2019

No disparen al subtitulador. Crónica autoetnográfica
Ernesto Rubio




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Recibido: 5 septiembre 2019
Aceptado: 25 noviembre 2019


Yo nací —¡respetadme!— con el cine

Rafael Alberti





Una sala de cine de San Sebastián, mediados de septiembre de 2001.

Da comienzo un festival de cine, unos días atrás la Historia se niega a llegar a su fin y el espectáculo o la ficción irrumpen una vez más en la realidad. Esta vez no es ningún galán de la Rosa Púrpura del Cairo quien atraviesa la cuarta pared sino unos aviones estrellados que desafían el nuevo orden o lo afianzan. El espacio aéreo estadounidense se cierra durante unos días. Del moral mejor no hablamos. Entre la infinita enumeración de productos y personas afectados, unas bobinas de celuloide de distintas distribuidoras y filmotecas. En todas se repiten los mismos adhesivos y en ellos un nombre: Frank Borzage. El festival dedica una retrospectiva completa al director de la inolvidable Moonrise. En el sistema de producción del cine clásico nadie se estaba de brazos cruzados: su filmografía es extensa y son varias las películas afectadas. Hay que buscar nuevas copias en cinematecas europeas.

En las salas, un grupo de sincronizadores de subtítulos electrónicos hace lo que puede para salir del paso. Algunas de las copias llegadas a última hora presentan no pocas peculiaridades: imagen o sonido algo deteriorados, subtítulos en lenguas eslavas que ocupan buena parte de la pantalla, esporádicos saltos, desenfoques y secuencias que desaparecen o aparecen como por arte de magia.

Es precisamente en ese punto, en la magia, donde algunos de los sincronizadores primerizos recién llegados al festival caen por primera vez en la cuenta de que la proyección cinematográfica —al menos hasta la futura digitalización que tendría lugar a finales de la primera década del siglo— no distaba tanto de aquellos primeros espectáculos de carretas de feria ambulantes: bobinas de celuloide de alrededor de veinte minutos de duración que viajan en sacas y deben ser empalmadas antes de cada proyección para pasar después a toda velocidad por el ingenio mecánico y que la luz, la tela blanca y el fenómeno óptico de la persistencia retiniana hagan el resto.

La subtitulación electrónica había nacido unos años antes, auspiciada por los cambios tecnológicos, con la aparición y el progresivo abaratamiento de proyectores de vídeo, ordenadores de sobremesa y primeros portátiles. Atrás iban quedando otros sistemas de traducción que debían solventar las necesidades de los asistentes a unos festivales de cine en los que convivían cinematografías de todos los rincones del mundo. Los aficionados más veteranos recordarán la interpretación consecutiva —a la manera de los lektors tan populares en Europa del Este— que se ofrecía por medio de una alambicada maraña de cables y auriculares y en la que un intérprete iba recitando en tono monótono desde una cabina las intervenciones de todos los personajes. En ese sentido las cosas no habían cambiado tanto desde los primeros y legendarios explicadores que poblaban las salas de Estados Unidos y de medio mundo y cuyo oficio consistía en vocear los distintos intertítulos de la película, cuando no interpretarlos, explicar el argumento, tocar el piano o añadir todo tipo de anécdotas, chistes y chascarrillos. La globalización del cine, la llegada del sonoro y la progresiva alfabetización fueron desplazando a esos hombres orquesta de las salas de proyección y propiciaron la aparición de las primeras modalidades de traducción audiovisual en forma de subtitulación y doblaje.

Convendrá seguramente explicar en qué consiste la subtitulación electrónica. Básicamente, se trata de una modalidad de subtitulación —muy frecuente en filmotecas y festivales— en la que los subtítulos no están incrustados en la imagen sino que se proyectan de forma independiente y paralela a la misma. Habitualmente esta proyección se lleva a cabo en una pantalla más pequeña situada debajo de la pantalla de cine, aunque en ocasiones, cuando esto último no es posible por cuestiones de visibilidad, la proyección se hace sobre la misma imagen, imitando así los subtítulos tradicionales. Para asegurar que el proceso se lleva a cabo correctamente en cabina o en sala trabajan unos operadores que deben garantizar la perfecta sincronía entre subtítulos e imagen.

Pero volvamos a San Sebastián o a las salas de cine. Junto con aquel bautismo de fuego borzagiano llegan también las primeras intuiciones o caídas del caballo: algunas no se alejan demasiado de lo obvio y tienen que ver con las obras de arte y su mutabilidad. Al igual que los distintos folios de Shakespeare, existen también infinidad de Casablancas, y estas infinitas variaciones no responden tan solo a la censura sino a un sinfín de factores mucho más azarosos. Distintas versiones de una misma película circulaban y circulan simultáneamente. (Quien quiera distraerse con estas cosas, siempre puede acudir a la sección de «alternate versions» de IMDB.) De ahí la necesidad de que los ajustadores o sincronizadores se vean obligados a tratar de solventar con la mayor celeridad posible cualquier posible divergencia entre la versión proyectada y aquella a partir de la cual se preparó en su día la traducción.

Otra de las intuiciones surgidas de aquellas primeras experiencias subtituladoras tiene que ver con lo efímero, con escribir con luz, con traducir frases que permanecerán dos, tres, cinco segundos en una pantalla y desaparecerán después para siempre. Si seguimos pensando en las subtitulaciones para filmotecas o festivales, muchas de estas películas se proyectarán solo en dos o tres ocasiones y luego los subtítulos dormirán el sueño de los justos en polvorientos discos duros o en remotas memorias de algún servidor olvidado y permanecerán allí en la reserva hasta ser de nuevo llamados a filas en caso de que algún programador decida volver a elegir aquel título en particular. Nunca se traduce para la posteridad, pero quizá en esta modalidad nuestra ese sentimiento de lo perdurable sea todavía mucho más acusado.

Esta forma de subtitulación en directo en la misma sala permite sin embargo una visión privilegiada de la recepción del público ante una traducción. La posibilidad de presenciar la reacción ante determinados chistes, juegos de palabras o frases determinantes es sin duda un privilegio del que muy pocas veces puede gozar un traductor literario, un test no muy diferente quizá al que han hecho siempre las majors con los grandes estrenos o la gente de teatro el día del ensayo general y que en alguna ocasión contada servía también para modificar algún que otro subtítulo ante la falta de respuesta o la tibieza del público.

Pensar en el público nos lleva a otra particularidad de este modo de traducción, una particularidad que tiene que ver con la exposición, con la falta de abrigo, con la intemperie.

El subtitulado es una de las pocas modalidades de traducción en las que el receptor tiene a su disposición tanto el texto original como el traducido. Si dejamos de lado la interpretación simultánea o consecutiva, quizá sólo en los textos bilingües, normalmente de poesía, se produzca una situación similar. En cualquier caso, el subtítulo tiene otras particularidades en su condición de traducción expuesta, en su perenne exposición al juicio, en la «vulnerabilidad» de la que habla Jorge Díaz Cintas.(1) Básicamente, que la recepción de texto original y texto traducido se produce de forma simultánea, y el espectador, como es inevitable, compara lo que oye, entiende o alcanza a entender, y lo que lee. No importa que apenas conozca la lengua de partida y que desconozca muchos vericuetos de la de llegada. La reacción más habitual es un sumarísimo «No ha dicho eso» (el gossiping effect descrito por Egil Törnqvist).(2) Y nada tiene de particular. ¿Qué pequeño regocijo interior o fugaz placer secreto no hemos sentido cualquiera de nosotros al dar con una solución que juzgábamos muchísimo más acertada que la que precariamente se nos presentaba en la pantalla? Quizá ver películas subtituladas sea en cierta manera una constante incitación a la traducción, y como tal debiera ser valorada: como un catalizador o un desencadenante de ese impulso natural que es la traducción, como una liberación del traductor en potencia que todos los seres pensantes llevamos dentro.

En todo caso, convendrá recordar que la traducción audiovisual es una práctica definida en buena medida por sus restricciones: en el caso del subtitulado éstas son tanto espaciales (número de caracteres por línea, un máximo de dos líneas) como temporales (sincronía, cambios de plano, velocidad de lectura). Otro aspecto que no puede ni debe pasarse por alto es que el subtítulo es una escritura en los márgenes, la vista solo debe recaer en él de soslayo, es un texto de apoyo, supeditado siempre a la imagen y, como tal, debe leerse de un plumazo, de forma instantánea, sin prestarle demasiada atención. Muchos espectadores pasan por alto que los subtítulos son sólo eso: velocísimas y constantes notas al pie que deben jugar el delicado papel de traducir los diálogos sin impedir que el espectador disfrute del verdadero texto fílmico: las imágenes proyectadas. Ningún director de cine o de fotografía concibe su obra ni sus encuadres pensando en esa interferencia. Y debe ser, por lo tanto, lo más liviana posible. La consabida invisibilidad o transparencia del traductor adquiere aquí un grado aún mayor. Los subtítulos son así un texto de apoyo, una convención que los espectadores hemos aceptado para poder seguir disfrutando de obras rodadas e interpretadas en otros idiomas sin pasar por otros filtros o sacrificios como el doblaje (la discusión entre las distintas herejías continúa igual de bizantina que siempre).

Recaigamos pues en lo obvio: ante semejante circunstancia, los subtítulos deben a la fuerza jugar la carta de la síntesis. Todas las decisiones de traducción vienen determinadas por las limitaciones temporales y espaciales antes expuestas: el subtítulo debe ser un texto escueto que permita al espectador leer y mirar al mismo tiempo sin perder detalle. Como en cualquier buena traducción de diálogo, el texto subtitulado tendrá siempre que respirar, que sonar a lengua hablada, que poder leerse con un golpe de vista, rasgos todos imprescindibles si tenemos en cuenta que aparecerá y desaparecerá en apenas unos segundos —en muy pocos cuando el diálogo o el montaje sean muy vivos— pero que deberá perdurar a pesar de ello lo suficiente en la conciencia del espectador. Qué duda cabe que no está solo. La interpretación, la inflexión de la voz, la música, la imagen o un millón de signos más contribuirán siempre a su correcta comprensión. También, y por el mismo motivo, no deberá nunca perderlas de vista y tocar siempre en consonancia con el resto de la orquesta.

La traducción audiovisual, como no podría ser de otro modo, vive también expuesta a los cambios tecnológicos. Por un lado se ha visto ampliamente beneficiada por ellos: la globalización y el abrumador crecimiento de la cultura visual ha supuesto un aumento exponencial del material que se traduce y se subtitula. Nuevos canales y dispositivos incorporan de manera natural el subtitulado, que por primera vez le gana terreno al doblaje o incluso lo rebasa gracias a su inmediatez y a las ventajas comunicativas que ofrece en un mundo de omnipresentes pantallas donde no siempre podemos tener acceso al canal auditivo, como sucede, por ejemplo, en el caso de los móviles o las pantallas publicitarias cada vez más frecuentes en el espacio público. También la reciente legislación y sensibilización en cuestiones de accesibilidad audiovisual ha supuesto un empuje a la presencia y generalización del subtitulado. No obstante, esta exposición a los vaivenes tecnológicos ha supuesto también la apertura de nuevos flancos de vulnerabilidad.

La siempre controvertida economía colaborativa y sus afiladas aristas entraron de lleno en el mundo de la traducción audiovisual con el fenómeno de los fansubs: subtítulos pergeñados por aficionados o fanáticos de películas y series que trabajan de forma colaborativa y altruista para subir a la red traducciones hechas en tiempo récord. En un primer momento este tipo de traducciones se limitó al género del anime japonés, se extendió después al resto y recientemente ha vivido un repunte con la fiebre por el consumo bulímico de series de ficción. Aunque en ocasiones esas redes de trabajo incorporan la figura de correctores o editores, la calidad deja casi siempre mucho que desear. El fenómeno de la piratería y el ansia de muchos cibernautas por compartir contenidos culturales en la red, con sus luces —a veces deslumbrantes— y sus sombras, han influido también en el descrédito de unas traducciones que circulan ahora de manera gratuita en ligeros archivos sin encriptar que cualquier procesador de textos puede manipular. Como en tantas ocasiones, la bella utopía acaba mostrando también su rostro más feroz, la libre circulación de contenidos termina haciendo el juego a las grandes empresas y la altruista colaboración en red a punto está de dar el golpe de gracia a unos profesionales que a duras penas consiguen llegar a fin de mes. Millones de consumidores se acostumbran a consumir una mercancía adulterada, cortada con los peores matarratas, y dejan de valorar la pureza y los verdaderos principios psicoactivos de la misma. Y eso que, que se sepa, nadie ha muerto de sobredosis por leer una buena traducción. Buena parte del público prefería o prefiere algo gratuito e instantáneo y se envuelve en un fatalismo que le impide apreciar otras posibilidades. Nada exclusivo de la traducción. Las corrientes telúricas se repiten o confluyen.

El descrédito de los subtítulos se ha visto así agudizado por la proliferación y la universalización de los mismos. Cualquiera puede subtitular y probablemente esa democratización también tenga su lado bueno y nos excedamos al querer arrogarnos el papel de sacerdotes que tratan en vano de proteger el acceso a algún dudoso templo. Un templo agrietado, arcilloso, a punto de desplomarse. Pero ya que nos arrogamos —aunque solo sea un rato— ese papel, algunas esencias tendremos que intentar defender. Y los embates no vienen sólo desde abajo.

Con la reciente llegada de las grandes plataformas de contenidos audiovisuales y la multiplicación de formas de exhibición nos encontramos con nuevas prácticas globalizadoras que irrumpen también en las cadenas de trabajo del subtitulado. Dejando a un lado las espinosas cuestiones tarifarias y algún que otro escándalo mediático (como el del subtitulado colonizador de la película Roma, de Alfonso Cuarón, que aparecía por defecto en las salas de exhibición, de ahí el revuelo), nos gustaría no pasar por alto algunas consideraciones en torno a la independencia del criterio de los traductores y del respeto a determinadas tradiciones.

Si seguimos con el caso de Netflix y las distintas plataformas globales, nos encontramos otras prácticas que, si bien de una forma mucho más sutil y no tan llamativa como la mencionada domesticación del español de México de la película de Cuarón, también podríamos calificar de colonizadoras. Partamos de la idea de la falta de costumbre o tradición de subtitulación interlingüística en la cultura anglosajona. Al igual que sucede con los libros, sólo un número ínfimo de películas habladas en otros idiomas penetra en el mercado estadounidense, de ahí que su relación con las extrañas prácticas del doblaje y la subtitulación se vea reservada a los circuitos de arte y ensayo, siempre minoritarios. Resulta, por ello, llamativo que una cultura a la que el subtitulado le es ajeno pueda influir de forma decisiva en las nuevas prácticas subtituladoras del resto del mundo.

Por una cuestión operativa o económica, las distintas plataformas preparan plantillas de trabajo de cada uno de sus contenidos, ya sean programas, series o películas. En esas plantillas o templates aparece cada subtítulo ya localizado, con sus tiempos de entrada y salida, y su correspondiente transcripción de diálogo. En su mayor parte, esos templates proceden del subtitulado para sordos y personas con discapacidad auditiva. A primera vista todo son facilidades para el sufrido traductor, que no tiene que enfrentarse ya a las viejas complicaciones de sacar directamente de oído unos diálogos en ocasiones ininteligibles ni tampoco perder más tiempo preparando el spotting, el pautado del diálogo en subtítulos con sus tiempos de entrada y salida. Todas estas ventajas, de agradecer si tenemos en cuenta las exiguas tarifas que tras las convenientes dentelladas de todo tipo de intermediarios le quedan al humilde operario de la cadena de montaje global subtituladora, se convierten también en un caramelo envenenado, en un caballo de madera bellamente engalanado.

Si echamos un vistazo a las normas de estilo que Netflix distribuye de manera global entre sus colaboradores, lo primero que nos llamará la atención es lo unificador de las mismas. No importa que el material vaya a ser traducido al árabe, al español o al noruego. Las pautas generales son idénticas. Un segundo aspecto igual de llamativo será cierta laxitud a la hora de determinar el grado de concisión que deben tener los subtítulos. Cada una de las dos líneas podrá alcanzar los 42 caracteres, una medida ya normativa, aunque considerablemente más elevada que los 36 caracteres del subtitulado químico de antaño. La otra pauta que llama la atención es la velocidad de lectura aceptada: 17 caracteres por segundo. La velocidad de lectura es una forma de medir el grado de concisión necesario a la hora de subtitular un texto fílmico. Surge del cálculo de la velocidad a la que un espectador puede leer los subtítulos sin perder detalle de la imagen. En función de ese valor, los traductores se ven obligados a sintetizar más o menos, a sacrificar o no algún que otro fleco o a tener que buscar la forma de decir lo mismo de otro modo, proceso que desemboca muchas veces en el encuentro de la solución más natural. En España, la velocidad de lectura del subtitulado para cine estaba tradicionalmente entre 13 y 15 caracteres por segundo; en otras latitudes, como en los países nórdicos, la velocidad de subtítulos televisivos se mantuvo hasta fecha reciente por debajo de los 13. Es muy posible que distintos estudios científicos justifiquen las bondades de este cambio progresivo, pero uno no puede dejar de sospechar que la tendencia global que permite incluir más texto en unos subtítulos al límite de la velocidad de lectura a la que estamos acostumbrados se debe también en buena medida al influjo globalizador de las plantillas anglosajonas de subtitulado intralingüístico para espectadores con discapacidad auditiva.

Pese a todo, existen también motivos para la esperanza. Básicamente tienen que ver con el trabajo de traductores y asociaciones como ATRAE o APTIC en la lucha conjunta por seguir denunciando malas prácticas y reivindicar la visibilidad, el reconocimiento y los derechos del colectivo ante las nuevas amenazas de la globalización y la concentración empresarial. Netflix, pese a lo expuesto anteriormente y a los distintos patinazos romanos, es probablemente la plataforma que —por el momento— más esfuerzos está haciendo por ofrecer un producto de calidad que cuente en todo momento con la traducción como un ingrediente imprescindible. Es de destacar su voluntad de interlocución con las asociaciones de traductores profesionales. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de otras plataformas como Amazon o Movistar, donde en repetidas ocasiones han aparecido subtítulos procedentes de internet o de bajísima calidad. Al menos, ahora es mucho más fácil que las quejas de espectadores o traductores se amplifiquen a través de las redes sociales y tengan cierta resonancia. Por supuesto, todas estas iniciativas de denuncia y reivindicación son también globales: basta con echar un vistazo al comunicado de la Association des Traducteurs/Adaptateurs de l'Audiovisuel (ATAA) denunciando la catastrófica subtitulación al francés de la mencionada Roma;(3) la reciente huelga de traductores audiovisuales noruegos ante las inaceptables tarifas de Broadcast Text International (BTI),(4) o el emotivo llamamiento de la Audiovisual Translator Europe (AVTE) a la unidad entre cineastas y traductores audiovisuales en aras de una confraternización y colaboración imprescindibles para seguir presentando la obra de los primeros ante un público cada vez más global.(5)

Quizá será preciso hacer partícipe de ese llamamiento también al público, convocarlo a una alianza y a un entendimiento de en qué consiste este oficio nuestro de tinieblas. De la misma forma que la traducción literaria se define a menudo como una forma más intensa o profunda de lectura, existen pocas formas mejores de sumergirse en una obra fílmica que traducirla, que ir acompañándola en silencio desde los márgenes de la tela blanca, proyectando palabras que se leerán a oscuras, sólo un instante, y que con la belleza fugaz de los fantasmas se desvanecerán después en el aire, como por arte de magia.


NOTAS

(1) Jorge Díaz Cintas, Teoría y práctica de la subtitulación: inglés-español, Barcelona, Ariel, 2003, pp. 43-44.

(2) Egil Törnqvist, «Fixed Pictures, Changing Words. Subtitling and Dubbing the Film Babettes Gæstebud», TijdSchrift voor Skandinavistick, 16, 1 (1995), 47-64, disponible en https://rjh.ub.rug.nl/tvs/article/view/10381 [consultado: 30 junio 2019].

(3) El texto de la ATAA firmado por su vicepresidente Sylvestre Meininger, «Le sous-titrage français de ROMA», está disponible en https://beta.ataa.fr/blog/article/le-sous-titrage-francais-de-roma [consultado: 30 junio 2019].

(4) Sobre la huelga de los traductores audiovisuales noruegos, véase Thomas Espevik, «Tv-tekstere går til streik», Klassekampen, 1 agosto 2019, disponible en https://www.klassekampen.no/article/20190807/ARTICLE/190809978 [consultado: 30 junio 2019].

(5) El llamamiento de la AVTE está disponible en http://avteurope.eu/know-your-rights/av-translators-unite/ [consultado: 30 junio 2019].



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