ENCRUCIJADAS DE LOS MODERNISMOS ANGLOSAJÓN E HISPANOAMERICANO SOBRE TRADUCCIÓN Y TRADICIÓN en la poesÍa de W. B. YeatS
Fecha de recepción: 16 septiembre 2011 |
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1. Por la autoridad que confiere el denominado «original», al lector de poesía que maneja una edición bilingüe le basta un breve cotejo de textos para emitir un juicio «recto» sobre la legitimidad de la traducción. El criterio que le permite erigirse en «voz autorizada» se basa en la supuesta fijeza de dicho «original» o «monumento uniforme», como llama Borges al Quijote: fijado por la escritura y la lectura, el «original» representaría la «letra» de la ley, última palabra en el «proceso» de legitimación del «sacrilegio» que es toda versión respecto a la «verdad» de un texto escrito y leído en piedra. Superpuesta la traducción «deformadora» al «original» «uniforme», el lector accede a una suerte de palimpsesto que indica la distancia recorrida por el traductor en el traslado de un texto a otro. En este proceso el lector se erige, literalmente, en «crítico»: mide distancias y juzga si el desvío del traductor con relación al «original» alcanza el punto crítico a partir del cual el traslado resulta o no legítimo. La poeta Anne Carson recuerda que su formación como traductora pasó por la búsqueda de la «exactitud», esto es, literalmente, por la «exigencia» o «extracción» de una versión que coincidiera con el «original», «palabra por palabra y línea por línea», como reza «Pierre Menard, autor del Quijote». Ahora bien, según Carson, si en la Odisea Homero dejó sin traducir la palabra moly —la hierba mágica que da Hermes a Ulises para que se desvíe del camino de Circe—, quizá fue porque deseaba sugerir el lenguaje de unos seres que han aprendido a no morir, un lenguaje divino que no admitiría traducción salvo la que señalase su propia «inexactitud»: inaccesible, sordo a la exigencia del traductor, a la extracción de una versión por legítima que sea. La voz moly, propia del lenguaje divino, no cumpliría más ley o medida que la que dispusiera un sacrilegio: «mandrágora», execrable apropiación al pie de la letra, inexacta lectura de mortales. En «Las versiones homéricas», Borges sostiene que «el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio». El crítico, pues, al cumplir religiosamente con la «letra» del original, sería un lector cansado, sordo a exigencias de mortales. Aunque la Odisea sea una «librería internacional de obras en prosa y verso», Borges concluye su ensayo indicando que la traducción de Samuel Butler tal vez sea más fiel que otras. Quizás, en el caso de la Odisea, no exista un texto definitivo, uniforme y original, y el «sacrilegio» del traductor sólo sea menor. Sin embargo, parece sugerir Borges, seguimos traduciendo y criticando como si lo hubiera, como si todo traductor estuviera leyendo un texto sagrado y eligiendo, extrayendo de él una lectura: como si, sacrílegamente, estuviera deformando lo uniforme o sacándolo de su lugar «propio», dislocándolo, esto es, profanándolo.
2. A propósito del episodio de Babel, Voltaire muestra perplejidad: en lugar de la traducción común de Babel, «ciudad santa» o «puerta de Dios» (esto es, lugar «común» de las capitales antiguas), encuentra «confusión». A este respecto, Jacques Derrida sugiere que el nombre «propio» por antonomasia sería Babel: a un tiempo accesible e inaccesible, común y propio, propio de todo lenguaje y de todos impropio, se traduce y no se traduce. «Monumento uniforme» y, a la vez, «ruina multiforme», entraña una deformación o dislocación. De ahí que el acceso a la ciudad «propiamente dicha», la traducción «recta» del texto «original», sólo lo autoricen desvíos que, simultáneamente, legitimen y deslegitimen el traslado, que confirmen su lugar «propio», inaccesible e intraducible, al tiempo que lo abran como lugar «común» de otras voces «propias». En este sentido, el mortal que busque una vía de comunicación a la «ciudad santa» del sagrado texto «original» sólo podrá servirse de un desvío. Ahora bien, no un desvío «inapropiado» como la traducción «puerta de Dios», definidora de una vía «recta» al inaccesible lenguaje divino, sino un desvío «apropiado», indicador de su propio extravío o inexactitud. Toda traducción «apropiada» provocaría confusión. El traductor que buscara acceder al texto «original» no podría servirse del lenguaje divino cual ser «inmortal» (esto es, como «voz autorizada», portavoz de Dios, sacerdote o lector cansado), sino como Pierre Menard, quien, incansable y provocador, rechaza la voz del «autor» del Quijote y, por la vía de sus propias experiencias (esto es, su propia voz), se acerca a «otro» texto: al Quijote, a la voz de Babel, a moly, a «la verdad, cuya madre es la historia». Tal desvío o confusión de voces «propias» sería un «sacrilegio» literal. Así como la trasgresión legal confirma la ley, el sacrilegio entraña negar y afirmar lo sagrado: confuso punto crítico en el que el «monumento uniforme» se revela multiforme, se traduce como intraducible, muere para resucitar. Tal sería la paradoja del traductor. Según Octavio Paz, «la traducción implica transmutación o resurrección. Un poema de Baudelaire traducido al español es otro poema y es el mismo poema». La transmutación se desvía de la «copia» o «trascripción mecánica del original» que evita Pierre Menard, de esa «exactitud» o vía «recta» que señala Anne Carson, y provoca una encrucijada de voces babélicamente confusas.
3. A propósito de apropiaciones, en 1931, en su primera lectura de poemas para la BBC, W. B. Yeats responde a una experta en elocución intrigada por su peculiar forma de recitar: «Todos los poetas desde Homero hasta la fecha han leído su poesía exactamente como leo yo la mía». Yeats justifica tal osadía invocando la lengua «propia» de una comunidad formada por generaciones de poetas y cantantes tradicionales, cuyas voces, exactamente iguales a las de los rapsodas homéricos, se creía capaz de traer al presente de sus recitales porque aún las sentía «vivas». En dicho punto crítico se funde la peculiar forma que tiene Yeats de mudar la voz hasta entonar lo que Seamus Heaney denomina una «salmodia elevada». En «Noticias para el Oráculo de Delfos» leemos: «Por las montañosas laderas / insoportable música desciende / de donde está la pánica caverna. / Vil cabeza cabría, brutal brazo, / hombros, vientre y trasero se vislumbran / con resplandor de pez; ninfas y sátiros / copulan en la espuma». En estos versos no sólo convergen Pan y todas las respuestas que tal mito extrae del poeta lírico, sino también, paródicamente, la «Oda a la mañana de la Natividad de Cristo» de Milton. La metamorfosis descrita en el poema de Yeats es referencial, pero también sonora. La «insoportable música» pánica provocada por el confuso y fragmentario placer físico del Pan terrenal muda «la voz u horrible murmureo» que acalla Milton en su poema. Al apropiarse de la voz dislocada propia de Milton, Yeats eleva su propia voz dislocada. Tal transmutación, traducción o vía de acceso invoca y revoca simultáneamente la voz de Milton: la revela inaccesible e intraducible. Como en «Leda y el cisne», el engendramiento pánico es una encrucijada que provoca alguna forma de confusión sonora. Esta transmutación o traducción de voces inarticuladas es lo que Yeats entiende por lenguaje «vivo». Lenguaje que no es el supuestamente coloquial de Wordsworth, sino, como él mismo explica, una «sintaxis poderosa y apasionada», altamente formalizada, tan tradicional que, aun alterada, sigue pareciendo tradicional, capaz de indicar el punto crítico de la transmutación. Una sintaxis o articulación del verso que entraña su propia inarticulación. En el caso de Milton, esta sintaxis se dispone de forma que «la canción popular siga ahí, pero como una voz fantasmal…, una norma inconsciente… un hablar vivo que no tenga más ley que la de no borrar la voz fantasmal». Así, en «A Irlanda en los tiempos venideros», leemos: «Pues mi mesa recorren las criaturas / elementales de extremo a extremo, / y con prisas de mente sin compás / rugen en viento y marea furiosas. / Pero el que acompasado sabe andar / una mirada trocará por otra». Esta «insoportable música», encrucijada de voces fantasmales, la de Milton y la popular, es provocada en la forma de una voz «propia». Al tiempo que busca hablar en el lenguaje «propio» de esa comunidad, Yeats, cual Pierre Menard, vierte sus voces con su «propia» voz. La ley, el criterio formal que propone para leer sus versos consiste en extraer una versión que en su voz sólo puede sonar «confusa»: una versión recitada, que no acaba de componerse en el texto escrito. Al tiempo que renacen, las voces fantasmales mueren en una voz «viva», en una peculiar forma de mudar la voz que, como la del Pan resucitado, es palpable, terrena y, para algunos, insoportable.
4. A propósito de «renacimientos», los hallazgos arqueológicos de la expansión imperial del siglo XIX dieron lugar en Europa a lo que Hugh Kenner denomina un «segundo renacimiento». Desde que en 1873 Schliemann creyera exhumar las ruinas de Troya, una palabra de Homero pasó a designar «algo palpable», «un objeto salvado o rescatado del vórtice de la pura lexicografía». De ahí que, basada en la idea de que un poeta se sirve de su experiencia del mundo inmediato, la traducción de la Odisea publicada en 1900 por Samuel Butler —la misma versión «fiel» que recomienda Borges—, menoscabe la teoría de Wolf de que los bardos inventaban historias, sobre la marcha y sin cotejo. De ahí, también, que los fragmentos de copas y papiros, los versos incompletos de Safo rescatados, exijan, según Kenner, un nuevo tipo de atención a mentes preparadas por el simbolismo y Walter Pater para ver mérito en la brevedad y el vislumbre fugaz. Así, el renacimiento encabezado por modernistas como Eliot, Joyce o Pound parte de un objeto palpable, inmediato y fugaz. Un fragmento material que, a fuer de fragmento, muestra de alguna forma la pérdida material que ha sufrido: en la medida en que está y es «presente», más evidente resulta su ausencia. Esta nueva «atención» lleva a Pound a redefinir metáfora a partir de una lectura «inapropiada» de la estética del ideograma chino: «uso de imágenes materiales para sugerir relaciones inmateriales» o «proceso de composición en que la suma de dos cosas no produce una tercera, sino sugiere una relación fundamental entre ambas». Pound acentúa el proceso de transposiciones (etimológicamente metafórico) entre objetos concretos: no una substitución, sino una relación; no una composición, sino una aposición. La metáfora no está en las palabras mismas, sino en la «energía» transferida entre ellas. Tal proceso metafórico exige una imagen concisa y nítida, un «vórtice» de ideogramas chinos, versos de trovadores, fragmentos de Safo y Homero, en el original o en traducción propia, coordinado o fundido por «un ritmo absoluto». Sólo perceptible entre los versos, tal «ritmo absoluto» evoca la «salmodia elevada» de Yeats, «insoportable música» o lengua «viva» que sólo se compone en el fugaz «presente» de una metamorfosis y, tanto para Yeats como para Pound, de un «recitado». Los fragmentos palpables del pasado extraídos por arqueólogos son articulados y desarticulados en la «sintaxis» o aposición que anima la «viva» voz del poeta. Así en «Leda y el cisne» Yeats transmuta, traduce o trae al «presente» la destrucción de Troya: «Un estremecimiento en la entraña allí engendra / el muro destrozado: torre y tejado arden, / y muere Agamenón. Siendo así dominada, / por la sangre salvaje de aquel aire tan presa, / ¿relacionó el saber con el poder del ave / antes de que impasible el pico la soltara?». Yeats exhuma, resucita las Troyas que, según Borges, yacen tácitas en el palimpsesto de Pierre Menard, para, de un golpe, destruirlas de nuevo. Superpuesta la versión deformadora a los multiformes restos de esas Troyas, el lector o crítico accede a un palimpsesto por el que sólo de forma confusa y fragmentaria vislumbra la distancia que el poeta o traductor recorre, la relación que establece, la energía que transmite al invocar y revocar «voces fantasmales» con su «propia» voz. El resultado de esa distancia, relación o transmisión de energía es una «confusión»: una encrucijada de muertes y renacimientos, de coherencias e incoherencias. Así, la fantasmal voz de un Pound agonizante entona: «Pero locura no es belleza, / aunque me rodeen mis errores y naufragios. / Y un semidiós no soy, no puedo darle coherencia», para en el mismo «cantar» reafirmarse («sí tiene coherencia, / aunque mis notas no la tengan») y preguntarse, cual Borges, quién copiará su palimpsesto.
5. A propósito del «renacimiento» poético que provocó el modernismo hispanoamericano, Rubén Darío se pregunta en 1896: «Qui pourrais-je imiter pour être originel? […]. Pues a todos… Se conocen, eso sí, los instrumentos diversos y uno hace su melodía cantando en su propia lengua, iniciado en el misterio de la música ideal y rítmica». Para cantar en su «propia lengua», Darío se plantea una pregunta en francés que deja sin traducir, el interrogante formulado por «el cuello del gran cisne blanco» de sus Prosas profanas, y el silencio de la poesía no escrita de América, recuperada en «las cosas viejas, en Palenke y Utatlán, en el indio legendario». Asimismo, Darío trae al presente de 1882 voces de la «poesía castellana»: Manrique, Fray Luis, Góngora, el autor del Cid: «Fablávase rvda et torpe fabla / cuando vevía grand Cid Campeador». Esta lengua «propia» del «renacimiento» dariano ocupa su lugar entre líneas, confundida entre una pregunta sin traducir, un interrogante ideal, una poesía no escrita y una «ruda et torpe favla». Lengua «propia» que, sin ser exactamente igual a la de Yeats, busca ser una «lengua viva», una «salmodia elevada», traducción, invocación y revocación de la «música ideal y rítmica». Darío transmuta o resucita voces en «un viejo clavicordio pompadour, al són del cual danzaron sus gavotas alegres abuelos». Cuando entona, «Manrique, con galanura, / brinda su trova fermosa / tan sonora, / que llena de grand finura, / es cual la canción graciosa / que hay agora», trae al «presente» tácitas Troyas. Con voz propia invoca a las antiguas generaciones y las revoca en un lejano, exótico y confuso «agora». El renacer de las voces de los «alegres abuelos» —comunidad distinta e idéntica a la de los «viejos alegres» de Yeats— que exige el modernismo en lengua «castellana» se da a su vez en el contexto de la expansión imperialista del XIX. Como recuerda José Emilio Pacheco con la voz de Ángel Rama: «En la base del modernismo hispanoamericano se halla el fenómeno imperial que extrae materias primas de las regiones periféricas... Un mismo sistema se impone al hacerlo, universaliza ciertos principios sociales, económicos y culturales. Confusa y vertiginosamente se dan en América respuestas semejantes a las que se habían dado en Europa». Confusión y exotismo. Según Octavio Paz, el progreso técnico del XIX acortó en parte «la distancia geográfica entre América y Europa. Esa cercanía hizo más viva y sensible nuestra lejanía histórica… La lejanía geográfica y la histórica, el exotismo y el arcaísmo, tocados por la actualidad, se funden en un presente instantáneo: se vuelve presencia». Más bien, los materiales apropiados por los modernistas son percibidos a un tiempo como lejanos y cercanos. Son fragmentarios por partida doble: los materiales europeos exportados y los precolombinos recuperados están y no están presentes. Doble traducción de lo supuestamente propio y de lo supuestamente impropio. Esta doble traducción produce extrañeza referencial y rítmica: un exotismo propio e impropio, un ritmo lejano y próximo. Cuando Ricardo Jaimes Freyre aplica en Castalia Bárbara (1899) su renovadora teoría de las cláusulas prosódicas, vuelve a sonar una voz confusa: «Sobre el himno del combate y el clamor de los guerreros / pasa un lento batir de alas; se oye un lúgubre graznido / y penetran los dos cuervos, los divinos, tenebrosos mensajeros, / y se posan en los hombros del dios y hablan a su oído». Los gritos de estas aves son evocadas en el punto crítico, histórico y estético, indicado por el anciano Darío en la «Salutación del águila»: «Si tus alas abiertas la visión de la paz perpetúan, / en tu pico y tus uñas está la necesaria guerra». Confuso y vertiginoso, el estremecimiento de Leda y el cisne sería una «respuesta semejante» al «lúgubre graznido», a ese «presente instantáneo» en que se funden las enigmáticas formas palpables de El canto errante dariano: «Aquí, junto al mar latino, / digo la verdad: / siento en roca, aceite y vino, / yo mi antigüedad». Invocación de las voces de la antigüedad mediterránea lejana y próxima a la dirigida a la antigüedad bizantina por el anciano Yeats, «viejo alegre» transformado en un corazón «enfermo / de tanto desear y atado a un animal / que agoniza».
6. A propósito de «formas palpables» y agónicas, Rafael Sánchez Ferlosio sostiene que los versos «vivos» de Manrique, los que perviven cual «imagen sensible» en la memoria, resucitan al rey don Juan no porque inmortalicen, sino «precisamente porque logran mortalizar, o remortalizar… pues tan verdad como que sólo lo que vive muere es que tan sólo lo que muere vive. Y sólo porque era un ayer verdadero del poeta puede seguir sonando hoy —¡todavía!—, también para nosotros, como un verdadero ayer». De alguna forma, una traducción, inter e intralingüística, también está «viva» cuando «mortaliza» o «remortaliza» un poema «inmortalizado», cuando profana el lugar propio del texto sagrado. Cuando un mortal como Pierre Menard se apropia sacrílegamente del lenguaje divino para transformar un monumento uniforme en una ruina multiforme; un texto escrito en piedra, tan eterno como inerte, en un texto cantado a viva voz, tan fugaz como dinámico; y, acaso, un mero elogio retórico de la historia en un revivir de la historia como madre de la verdad. Dos años antes de morir, en la última grabación de su poesía para la BBC, un Yeats «decrépito» expresa su preocupación por la forma en que se transmitirá su poesía y, como provocando a los cantantes, críticos y antólogos que ya se apropian de «La isla del lago de Innisfree», inmortalizándolo, da a entender que, «cuando todo vuelva a ser ruina», su poema sólo pervivirá en el ritmo del recitado, esto es, remortalizado. Yeats extrae su ritmo de la viva voz del recitar, en algún lugar, a un tiempo «común» y «propio», entre cantar y declamar donde resonaría la «librería internacional» presente en Homero. La única autoridad en que se basa Yeats para sostener que recita igual que los rapsodas (esto es, que acaso su «música» es «insoportable») es la ocurrencia de un escocés para justificar la apropiación de Shakespeare por su país: «La habilidad del hombre justifica la osadía». Será legítimo el desvío inapropiado mientras el «andar» sea «acompasado». Por esos años Yeats explica que ha dedicado su vida a quitar de su poesía toda frase escrita para el ojo con el propósito de devolverla a una sintaxis sólo para el oído: esta poesía tiene por fin la acción y es entendida de inmediato. Quizás el Yeats más «autorizado» se transmita y se transmute en el confuso «empujón de sentido» que, según Seamus Heaney, anima la «salmodia elevada» de su recitación. Tal es el sentido que quizás habrían de esforzarse en seguir sus traductores al español.
BIBLIOGRAFÍA CITADA |
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© Grupo de Investigación T-1611, Departamento de Traducción, UAB | Research Group T-1611, Translation Departament, UAB | Grup d'Investigació T-1611, Departament de Traducció, UAB |
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