirúrgica. Muchas necrológicas se publicaron meses más tarde, pues ni siquiera muchos de sus íntimos se enteraron del deceso, que fue el 28 de agosto de 1981. Hace exactamente 35 años. Al llegar de su viaje chino en 1976, parafraseando aquel dicho de «Ver Nápoles y morir» dice ella: «Vi Pekín, ya puedo morir». Ha cumplido. «Y tampoco olvido a quién se lo debo» (De Juan 1977, 251).

Unas palabras de cierre

Aprovechamos esta especie de epílogo para volver –los caminos hacen un lazo y son camino de regreso, Peter Handke dixit– al punto de partida, es decir, nuestra reflexión sobre el hacer biográfico, su lugar exacto en la historia y su valor en el caso concreto de la arqueología de la traducción. Nos gustaría, ante todo, haber cumplido el cometido de situar al traductor en el mundo. No solo el mundo-texto (que también), sino el mundo real, el contexto histórico, cultural y social, en primer lugar, pero sin duda también dando cuenta de las miserias, los esfuerzos y los logros cotidianos. Una intrahistoria en miniatura.

Así, como en una especie de sahumerio, confiamos en exorcizar, gracias a la reconstrucción de la figura de De Juan, la profecía de Walter Benjamin de que «toda traducción fracasa» o la no menos lapidaria sentencia de Adorno de que «todo agente de la comunicabilidad traiciona aquello que comunica», con lo que la traducción sería la experiencia, por excelencia, de lo extraño y lo ajeno. Y aunque todos los augurios se cumplieran, nos quedará ese consuelo firme de evocar a los que lo intentaron todo antes que nosotros.


NOTAS

(1) No perdamos de vista, no obstante, que el primero promovía la extensión de un idioma basado en la lengua hablada, el segundo propugaba el uso del pinyin, es decir, el chino escrito en caracteres latinos.

(2) Anthony Burgess, bastantes años más tarde y en la genuina preocupación que siempre mostró por el lenguaje y todas sus expresiones, enunció aquello de que «la traducción era algo más que una cuestión de meras palabras, se trataba de hacer inteligible toda una cultura». Anthony Burgess, «Is translation possible?», Translation: The Journal of Literary Translation, XII (1984), 3-7.

(3) Curiosamente, siempre priorizó la comprensión del lector y, en última instancia, la armonía del conjunto o la armonía comunicativa. Se verá en ejemplos que se verán más adelante. Pero también queda claro en su faceta de intérprete. Cuando va a China, en los años finales de su vida, ella no es la intérprete directa de la legación española que la acompaña, sino una profesional china contratada para la ocasión. Marcela observa con qué facilidad la chica altera o directamente falsea un mensaje concreto. Como coincidía que siempre era en aras de no sembrar discordias y para reforzar el entendimiento mutuo, la propia Marcela decide ser benévola en ese punto. Un proverbio del principado Qi, que recoge Mencio, asegura que por «sagaz que uno sea, más le vale basarse en el potencial que se halla en la situación». Una combinación de estrategia, eficacia y sabiduría que cuadra perfectamente con la actitud de Marcela.

(4) Las fechas de publicación de esos libros de antologías de relatos hay que consignarlas con alguna reserva, puesto que existen bibliografías consolidadas que sitúan la primera edición en 1937. Lo que sí está fuera de duda es que Espasa–Calpe–Madrid reedita ese texto en 1983, ya después de la muerte de Marcela de Juan.

(5) Conviene aclarar que se trata única y exclusivamente de eso: de dignificar, de buscar el lugar correcto del traductor y de la traducción. No trataba, en ningún caso, de deslumbrar con su erudición. Más bien lo contrario: Marcela es cómplice natural del lector, al que no trata de abrumar, sino de invitar a compartir y a comprender.

(6) Sin mencionarlo de manera explícita, se refiere sin duda a los cambios introducidos a partir de la creación de la República Popular China en 1949.


BIBLIOGRAFÍA

GARCÍA NOBLEJAS, Gabriel, «La traducción chino–español en el siglo XX: Marcela de Juan», El Trujamán. Revista diaria de traducción, 12 mayo 2010. Disponible en el Centro Virtual Cervantes: http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/mayo_10/12052010.htm. [Consultado: 4 septiembre 2016.]

JUAN, Marcela de, La China que ayer viví y la China que hoy entreví, Barcelona, Luis de Caralt Editores, 1977.

–– «El teatro chino moderno», Revista de la Universidad Complutense, 114 (1978), 263–282.

PYM, Anthony, «Humanizing Translation History», Hermes: Journal of Language and Communication Studies, 42 (2009), 23–48. Disponible en http://usuaris.tinet.cat/apym/on-line/research_methods/2008_Hermes.pdf. [Consultado: 4 septiembre 2016.]

–– Exploring translation theories, Londres, Routledge, 2009.

VIDAL CLARAMONTE, Carmen África, Traducción y asimetría, Frankfurt, Peter Lang, 2010.



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