1.
Uno
de los documentos más curiosos de la (todavía no escrita)
historia de la traducción del castellano es el grupo de leyes
que figuran en el Título XXVIIII, Libro II, de la «Recopilación
de leyes de los Reynos de Indias». Se llaman «De los
intérpretes» y son quince disposiciones fechadas entre
1529 y 1630, y firmadas por Carlos V, Felipe II y Felipe III.(1)
Las
leyes que emanaban del Consejo Real y Supremo de las Indias reglamentaron
de manera exhaustiva (y repetitiva) todo lo que afectaba a la vida americana.
Se tratan desde asuntos en apariencia insignificantes como, por ejemplo, que
los indios no podían ir a caballo (RI, Ley xxxiij, Libro VI, Título
I, 1550, 1570); que los negros no estaban autorizados a usar adornos de oro,
ni de ningún tipo (RI, Ley xxviij, Libro VII, Título V, 1571);
o que los indígenas no podían echar ciertas hierbas al pulque
(RI, Ley xxxvij, Libro VI, Título I, 1529, 1545, 1607, 1673); hasta
otros de mayor trascendencia y que determinaron la forma política, jurídica,
cultural y administrativa del Imperio español.
Si existen fundadas dudas
sobre la utilidad que tuvo este formidable ordenamiento jurídico (piénsese,
por ejemplo, que las mismas leyes se repiten año tras año o que,
por estar escritas en castellano, no podían
ser leídas por los indios, o que, por no estar impresas, tampoco podían
ser conocidas por el conjunto de los españoles que vivían en
América),(2) hoy
tienen un valor incalculable. Las leyes de Indias son una descripción
minuciosa de como los reyes y sus consejeros imaginaron América; también
sirven para entender cómo fue realmente la sociedad colonial, la que
se refleja en todo lo penalizado.
Y aunque esta tensión entre lo que imaginaban unos y realizaban otros;
entre lo que se hacía y lo que se decía; entre lo que se podía
decir, convenía decir o sencillamente omitir, debe tenerse en cuenta
cada vez que se analice cualquier aspecto de la historia de ese continente,
es particularmente importante en el campo de la traducción y las lenguas.
2.
Dicho esto, resumiré brevemente el contenido de estas disposiciones:
en la primera ley, la de 1529, donde todavía se los llama lenguas,
se describe a los intérpretes como ayudantes de gobernadores y de la
Justicia, y se establece que no pueden pedir ni recibir de los indios, joyas,
ropas, mantenimientos (comida). Se recuerda, dice el texto, que los indios
sólo tienen estas obligaciones con sus encomenderos. En 1537, (aquí también
se los llama naguatlatos) se establece que los indios que no sepan la lengua
castellana podrán hacerse acompañar por un «Christiano
amigo suyo» (...) para ver si lo que ellos dicen á lo que se les
pregunta y pide, es lo mismo que declaran los Intérpretes». Las
diez leyes de 1563 conceden a los intérpretes una jerarquía profesional
bien definida: se les fija un sueldo: más de doce preguntas, dos tomines;
menos de doce, un tomín; tienen días y horarios de trabajo; se
determina que en cada Audiencia debe haber cierto número de intérpretes,
los que deben «jurar de forma debida que usarán bien y fielmente,
declarando é interpretando el negocio y pleyto, que les fuere cometido,
clara y abiertamente, sin encubrir, ni añadir cosa alguna, diciendo
simplemente el hecho, delito, ó negocio, y testigos, que se examinaran,
sin ser parciales á ninguna de las partes, ni favorecer más á uno,
que á otro».
La ley de 1583 recuerda que no se cumple con lo anterior y que «muchos
son los daños, é inconvenientes que pueden resultar de que los
Intérpretes de la lengua de los Indios no sean de la fidelidad, christiandad
y bondad que se requiere, por ser el instrumento por donde se ha de hacer justicia,
y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben».
Problema que cuarenta y siete años más tarde no parece haberse
subsanado, pero sí olvidado. Así, dice la última ley de
1630: «Nombran los Gobernadores á sus criados por Intérpretes
de los Indios, y de no entender la lengua resultan muchos inconvenientes».
3.
¿Qué dicen estas leyes? En primer lugar, nos informan que a comienzos del siglo XVI se utilizaba la
voz intérprete para designar al mediador entre personas de distintas
lenguas. Pero esto no es ninguna novedad. Joan Corominas registra su aparición
en 1490;(3) aparece
en el Diálogo de
la lengua de Juan de Valdés (1536) referida a los intermediarios
entre españoles, fenicios, griegos;(4) y
era bastante frecuente entre los traductores de la época para describir
su oficio; la usaron: Alfonso de Cartagena, Juan de Mena, Pedro González
de Mendoza, Carlos, príncipe de Viana, Alonso Fernández de Madrid,
Diego Gracián, Pedro Simón Abril.(5)
Pero, ¿qué significaba realmente? De hecho, en este período,
ninguno de los vocablos que se utilizaron para describir esta actividad tenía
valor semántico propio. Peter Russell sugiere que «no se observa
ninguna distinción funcional entre interpretar, arromançar, romançar,
traducir, trasladar, transponer, vulgarizar, transferir».(6) Y
aunque el corpus de reflexiones sobre la traducción (las contenidas
en los prólogos de las versiones publicadas en el siglo XV Y XVI) confirman
su opinión, también sugieren que interpretación, interpretador,
intérprete, estaban todavía muy ligados a la acepción
que les había dado san Jerónimo en el 365 d. C., y que reproduce
Alfonso de Madrigal «el Tostado» hacia 1440: «dos son las
maneras de traducir. Una es palabra a palabra, et llámase interpretación».(7)
Es
decir, podemos conjeturar que: 1) el término y sus derivados
estaban asociados a un modo de traducir: el literal, con todos los
equívocos que esto supone; 2) que también significaba
cualquier tipo de traducción (lo que observa Russell); 3)
que además servía para designar al mediodor oral. Pero
esta vaguedad semántica no es sólo propia del castellano;
también vemos que Lutero llama Dolmetschen (intérprete)
a todos los aspectos del oficio del traductor.(8)
Por
otra parte, tampoco estaban muy delimitadas las funciones del iintérprete «oral».
Gianfranco Folena señala que interpres -etis (del
léxico latino jurídico-económico: mediador, árbitro
de precios) se convirtió en las llenguas neolatinas en el
tecnicismo para designar al traductor «oral» profesional,
y sustituyó a los derivados del término árabe turguman:
mediador entre musulmanes y cristianos.(9)
Sabemos
que la forma castellana trujamán (1300) adquirió,
como en francés (de donde nos vino trucheman, siglo XIV) un
significado peyorativo (recordemos que para Pascal un truchement era
un correveidile cuyos traslados no son desinteresados),(10) pero
ignoramos cuándo los intérpretes dejaron de ser mediadores entre
personas de distinta lengua y se convirtieron en los «profesionales» de
que nos habla Folena. En cualquier caso, para España, estos documentos
que estamos analizando son un valioso antecedente.
4.
Llama
la atención (antes de pasar a otras cuestiones) que a estos
traductores se los denomine lenguas y naguatlatos.
El segundo de estos vocablos no fue un término general sino
específico de los que traducían del náhualt; lengua,
en cambio, fue muy usual. Aparece con profusión en las Crónicas
de Indias, y es probable que se tratase de un neologismo acuñado
por los españoles al intentar relacionarse con los habitantes
del lugar. De hecho, Gonzalo Fernández de Oviedo llamaba lenguas
a algunos pobladores de América Central. Tratándose
de un texto jurídico no podemos pensar que sean notas de color
local, pero se nos escapa el interés de la precisión
semántica. Siendo «intérprete», un término
muy corriente en España sólo podemos pensar, como en
numerosos otros casos, que el legislador deseaba fundar una realidad
paralela, una nomenclatura especial como la que se aplica al reino
animal o vegetal, es decir, a lo no humano. Y esto nos lleva a preguntarnos,
no qué dicen estos textos, sino cómo debemos leerlos.
Es decir, ¿cómo leyes, cómo invención
de una realidad o cómo traducción del pensamiento español
en América? Pero, suponiendo que nos inclinemos por la última
posibilidad: ¿qué pensamientos eran estos?
Aquí se pide a los intérpretes: «fidelidad», «claridad», «imparcialidad»,
se los describe como dotados de un «saber autónomo», lo que
les da una «función social» y «profesional» ,
desvinculada por completo de la actividad literaria. Son trabajadores free lance
con horarios, días de trabajo, con especialidades: económicas,
penales, etcétera. Y esto no es nada; se está aludiendo a lenguas
que eran «modernas» en ese momento, contemporáneas, vivas.
Se está hablando, si se permite la hipérbole, de las aproximadamente
1000 lenguas agrupadas en 133 familias lingüísticas que había
en América cuando llegó Cristóbal Colón.(11) En
resumen, alguien, en el siglo XVI, era capaz de imaginar a los intérpretes
del siglo XX.
Pero nuestro optimismo se corrige de inmediato si recordamos que a estos intérpretes
o lenguas o nahuatlatos se les pide además «christiandad y bondad»,
virtudes ajenas a los conocimientos lingüísticos y, lo que es más
interesante, se dice que el mal desempeño de sus funciones traerá aparejado
castigos variados, costosos y duraderos. Así leemos al final de todas
las leyes y ordenanzas: «le castiguen con todo rigor», «volverán
lo que se llevaren (...) y perdimiento de oficio»; «pagarán
el daño, interés y costas á la parte»; «pena
de medio peso», «pena de tres pesos por la primera vez, por la segunda
la pena doblada, la tercera pena doblada, pierdan los oficios», «pena
de volver lo que así se llevaren y contrataren, con las setenas y de privación
perpetua de sus oficios», «pena de que (...) pierda sus bienes para
nuestra Cámara y Fisco, y sea desterrado de la tierra».(12) Y
si a esto le sumamos lo que estas leyes penalizan: recibir dádivas, regalos,
hacer interpretaciones sesgadas o interesadas, o que ya en 1583 no tienen «fidelidad,
christiandad y bondad», y que en 1630 hacen de traductores los criados
de los gobernadores, aun no sabiendo las lenguas, parece que estos intérpretes
no son hijos del pensamiento del Humanismo sino del de la Inquisición,
y de sus graves secuelas: ignorancia, delación, corrupción y degradación
moral.
Y también parece que este código no es un conjunto de reflexiones
modernas sobre el arte de la traducción (lo triste es que podría
haberlo sido) sino un espacio social imaginario, bastante sórdido, en
el que los intérpretes, despojados de las gratificaciones que puede producir
esta actividad, reciben sobornos y castigos, y ocupan alternativamente el lugar
de la víctima y del victimario. Y, sin embargo, esto es lo extraordinariamente
paradójico, son «el instrumento por donde se ha de hacer justicia,
y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben».
Justicia y gobierno, cuya legitimidad y efectividad no podemos cuestionar aquí,
pero que tuvo que hacerse en lenguas ajenas a jueces, gobernados y gobernantes.
Las autoridades: gobernadores, presidentes de Audiencia, oidores, no hablaban
ni entendían las lenguas amerindias (lo prueba el simple hecho de que
usaran intérpretes o lo que dice la ley de 1537) y, por otra parte, los
colonizados, salvo excepciones, no hablaban ni entendían el castellano.
5.
¿Quiere decir esto que en América no se cumplió la frase
de Lorenzo Valla: «La lengua es el instrumento del Imperio»,(13) que
fue desde siempre el punto de partida de la expansión de las lenguas por
el mundo? Por cierto, no. Cuando «Antonio de Nebrija, en 1492, regaló su
gramática castellana a la reina Isabel y ésta le preguntó que
para qué podía servirle este libro si ya sabía el español,
Nebrija contestó precisamente con la frase de Valla: —Señora,
la lengua es el instrumento del Imperio».(14) Y
no solo esto, también podemos conjeturar que son muy tempranas (de este
mismo período) algunas ideas que con el correr del tiempo se convirtieron
en la ideología de la hispanidad de España y América:
la extensión, considerada como un mérito, y la pureza (que
contradice lo anterior) entendida como «limpieza de sangre» verbal,
como ideal último y perdurable. Así leemos, en 1526, que Alonso
Fernández de Madrid, el traductor del Inchiridum Militis Christiani de
Erasmo de Rotterdam, ya utiliza la difusión del castellano de América
para justificar su versión (una osadía en aquellos tiempos).(15) Y
también vemos cómo Juan de Valdés en El diálogo
de la lengua repudia el Vocabulario latino-español, español-latino de
1492, porque «aunque Librixa (Nebrija) era muy docto en la lengua latina,
que esto nadie se lo puede quitar, (...) no se puede negar que era andaluz y
no castellano».(16)
Y
aunque estas hipótesis sobre la ideología del castellano todavía
hay que estudiarlas más a fondo, tenemos bastantes documentos que prueban
que «en interés de la realpolitik a los súbditos
de la monarquía universal española había que animarlos
a hablar español».(17)
Así, a partir de 1516, se suceden recomendaciones, sugerencias, ruegos
de que se enseñe a leer y escribir en castellano. En 1550, la primera
ley general sobre este problema (RI, ley xviij, Libro VI, Título I)
ordena que los sacristanes (como en España) enseñen esta lengua
a los niños indios, porque en sus idiomas no se pueden explicar «los
Misterios de nuestra Fe Católica sin cometer grandes disonancias ó imperfecciones».
Pero las órdenes de la Corona ( por razones que veremos de inmediato)
no fueron obedecidas. Ni en ese momento, ni más tarde. Así después
de muchos debates y no pocos conflictos entre misioneros y juristas, llegamos
a 1770, en que una Real Cédula de Carlos III convierte en «ilegales» a
las lenguas amerindias: «para que de una vez se llegue a conseguir que
se extingan los diferentes idiomas de que se usa en los mismos dominios, y
sólo se hable en castellano».(18)
Ahora bien, estos ideales lingüísticos contradecían por
completo la política oficial de la Iglesia Católica que promovía
la evangelización de los nativos (en América y otros dominios)
en sus propias lenguas. Postulado básico al que la corona española
tuvo que someterse, porque lo único que legitimaba la conquista de América
era la misión evangelizadora.
Leídas y releídas las bulas papales de Alejandro VI, único
título de propiedad de que dispusieron los Reyes Católicos y
sus sucesores sobre aquel enorme continente, los teólogos y juristas,
después de unos setenta años de debate, sólo se pusieron
de acuerdo en un punto: allí había herejes.(19) Convertirlos
a la fe cristiana era el deber que el «Vice-dios»(20) en
la tierra les había impuesto a estos monarcas «universales» y
campeones de la fe.
Pero esto, aunque fundamental para entender el problema básico, no explica
por qué no se hicieron más esfuerzos «oficiales» para
difundir el castellano. En realidad, no se podía. Los sacristanes,
indios o mestizos, no estaban capacitados para enseñar castellano a
muchos millones de personas, y los misioneros no querían. Aunque algunos
sostenían que los indios no tenían condiciones para aprender
una lengua europea, la gran mayoría no deseaba que sus protegidos (de
verdad lo eran) se corrompieran con el contacto con los españoles. Dejando
de lado las misiones jesuíticas, verdaderas fortificaciones militares
donde no podían entrar los europeos, hubo muchos intentos de crear sociedades
apartadas de los laicos(21) que
daban muy malos ejemplos, cuando no —como era manifiesto— explotaban
cruelmente a los indios.(22)
Y esto da forma al eterno doble discurso sobre América (una cosa es
evangelizar herejes, otra muy distinta es apropiarse de sus bienes,
tierras y de ellos mismos como fuerza de trabajo), también es el origen
del doble juego que se hizo con los idiomas: se mantuvieron las lenguas americanas
para la evangelización o para ciertos contactos orales, pero la cultura
escrita: leyes, documentos, estudios universitarios, libros, se hicieron siempre
en latín o castellano. Y esta última lengua, que terminó por
expandirse por la propia dinámica de la colonización, produjo «otra» cultura
española que, cuando la Madre Patria y sus hijas —ya
independientes— repartieron sus bienes, por razones que no resultan muy
claras, fue generosamente adjudicada a América. (Por las limitaciones
de este trabajo no puedo describir esa cultura transplantada al Nuevo Mundo,
pero es necesario apuntar que su desarrollo fue muy desigual y exclusivamente
urbano. No pueden compararse los niveles de educación de algunas ciudades,
con las amplias zonas rurales, cuyos habitantes, al final del período
colonial, eran analfabetos, como tampoco pueden extenderse las riquezas de
México o Lima (donde casualmente vivieron las grandes civilizaciones
precolombinas) con, por ejemplo, las del Río de la Plata. En ese extenso
espacio austral (Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Bolivia) se publicaron —en
los tres siglos coloniales—cuatro libros: tres en latín y una
traducción del francés.(23)
6.
Ahora bien, volviendo al tratamiento que tuvieron las lenguas y las culturas
que había en América cuando llegó Colón, debemos
decir que no nos consta de que hubiera habido por parte de las autoridades
españolas (reyes, consejeros de Indias, virreyes, gobernadores, etcétera)
ningún interés por respetarlas (fuera del ámbito que delimitamos).
Por el contrario, existen numerosas pruebas de que se obstaculizaban las tareas
evangelizadores (y lingüísticas) de los misioneros, y lo que aún
es más grave, que textos y traducciones de incalculable valor histórico,
antropológico y literario, se perdieron, se olvidaron o nunca fueron
impresos.
Dicho todo esto, estamos obligados a pensar que el problema de las lenguas
y la traducción en América se entendió de modos muy diversos.
Pero hubo, si se puede llamar así, dos grandes respuestas a la diversidad
y a la rareza de las lenguas americanas. La primera (y que en cierto modo continúa
hasta el presente y por eso la veremos al final) fue la de la sociedad civil:
conquistadores, colonizadores, autoridades (incluso eclesiásticas).
La segunda, más efímera, fue la de los misioneros: franciscanos,
dominicos, agustinos, jerónimos, mercedarios y jesuitas que llegaron
a América (como comunidades religiosas) entre 1502 y 1566.
Estos religiosos, al principio, empezaron a enseñar el catecismo por
señas, con dibujos, cuadros o métodos aún más expresivos,
como los gatos y perros que Jacobo de Testera (el gran defensor de los indios
ante Carlos V) hizo arder en un horno ante los ojos aterrorizados de sus potenciales
feligreses.(24) Y
también la confesión,
en esos primeros tiempos, se hizo mediante intérpretes. Pero esto, a
todas luces, no era coherente con las normas de la Iglesia. Ni la confesión
podía admitirse sin intimidad, ni los sacramentos podían impartirse
sin nociones básicas de lo que la religión católica considera
las verdades de la fe. Esto impulsó a los religiosos a estudiar a fondo
las lenguas del lugar, con paciencia conmovedora y con un rigor encomiable.(25) Así,
después de muchos esfuerzos, estuvieron en condiciones de escribir «artes» (gramáticas)
y «vocabularios» (diccionarios) de unas cincuenta de ellas y también
de traducir textos doctrinarios: breviarios, misales, diurnarios, horas, entonatorios,
procesionarios, que fueron (se han conservado muy pocos) los únicos
libros a los que tuvieron acceso los indígenas, y por esto su único
contacto escrito con la cultura y la civilización europeas.
Pero no vaya a pensarse que por su escaso número y su estricto contenido
religioso, estas obras tenían fácil y rápida divulgación.
En absoluto. En América no sólo estaban prohibidos los libros
de ficción («las historias profanas, fabulosas y fingidas»,
RI, Ley iiij, Libro I, Título XXIII) sino que el celo inquisitorial
llegó a hurgar en lo más hondo de los textos religiosos y también
en los vocabularios. Ciertamente, después de 1559, cuando la Inquisición
en España prohibió las Sagradas Escrituras en vulgar y bastantes
obras más, muchos de estos manuales (que contenían pasajes de
la Biblia a algunas lenguas ya desaparecidas) se destruyeron. Pero
la censura no se detuvo allí, ya convertida en pesadilla, exigió cada
vez más controles «filológicos» para ver si lo que
se decía en náhualt, tarasco u otomí respondía
a las «verdades de la fe». Así, el Concilio Primero Mexicano
de 1555, para evitar confusiones de los indios y «por errores de traducción,
mandó que se recogieran todos los sermonarios en lenguas de los indios
que en sus manos anduviesen, con la esperanza de darles más tarde otros
nuevos, ajustados a sus alcances, y (que) fuera de esto, cada ejemplar que
se entregara a un indio debía llevar la firma del sacerdote que se lo
ponía en sus manos».(26) Y
las Leyes de Indias de 1574, 1575 y 1584 (RI, Libro I, Título XXIIII)
extreman estas medidas.
Pero si todo esto resulta curioso, la inclusión de gramáticas
y diccionarios es en extremo sorprendente. ¿Qué horrores para
la fe cristiana podían contener? Y curiosamente lo mismo que se preguntaban
esos sagaces inquisidores es lo que hoy podría preguntarse un antropólogo
o un traductor modernos conocedores de lo que realmente fueron las culturas
amerindias. ¿Cómo decir en esas lenguas los conceptos de la fe
católica? ¿Cómo explicar a los mexicas,por ejemplo, la
idea de una deidad excluyente, asexuada e inmutable que (contrariamente a lo
que se pensó) también tenían un dios superior y único:
Huitzilópochtli, pero que era definido en estos términos : «dador
de la vida», «el que se está inventando a sí mismo», «el
Señor y la Señora de la dualidad»? ¿Cómo
explicar la idea de un dios excluyente en Mesoamérica, donde se respetaban
los dioses de los pueblos que sometían y a los que les habían
dedicado inclusive un templo: el Coateocalli, casa de distintos dioses?(27)
Sabemos muy poco de estas respuestas.(28) Y
el material que se conservó todavía está por analizarse.
Conocemos que algunos intérpretes adoptaron palabras castellanas o latinas
para los términos más difíciles y que otros optaron por
traducirlas con resultados, en algunos casos, inusitados. Así los tupinamba
terminaron por advertir a los misioneros que Tupan, el vocablo que habían
adoptado para Dios, era, para ellos, un genio de rango inferior, no
ese ser excelso del que hablaban los religiosos. O también conocemos
la equivocada recomendación de Juan de Zumárraga, obispo de México
entre 1528 y 1548, de que los traductores no usaran la palabra papa sino pontífice o pontifex para
que los indios no confundieron al santo padre con los sacerdotes paganos; precaución
innecesaria, porque los mexicas (de ellos se trataba) nunca habían llamado papa a
sus sacerdotes.(29)
7.
Ahora bien, si todo lo reseñado, aunque perdido, mutilado, destruido
y olvidado, puede ser calificado de grandiosa experiencia de traducción,
hubo algo aún más importante. Se trata de las traducciones que
algunos religiosos hicieron no de obras europeas, sino de textos de las desaparecidas
culturas americanas, sobre todo de Mesoamérica. Son trabajos del siglo
XVI y tienen hoy, para los americanistas, el mismo valor que la piedra de la
Rosetta.(30) Como
los templos, los monumentos, los códices y los libros fueron destruidos
en casi su totalidad, el difícil trabajo de reconstrucción del
pasado americano tuvo que hacerse a partir de cero, pero se vio muy favorecido
por el hallazgo, en bibliotecas
europeas o colecciones privadas, de códices o documentos que no sólo
contenían la historia prehispana y la de la Conquista (relatada por
los vencidos) sino también traducciones y anotaciones marginales que
permitieron decodificar y entender otros documentos.
El arte de interpretar códices pictográficos, de escritura jeroglífica
y prefonética (como la que utilizaban los mayas y los aztecas) se estudiaba,
antes de la llegada de los españoles, en escuelas especiales: los calmécac.
Después de la Conquista, estos centros de estudio desaparecieron y con
ellos la posibilidad de descifrar esos valiosos materiales. Sin embargo, y
esto es lo que nos interesa, algunos religiosos tuvieron acceso a ellos y,
ayudados por viejos sabios que conservaban en su memoria lo que significaban,
los tradujeron.
Aunque estas contribuciones al conocimiento del pasado americano fueron casi
siempre involuntarias —los religiosos, en rigor, querían saber
lo que allí se decía para combatir con mejores armas las «herejías»— su
proceder resultó valiosísimo. Lamentablemente, estos prodigios
ni los nombres de sus artífices figuran en ninguna historia de la traducción
ni en ningún ensayo que tenga como objeto definir la relación
del castellano con otras lenguas.(31)
Así como tampoco se recuerdan las únicas obras que describían
el mundo precolombino, que contaban la Conquista desde el punto de vista de
los conquistados o que contenían —por un riguroso conocimiento
de las fuentes— elementos de valoración de esas culturas. Mencionaré las
más importantes:
— Pláticas (Libro
de los Colloquios) de fray Bernardino de Sahagún. Escrito
en náhualt y castellano hacia 1530, fue encontrado en el
Archivo Secreto del Vaticano en 1924. Reproduce los debates religiosos
entre los doce franciscanos llegados a México en 1524 y
sabios aztecas.
— Historia
general de las cosas de Nueva España, también
de Bernardino de Sahagún. Escrita en náhualt y traducida
al castellano se editó por primera vez en 1829, en México
y Londres. La obra se había terminado de escribir en 1585
y fue encontrada en 1779 en un convento franciscano; otro manuscrito
apareció en la Biblioteca Laurenciana de Florencia, también
en el siglo XIX.
— Historia
de los indios de la Nueva España, de fray Toribio de
Motolinía. Escrita probablemente hacia 1540, se editó por
primera vez en Londres en 1848. Contiene referencias muy importantes
sobre la vida indígena antes de la Conquista.
— Memoriales,
también de Toribio de Motolinía. Se trata probablemente
de una primera versión del libro anterior. Fue escrita antes
de 1550 y se publicó en París en 1903. Contiene veintinueve
capítulos dedicados a las civilizaciones que se destruyeron
después de la llegada de Hernán Cortés.
— Historia
eclesiástica indiana de fray Jerónimo de Mendieta.
Obra escrita a finales del siglo XVI, se publicó por primera
vez en México en 1870. Contiene importantes observaciones
tomadas de fuentes originales sobre la vida del México prehispano.
— Relación
de las ceremonias y ritos, población y gobierno de los indios
de la provincia de Michoacán. Son textos que los ancianos
de Tzintzuntzan dictaron en lengua tarasca a un misionero, probablemente
fray Martín Jesús de la Coruña. También
tuvo que escribirse (y traducirse) en la primera mitad del siglo
XVI; se publicó, en cambio, en 1860.
— Historia
de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme de
fray Diego de Durán. Es la traducción literal del
llamado Códice Ramírez. Se redactó en el siglo
XVI y se publicó en 1867-1880, en México.
— Apologética
historia de las Indias de fray Bartolomé de las Casas.
También se escribió en el siglo XVI y fue publicada
por primera vez en 1904.(32)
Pero para comprender mejor el significado de estas obras, conviene detenerse
en una de ellas; seguramente la más importante: la Historia general
de las cosas de Nueva España de Bernardino de Sahagún. El
autor, franciscano, buscó primero «informantes» del país,
gente anciana que había memorizado, siguiendo las pautas de la educación
azteca, la historia de los antepasados. Estas personas dictaron textos que
abarcaban todos los aspectos que hoy tendría en cuenta cualquier historiador
o antropólogo contemporáneos: dioses y diosas, mitos, filosofía
moral, retórica, vida social, formas de gobierno y de comercio, arte
y artesanías e, incluso, lo que Jourdanet y Siméon (los editores
franceses) llamaron un «diccionario en acción». Reunido
todo ese material y con expertos de tres lenguas (latina, española y
náhualt) se corrigió y se redactó todo el texto en náhualt.
Existió siempre la colaboración y vigilancia de especialistas
americanos y para la información médica se recurrió a
viejos médicos de Tlatelolco. Ultimado esto, Sahagún tradujo todo al
castellano. En total cuarenta años de trabajo y doce volúmenes.
Veamos ahora la otra parte de su historia. Todos los sucios ardides que se
puedan imaginar para cercenar el trabajo intelectual están presentes
en ella: quitarle los amanuenses, trasladarlo, confiscarle los materiales,
dispersarlos por distintos conventos de México, devolvérselos,
volvérselos a confiscar. Y así hasta que Sahagún murió:
tenía noventa años y estaba escribiendo por cuarta vez su historia.(33)
Y hablamos de una obra que está considerada por todos los investigadores
como una pieza fundamental de la historia y la prehistoria de México
y, por supuesto, de una traducción (el texto es bilingüe) tan
rigurosa y metódica como pocas del siglo XVI.
8.
Vayamos
ahora a la otra respuesta frente al problema de las lenguas del llamado
Nuevo Mundo. Y quizás convenga empezar por el principio, por
Cristóbal Colón. El 12 de octubre de 1492, el descubridor
anotó en su diario: «Yo, placiendo a Nuestro Señor
llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a V. A.,
para que deprendan fablar.(34) Es
decir, para que aprendan a hablar. Los traductores franceses, confundidos
por estas palabras, pusieron: «para que aprendan a hablar español»,
pero se trató de un exceso de interpretación.
Veamos otros ejemplos. «Allí se quedaron quietos y nos hablaron.
Cuando un indio de estos se para delante del contrario y le habla,
no suele tener buenas intenciones».(35) Esta
afirmación es de
Ulrico Schmidel (Relación de la conquista del Río de la Plata
y Paraguay) que estuvo en América entre 1536 y 1554, es decir,
unos veinte años. Las siguientes son de Descripción general
del Paraguay de Félix de Azara, un ilustrado, que también
estuvo veinte años, entre 1781 y 1801, a tiempo de ver la destrucción
final de las misiones jesuíticas y casi el comienzo de los procesos
de independencia: «en verdad que sus esfuerzos (se refiere a los miembros
de la Compañía de Jesús) en esta parte no podían
tener el menor éxito con gentes que diferían poco de las bestias»,(36) o
también: «el guaraní (se refiere a las personas que hablan
esta lengua) carece de músculos para expresar los afectos del alma»; «su
idioma se parece a los gritos de perro».(37) Y
para terminar con esta primera, pero prolongada percepción de la incapacidad
mental de los pueblos americanos, citemos un testimonio de finales del siglo
XIX. Dice Marcelino Menéndez Pelayo en su Antología de poetas
hispano-americanos: «el fundamento de esta originalidad (se refiere
a la originalidad americana) más bien que en opacas, incoherentes y
misteriosas tradiciones de gentes bárbaras y degeneradas (...) ha de
buscarse en la contemplación de las maravillas de un mundo nuevo».(38) O
también al comparar O Lusiadas con La Araucana anota
este comentario: «Camoens tuvo todas las ventajas del argumento (el Oriente
misterioso y sagrado), Ercilla escogió como materia de su canto (...)
veinte leguas (...) habitadas por bárbaros sin nombre e historia, hasta
que él vino a darles la inmortalidad con sus versos».(39) Menéndez
Pelayo se refiere a los araucanos, que fueron combatidos con rigor y saña
y reducidos a la esclavitud entre 1608 y 1674 «por combatir la Iglesia
cristiana y rehusarle obediencia». (RI, Ley xvj, Libro VI, Título
II, 1679).(40)
Pero existieron también otras «ideas». Si los conquistadores
no podían «oír» lo que decían los habitantes
de las Indias, en cambio, creían entender. Auténtico «don
de lenguas» (si lo comparamos con los esfuerzos que tuvieron que hacer
los religiosos) y que produjo no pocas confusiones. Citemos, por ejemplo, ese
diálogo apócrifo que dio nombre a la península de Yucatán.
Los españoles desembarcaron allí y gritaron a algunos lugareños
que estaban en la orilla: —¿Cómo se llama este lugar? Los
hombres mayas contestaron: —Ma c´ubah tahn, es decir,
no entendemos vuestras palabras. Los recién llegados decidieron que
ese era el nombre del lugar: Yucatán, o sea, no entendemos nada.(41) Y
volvamos otra vez a Cristóbal Colón que como políglota
(hablaba genovés, portugués, castellano, latín y quizás
francés y catalán) podía entender que las semejanzas entre
las lenguas son siempre ilusorias. Pero no era su caso. Los tupíes,
el primer pueblo con el que tiene relación, le cuentan el terror que
sienten por los caribes, sus seculares enemigos. Colón entiende «canibas» y
esto reforzó su creencia de que está en las proximidades del
Gran Khan Kublay. Sostenido por esta ilusión envía una expedición
al interior y un emisario muy especial, el primer intérprete que conocemos
en América: «un Luis de Torres, que había vivido con el
Adelantado de Murcia, y que había sido judío y sabía diz
que hebraico y caldeo, y aun algo de arábigo».(42)
9.
Pero estas percepciones, unas equivocadas, pero justificables;
otras inconcebibles, se fueron corrigiendo, no por el convencimiento
de que el «otro» con
el que estaban tratando tenía algo digno de ser escuchado sino por la
propia dinámica de la conquista. Sin duda los recién llegados
necesitaban entenderse con los nativos, y si primero usaron señas, como
los religiosos, después lo hicieron hablando, directamente, o por medio
de los mencionados intérpretes o lenguas. Pero se debe a Hernán
Cortés la invención de este paso.
En el camino por Mesoamérica hacia México, los españoles
conocieron, por primera vez, sociedades urbanas, es decir, masas enormes de
individuos agrupados en ciudades con un abigarrado tejido social. La compleja
organización política, económica y militar del imperio
azteca obligó a Cortés, que se planteó (cosa increíble)
conquistar ese lugar, a buscar información, a dar información,
a pactar, buscar aliados. Y para todo esto necesitaba hablar y escuchar. Es
lógico, por lo tanto, que apenas desembarcado en Veracruz, buscara intérpretes.
Así hicieron su aparición en la historia de América, los
intérpretes de verdad, los que sabían las lenguas del conquistador
y las de los que serían conquistados. Y estos intermediarios verbales
dieron a Cortés mucha más fuerza que los ejércitos de
tlaxcaltecas y otros aliados con los que, finalmente, conquistó ese
enorme territorio. Si se observa con atención, el famoso conquistador
no tenía más poder real que una verborrea, dicen, imparable.
Y para traducirla no le era suficiente con un intérprete; utilizó tres:
Aguilar, doña Marina o Malinche y Orteguita. Cortés le hablaba
a Aguilar en castellano; Aguilar, que había vivido cautivo con los mayas
ocho años y sabía bastante bien esa lengua, traducía a
la Malinche que hablaba maya y náhualt ; doña Marina se dirigía
a los interlocutores aztecas en náhualt; Orteguita, finalmente, un muchachito
mexica al que le habían enseñado castellano, verificaba que lo
que se decía era lo que quería decir y escuchar Cortés.
De la labor de este equipo tan prometedor da buena cuenta Bernal Díaz
del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España.
En esa ficción, ejemplo no catalogado de la extraordinaria literatura
picaresca, hay una desgarradora escena que termina con la prisión de
Moctezuma. Y allí, el personaje de la Malinche hace una de las más
brillantes malas traducciones(43) con
que puede contar una historia espuria de la traducción. Sin embargo,
el narrador, en vez de comentarnos el error, lo alaba como si no fuera tal.
Y no sólo
esto: ese instante definitivo en el que la Malinche tergiversa la palabras
de unos y otros y manda al magnífico Moctezuma a su aposento y a la
muerte, es presentado al lector con un guiño de complicidad: «doña
Marina —dice Bernal Díaz a modo de elogioso resumen— era
muy entendida» .
¿Y
en qué era muy entendida la Malinche?, podemos preguntarnos.
En traducir bien, debemos convenir que no, porque dice una cosa por
otra. Obviamente, en interpretar, pero no palabras sino ficciones.
Es decir, en jugar al como sí de la traducción. Porque
doña Marina, a la que Octavio Paz dedicó un conmovedor
ensayo(44) fue
algo así como la madre de los intérpretes
americanos. Ella, como los de las leyes de Indias que se describieron
antes, eran indios, o más adelante, mestizos. Olvidados de
su propia cultura, corrompidos por un sistema que sólo se
pudo construir utilizándolos como instrumento de una comunicación
meramente utilitaria o como parte de un decorado en el que siempre
hicieron de comparsa. Esos intérpretes —necesarios para
construir y perpetuar un imperio— tuvieron un lugar en la legislación
y en la historia; los otros traductores, los de verdad, fueron condenados
a un respetuoso silencio.
10.
En
1985, Peter Russell se ve obligado a describir a los traductores
peninsulares en estos términos: ignorantes del griego, poco
conocedores del latín clásico, dependientes en sus
quehaceres y en sus teorías de italianos y franceses.(45) Uno
de los capítulos más brillantes de la historia
de la traducción española (de la que queda todo por
investigar) quedó sepultado por aquellas farragosas y mezquinas
teorías
con las que la Corona española pretendió justificar
la conquista de América. La codicia desenfrenada de unos pocos
no sólo hundió en la miseria a los pueblos de España
(véanse los múltiples estudios sobre las terribles
consecuencias económicas del «descubrimiento»),
no sólo hizo desaparecer de la historia a los pueblos de América,
sino que inventó para legitimarse una superchería tan
duradera que aún hoy intelectuales españoles y latinoamericanos
siguen repitiendo como si fuera verdad.
Porque si no hubo traducción de América, como queda sugerido
o quizás demostrado, ¿de dónde salió la historia
oficial de aquel continente? ¿Cómo pueden responder los americanos
a la obsesiva pregunta sobre la identidad si sus orígenes fueron sangre,
hogueras y secretos?
Traducir es reconocer que el «otro» (sea un individuo o una sociedad)
existe; es entrar en la dimensión oscura e insondable de la alteridad;
es admitir que nuestro pensamiento no es omnipotente sino más bien limitado
y confuso; es conocer, admirar y amar. Y, por encima de todo, traducir es descubrir.
¿Hubo,
entonces, traducción de América? No. Quinientos años
después del ocultamiento, todo nos obliga a pensar que quienes
habitaban aquellas tierras desaparecieron en el silencio.
NOTAS
(1) Recopilación
de Leyes de los Reynos de las Indias, mandadas a imprimir
y publicadas por orden de Carlos III en 1776. Las citas son de
la edición fascsímil de la reimpresión de
1791, 3 vols., Madrid, Consejo de la Hispanidad, 1943. En adelante
se llama a este texto RI.
(2) Véase
Richard Konetzke, América Latina, II Época colonial,
Madrid, Siglo XXI, 1976, pp. 106-116; Angel Rama, «La ciudad
escrituraria», en La crítica de la cultura en América
Latina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, pp. 3-18.
(3) Joan Corominas, Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos,
1976.
(4) Juan de Valdés, Diálogo
de la lengua, Madrid, Ebro, 1940, p. 45.
(5) Véase
Julio-César Santoyo, Teoría y crítica de
la traducción. Antología, Universitat Autònoma
de Barcelona, Escola Universitària de Traductors i Intèrprets,
1987, pp. 33, 35, 37, 43, 49, 51, 58, 63 y 69.
(6) Peter Russell, Traducciones
y traductores en la península ibérica, Barcelona,
Universitat Autònoma de Barcelona, Escola Universitària
de Traductors i Intèrprets, p. 28.
(7) Russell, op. cit., p. 25.
(8) Citado por George Steiner, Después
de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, México,
Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 289.
(9) Gianfranco Folena, «`Volgarizzare´e
`tradurre´», en La traduzione, saggi e studi,
Trieste, Edizione Lint, 1973, pp. 61-62.
(10) Steiner, op. cit., p. 289.
(11) Antonio Houaiss, «La pluralidad
lingüística», en América Latina en su
literatura, México-París, Siglo XXI-UNESCO, 1972,
p. 43.
(12) Pagar con las setenas quiere decir: «sufrir
un castigo superior al que hubiere recibido o a la culpa cometida».
(13) Citado por Anthony Pagden, El
imperialismo español y la imaginación política,
Barcelona, Planeta, 1991, p. 96.
(14) Padgen, op. cit., p. 96.
(15) Santoyo, op. cit., p. 50.
(16) Valdés, op.
cit., p. 36.
(17) Padgen, op.
cit., p. 97.
(18) Citado por Konetzke, op.
cit., p. 203.
(19) Véase «Desposeer al
bárbaro. Derechos y propiedades de la América española»,
en Padgen, op. cit.
(20) La expresión es del jurista
y miembro del Consejo de Indias, Juan de Solórzano.
(21) Ramón Gutiérrez: «Utopías
religiosas y políticas en el urbanismo y la arquitectura americanos»,
en Summarios, Biblioteca Sintética de Arquitectura,
n. 100-101, Buenos Aires, 1986, pp. 9-17.
(22) Sobre la explotación y el
genocidio de la población americana véanse las cifras
de la escue1a demográfica de Berkeley, en Konetzke, op.
cit, pp. 92-98; también Laurette Séjourné, Antiguas
culturas precolombinas, Madrid, Siglo XXI, 1976, pp. 63-84;
y los datos que recoge Tzvetan Todorov, La conquista de América.
El problema del otro, México, Siglo XXI, 1987, pp. 137-156.
(23) Juan María Gutiérrez,«Catálogo
de libros didácticos publicados en Buenos Aires de 1790 a
1867», en Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública
Superior en Buenos Aires, Buenos Aires, La Cultura Argentina,
1915, p. 385-418.
(24) Robert Ricard, La conquista
espiritual de México, México, Fondo de Cultura
Económica, 1986, p. 193.
(25) Véase una descripción
bastante amplia de cómo los misioneros aprendieron las lenguas
amerindias en Vicente Quesada, La vida intelectual en la América
Española durante los siglos XVI, XVIIy XVIII, Buenos
Aires, La Cultura Argentina, 1917, pp. 79-107.
(26) Ricard, op. cit., p. 133.
(27) Referencias tomadas de Miguel León-Portilla, Visión
de los vencidos, México, UNAM, 1989, pp. 171-205.
(28) Todorov hace reflexiones muy interesantes
sobre los problemas de estos traductores, op. cit., pp.
211-254.
(29) Citado por Ricard, op. cit.,
p. 131.
(30) Séjourné: op.
cit., p. 250. También Diego de Durán, Historia
de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme,
México, J. M. Andrade y F. Escalante, 1867-1880, Apéndice
de Alfredo Chavero, tomo 11, pp. 3-14.
(31) Es curioso que en una recopilación
bibliográfica sobre el tema (Julio-Cesar Santoyo, Traducción,
traducciones, traductores. Ensayo de bibliografia española,
Universidad de León, Servicio de Publicaciones, 1987) no figure
ningún artículo ni libro sobre esta cuestión;
tampoco se hace referencia a este rico periodo de traducciones españolas
en la importante antología de textos sobre la traducción compilada
por el mismo autor.
(32) Ricard, op. cit., pp. 52-53, 109-138;
Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhualt,
México, UNAM, 1985; Joaquín García Icazabalceta, Bibliografia
mexicana del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica,
1958; para las fechas de edición: Antonio Palau y Dulcet,Manual
del librero hispano-americano, 36 vols., Barcelona, Librería
Palau, 1966.
(33) Ricard, op. cit., pp. 109-115.
(34) Citado por Todorov, op.
cit, p. 38.
(35) Ulrico Schmidel, Relatos
de la conquista del Río de la Plata y Paraguay, Madrid,
Alianza, 1990, p. 104.
(36) Félix
de Azara, Descripción general del Paraguay, Madrid,
Alianza, 1990, p. 153.
(37) Azara, op. cit., p. 145.
(38) Marcelino Menéndez Pelayo, Antología
de la poesía hispanoamericana, Madrid, RAE, 1927, tomo
1, p. IX.
(39) Menéndez Pelayo, op.
cit., tomo IV, pp. VIII-IX.
(40) Konetzke, op. cit., p.
158. Véase también RI, Ley xvj, Libro VI, Título
II, del 12 de junio de 1679.
(41) Citado por Hernán Cortés, Cartas
de relación, Madrid, Calpe, 1922.
(42) Citado por Todorov, op. cit.,
p. 38-39.
(43) Veamos el texto: «Y desde
que Juan Velázquez de León y los demás capitanes
vieron que se detenía con él [Cortés seguía
hablando con Moctezuma] y no veían la hora de haberlo sacados
de sus casas y tenerolo preso, hablaron a Cortés algo alterados
y dijeron: —¿Qué hace vuestra merced con tantas
palabras?. O lo lllevamos preso o darle hemos de estocadas. Por eso
tórnele a decir que si da voces o hace alboroto que le mataremos,
porque más vale que de esta vez aseguremos nuestras vidas
o las perdamos. Y como Juan Velázquez lo decía con
voz algo alta y espantosa porque así era su hablar, y Moctezuma
vio a nuestros capitanes como enojados, preguntó a doña
Marina que qué decían con aquellas altas palabras,
y como doña Marina era muy entendida, le dijo:—Señor
Moctezuma, lo que yo os aconsejo es que vais luego con ellos a su
aposento, sin ruido alguno, que yo sé os harán mucha
honra, como gran señor que sois y de otra manera aquí quedaréis
muerto, y en aposento se sabrá la verdad.» En Bernal
Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista
de Nueva España, París-Buenos Aires, Sociedad
de Ediciones Louis-Michaud, no consta año de edición,
tomo 11, cap. XCV.
(44) Octavio Paz, «Los hijos de
la Malinche», en El laberinto de la soledad, México,
Fondo de Cultura Económica, 1972, pp. 78-107.
(45) Russell, op. cit., pp.
56-62.