Tomar la decisión de enfrentarme a la traducción de los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel fue un proceso lento. Había trabajado en clase algunos capítulos con mis alumnos de traducción literaria y, seducido por el reto de semejante monumento lingüístico, me decidí a iniciar una tesis doctoral sobre la traducción de los juegos de palabras de Rabelais. Tras dos años de clasificar sus centenares de juegos de palabras y de cotejar las traducciones de cada uno de ellos que daban los diez traductores al castellano, así como de leer todo lo que encontré sobre traducción de juegos de palabras y paremias, llegué a la conclusión de que no me merecía la pena teorizar algo muy difícil de sistematizar y que me estaba pidiendo a gritos que intentase darle soluciones prácticas. Me negué a llenar folios con voquibles que con frecuencia resultan vacíos, a hacer clasificaciones de lo que prácticamente es un mar de casos particulares. Pensé que el movimiento se demuestra andando y que era mucho mejor ponerme a traducir que ensartar términos técnicos que con frecuencia dicen muy poco y que, desde luego, no sirven para traducir. Como el texto era un bocado tentador, un auténtico reto, un goloso desafío que prometía mil delicias, no sólo en cuanto a sus juegos de palabras, sino que todo él era una auténtica fiesta del lenguaje, me puse al trabajo con el bagaje de los dos años de reflexión sobre cómo traducirlo, pensando que ésa era la mejor «tesis» posible sobre el tema. Así pasé los siguientes tres años, peleándome con el texto, sentado ante mi mesa de trabajo cuatro horas cada mañana, y dándole vueltas en la cabeza el resto del día, porque, si bien muchos problemas se iban solucionando a base de diccionarios, consultas on line o elaborando listas de sinónimos y palabras afines, a la búsqueda de material para reconstruir alguna filigrana lingüística, en muchas ocasiones el problema se resistía y lo llevaba encima durante días, rumiándolo obsesivamente (agradezco aquí la paciencia de muchos amigos traductores que padecieron mis continuas consultas), hasta que de pronto llegaba la inspiración, en el metro, por ejemplo, y entonces sacaba rápidamente la libreta que llevaba siempre conmigo al efecto y tomaba nota. Por otra parte, hube de hacer mucho trabajo de campo consultando a fieles asesores, a quienes también he de agradecer su paciencia: tengo un hermano que es un sabio en el terreno de la antigua navegación a vela, con quien discutí cada maniobra naval que aparecía en el texto, un cuñado catedrático de medicina que me asesoró constantemente en cuanto a la exactitud de cada término de medicina antigua, un amigo catedrático de griego me ayudó cada vez que dudé ante términos de esa lengua, y recurrí a un montón de gente de los más variados campos del conocimiento, entre los que citaré, como representante de todos ellos, al simpático presidente de una asociación de cetreros aragonesa que, sin conocerme de nada, por teléfono, se prestó en varias ocasiones a asesorarme sobre los términos de su afición. Sin él ¿cuánto tiempo me habría costado encontrar términos como «tullidura, curalle, borní, niego, pihuela, rejitar, zahareño, canelada, lonja o terzuelo», la mayoría de los cuales no aparecen en los diccionarios bilingües? Y no quisiera olvidar algo que me fue de gran ayuda: trabajar durante años en una obra de esa magnitud significaba una travesía del desierto que no convenía hacer sin retroalimentación, so pena de perderme. Pensé que sería bueno tener un lector que representase a mi público ideal, un público no especialista, pero culto y buen lector, y pedí a un amigo que cumplía esos requisitos que me fuera leyendo y dando su opinión a medida que yo traducía. Así, durante esos tres años, cada vez que yo tenía quince o veinte capítulos más, quedábamos, yo le entregaba la nueva remesa y él me comentaba la anterior: si las introducciones a cada capítulo mantenían el equilibrio entre no ser demasiado eruditas y ser lo suficientemente orientadoras, sobre el nivel y comprensibilidad de la lengua, sobre los efectos... Eso fue una ayuda impagable que me animaba a continuar, dándome la seguridad de que no estaba desbarrando.
Por otra parte, según iba avanzando, comencé a preguntarme a qué editor podría ofrecerle aquel trabajo, y a comentarlo con mis amigos traductores. Tuve suerte: un día, uno de los amigos con quienes había hablado del asunto me dijo que se había encontrado con Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado, y que le había dicho que buscaba un traductor para los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel. Le llamé por teléfono y acordamos que le mandaría una maqueta con lo que tenía traducido, incluyendo mi proyecto de edición. Así le envié los veinte capítulos que tenía acabados, con sus correspondientes introducciones, y unos días después firmamos el contrato.
Al ponerme manos a la obra, para tener claro qué tipo de traducción quería hacer, comencé por intentar dar respuesta a una pregunta que me inquietaba desde hacía tiempo. ¿Por qué, si todo el mundo reconoce que Rabelais es un grande, un autor canónico, casi nadie lo ha leído en España? ¿Por qué sigue siendo un gran desconocido del que, fuera de medios universitarios especializados, no se saben más que cuatro tópicos sobre comilonas y orines en París? ¿Por qué casi todo el mundo ignora su importantísima vertiente humanista, su condición de compendio del Renacimiento? ¿Cómo se explica eso tratándose de una obra hilarante, interesantísima y magníficamente escrita?
Una primera explicación radica en lo tardíamente que se tradujo en España. En efecto, el carácter crítico con la Iglesia romana de la obra de Rabelais, así como su desenfado y su lado procaz, carnavalesco, hizo que ya desde su publicación tuviera problemas con la censura, muy especialmente en los países católicos. Téngase en cuenta que mientras Rabelais escribe, se está desarrollando el Concilio de Trento, lo que va a llevar a una rápida inclusión en el Índice. En consecuencia, mientras que en los países protestantes se traduce muy pronto, en los países católicos tarda siglos en ver la luz. Baste constatar que la traducción alemana de Gargantúa, de Johann Fischart, aparece en 1575; la inglesa, obra de Thomas Urquhart, en 1653; la holandesa, obra de Nicolaas Jarichides Wieringa, aparece en 1682 firmada con el seudónimo de Claudio Gallitalo. Sin embargo, habrá que esperar hasta 1886 para que aparezca la traducción al italiano de Gennaro Perfetto, firmada con el seudónimo de Janunculus; hasta 1905 para que se publique la traducción castellana de Eduardo Barriobero y Herrán; y hasta 1918 para que vea la luz la traducción catalana de Lluís Deztany, quien ya había publicado, en 1909, su traducción de la Pantagrueline prognostication.
Una segunda explicación se encuentra en el hecho de que la mezcla de lo soez con lo más elevado (Mijaíl Bajtín señala que Rabelais no veía sacrilegio en mezclar excrementos con lo divino), de lo culto con lo popular, de la risa con las más profundas reflexiones, del realismo con una desbordante imaginación, que no sorprendía en el siglo XVI, ha producido ya desde el siglo XVII, desde el clasicismo, un efecto de distanciamiento. Baste recordar aquí la descalificación que hace La Bruyère (1690, 91): «Marot et Rabelais sont inexcusables d'avoir semé l'ordure dans leurs écrits : tous deux avaient assez de génie et de naturel pour pouvoir s'en passer». La mezcla de géneros choca con la mentalidad clásica y produce un rechazo que, con algunas excepciones (Hugo, Balzac, Flaubert, por ejemplo), va a durar hasta comienzos del siglo XX.
Una tercera explicación es la existencia de un persistente prejuicio contra la risa, considerada como un género de segundo orden, que se suma al prejuicio contra esas «bagatelas infantiles» consistentes en juegos de palabras y cabriolas lingüísticas que desde el clasicismo, para el que todo lo que embrolla o hace ruido en la transmisión del mensaje es un defecto, están mal vistos. Pero, justamente, el texto de Rabelais niega la univocidad del lenguaje y se complace en juegos de palabras, homonimias, dobles sentidos, enigmas, ambiguos oráculos y elogios paradójicos, hasta el punto de que la polisemia es vertebral en su obra. Lazare Sainéan (1923, II, 407), refiriéndose a los «jeux d'esprit», escribe: «Tout en réagissant contre ce travers des écrivains de son époque, Rabelais ne manque pas de tomber lui-même dans le même excès : son roman en offre ainsi la parodie et l'exemple». No sería descabellado pensar que ese gusto rabelaisiano por la polisemia y el doble sentido, esa tendencia a negar la univocidad de la lengua, tiene algo que ver con su crítica a la propensión de la Iglesia Católica a dar interpretaciones cerradas de los textos bíblicos. (No olvidemos que los franciscanos le retiraron sus libros griegos: la Biblia había de leerse en la versión oficial, la de San Jerónimo, la Vulgata). Véase si no el comentario de François Rigolot en su Les langages de Rabelais (1996, 3):
Si Rabelais a pu devenir, sous la plume des critiques les plus avertis, tour à tour libre-penseur, athée, chrétien évangélique, royaliste et révolutionnaire, on peut se demander s'il n'existe pas dans son œuvre une plasticité sémantique qui justifie la pluralité des interprétations. Le lecteur ne serait-il pas convié, tout comme Panurge au Tiers Livre, à interroger des autorités qui offrent des réponses ambiguës qui ne pourront jamais satisfaire la soif de certitude absolue qui est celle de l'interrogateur?
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Teniendo en cuenta todo lo anterior, no son de extrañar comentarios como el que hace Voltaire en sus Lettres philosophiques (XXII):
Rabelais, dans son extravagant et inintelligible livre, a répandu une extrême gaieté et une plus grande impertinence ; il a prodigué l'érudition, les ordures et l'ennui ; un bon conte de deux pages est acheté par des volumes de sottises.
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Tal vez todo ello haya propiciado que Rabelais sea el menos conocido y menos leído de los grandes clásicos de la literatura universal, y que en España sea un absoluto desconocido a pesar de que, tras el largo paréntesis que como consecuencia de la guerra y sus secuelas siguió a la publicación de la traducción de Barriobero (Gargantúa, editado en 1905 por López del Arco; las obras completas aparecieron en 1923, editadas por Manuel Aguilar), a partir de mediados de los años sesenta han proliferado sus traducciones: nada menos que diez para Gargantúa, si contamos la reedición de la de Barriobero. En 1963, al calor de la tímida apertura política, Edaf reeditó la traducción de Eduardo Barriobero. En 1965 apareció la de Juan G. de Luaces (Plaza & Janés), que incluye los cinco libros, se presenta como «versión», omite a destajo, en ocasiones páginas enteras, y carece de notas. En 1969, Planeta edita los cinco libros en traducción de Alfredo Darnell, ya de mayor calidad, aunque el traductor está más atento a la literalidad que a los efectos, y neutraliza los juegos de palabras, anotándolos o sin anotarlos, lo que a veces produce absurdos, o se limita a dejarlos en francés. En 1975, aparecen dos nuevas traducciones de los cinco libros, la de Teresa Suero y José Mª Claramunda (Bruguera) y la de J. F. Vidal Jové (Zeus), que será la última de los cinco libros hasta la aparición de la mía (Acantilado, 2011). Tras la de Vidal Jové se han publicado traducciones del primer y el segundo libros: las de Antonio García-Die Miralles de Imperial publicadas en Juventud de Gargantúa (1972) y de Pantagruel (1975), las de Juan Barja de Quiroga de Gargantúa y de Pantagruel (Akal, 1986 y 1989), así como la de Camilo Flores Varela Gargantúa (Alianza Editorial, 1992), y la de Gargantúa, de Íñigo Sánchez-Paños (Hiperión, 1986), que es ya una traducción con afán de precisión, bien documentada y profusamente anotada, pero que tiende a neutralizar los juegos traduciendo por el sentido recto y anotando. Finalmente, Alicia Yllera ha publicado los cuatro primeros libros (Cátedra, 1999, 2003, 2009, 2011), con un aparato de notas apabullante. Cabe también recordar la traducción de Francisco Ugarte y Pagés, de los cinco libros (Sopena, Buenos Aires, 1943).
Tras consultar todas las traducciones y ediciones españolas, llegué a la conclusión de que muy pocas son completas, muchas son deficientes, casi ninguna hace el esfuerzo de traducir juego de palabras por juego de palabras (la obra de Rabelais está plagada de ellos), efecto por efecto y, sobre todo, se constata que están muy poco anotadas, lo que hace difícil la cabal comprensión del texto para el lector no especialista, o lo están en exceso, lo que produce una lectura trabajosa que elimina el placer de leer a Rabelais.
Faltaba pues una edición completa de los cinco libros, rigurosamente respetuosa con el texto, que trasvasase tanto el contenido como la forma, que no tradujese palabra por palabra sino sentido por sentido y efecto por efecto, de forma que un buen lector no especialista en el siglo XVI pudiese acceder con facilidad al espíritu de la obra, tanto en su vertiente cómica y de aventuras como en su vertiente satírica y humanista, sin impedir por ello una lectura fluida, placentera, que permitiese gozar de los fuegos artificiales de la lengua que organiza Rabelais.
Se trataba, pues, para mí, de buscar un doble equilibrio entre fidelidad y legibilidad, entre aportar los necesarios datos para una buena comprensión y permitir al lector una lectura fluida y agradable, condición indispensable para paladear la magia verbal de Rabelais. Porque esa magia es elemento clave en la obra que nos ocupa: la increíble riqueza de su lengua, su enjundia, su frescura, el colorido de su verbo, su formidable inventiva lingüística, sus continuos juegos de palabras y cabriolas con el idioma, sus cambios de registro, sus jergas de toda laya, sus aliteraciones, series onomatopéyicas, paronomasias, deformaciones chuscas, parodias de hablas, latines macarrónicos y toda clase de maravillas verbales son medulares en la obra. Como escribe Caridad Martínez (1997, 106): «para Rabelais, el lenguaje no es sólo un instrumento, sino objeto de principal interés: él es la materia, el tema, el contenido, el argumento y hasta el principio generativo y estructural del ciclo completo de su obra». Ante un texto como el que nos ocupa, tan potente lingüísticamente, una fidelidad reverencial en la traducción resulta destructiva. Un texto así exige creatividad para reproducir su música y sus efectos sobre el lector: extrañeza, ritmo, melodía, sorpresa, asombro, risa, sonrisa, con todos sus matices.
Para conseguir ese equilibrio tomé la decisión de no interrumpir la lectura colocando notas cada dos por tres, de no meter la zancadilla al lector a cada momento, de manera que pudiese así disfrutar del ritmo y la maravilla de la lengua con plena comprensión de su intención, y decidí sustituir las notas por una pequeña introducción a cada capítulo, una «guía de lectura», una especie de delantal que, de la manera más amena y sucinta posible, sin caer en una pesada erudición, aportase las imprescindibles pistas para una buena comprensión: alusiones soterradas, contextos que iluminan el texto, intertextos, polémicas religiosas, políticas o filosóficas que están detrás de este o aquel episodio. Así pues, ni una sola nota a pie de página, pero sí pequeñas introducciones, fáciles de leer, a cada capítulo, que permitiesen leerlo después con plena comprensión y sin interrupciones.
Se trataba, en resumen, de evitar la sensación de «arqueología» haciendo accesible el texto sin aburrir ni cansar, de permitir que se entiendan las alusiones, de hacer posible que se pueda captar todo el humanismo subyacente sin que la comicidad lo ahogue y, recíprocamente, sin que el humanismo oculte la comicidad, todo ello sin echar a perder el esplendor de la lengua rabelaisiana. El lector de hoy debe deleitarse como se deleitaba el lector de la época y como se ha deleitado el traductor traduciéndola, es decir, leyéndola exhaustivamente.
Lo anterior significa, en el texto, producir una traducción tan atenta a la fidelidad semántica como a la fidelidad formal, tan cuidadosa con el contenido como atenta al efecto, dando prioridad en cada momento a lo que resulta más pertinente, buscando el equivalente más adecuado a la intención de Rabelais, una traducción que reproduzca lo desmesurado de forma austera, sin sobreescritura, una traducción mesurada en la desmesura.
Perrot d'Ablancourt, en la dedicatoria al señor Conrart de su traducción al francés de Historias verdaderas, de Luciano de Samosata, publicada en 1654, para defenderse de los ataques que tachaban sus traducciones de «belles infidèles», decía que si el texto no agradaba no era Luciano. Nada más exacto. Y Luciano es una gran fuente de inspiración para nuestro autor. Rabelais tiene que agradar: si no tiene gracia, no es Rabelais. Por supuesto, no se trata de seguir a D'Ablancourt en aquello de «no me atengo a las palabras del autor, ni siquiera a sus pensamientos», sino de guardar el efecto que el autor intentó producir en la mente observando cuidadosamente la fidelidad semántica y formal. No se trata de traducir palabra por palabra, sino sentido por sentido y para conservar ese sentido en su integridad hay que traducir efecto por efecto, cabriola lingüística por cabriola lingüística, tono por tono, registro por registro, sabor por sabor, porque las palabras tienen sabor. Todo ello sin perder de vista sonoridades, aliteraciones, ritmos, empleo de dialectalismos, neologismos cultos, refranes, sabrosas locuciones, pasando de la grosería carnavalesca de unos pasajes a la elevación de otros con la misma naturalidad con la que lo hace Rabelais.
Una vez tomada la decisión de traducir efecto por efecto, hay que ser consciente de que en Rabelais los efectos se producen en diferentes niveles. Comentaremos los tres que nos parecen más importantes:
En primer lugar, en el nivel del vocabulario, puesto que la elección de las palabras es muy cuidadosa en la obra de Rabelais:
Por un lado, introduce gran cantidad de neologismos (estamos en pleno Renacimiento, momento en el que se intenta elevar el francés a la categoría literaria del latín). El efecto que esos neologismos producían sobre el lector de la época es irreproducible, puesto que la mayoría de los escasos lectores del momento sabía latín y, además, muchos de esos neologismos son hoy palabras de uso común. Citaremos un ejemplo que nos es cercano: Francisco de Quevedo, para burlarse de los neologismos que introducía Góngora, escribió unos versitos satíricos titulados Receta para hacer soledades en un día:
Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri (aprenderá) gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica armonía;
poco, mucho, si no, purpuracía,
neutralidad, conculca, erige, mente,
pulsa, ostenta, librar, adolescente,
señas traslada, pira, frustra, arpía;
cede, impide, cisuras, petulante,
palestra, liba, meta, argento, alterna,
si bien disuelve émulo canoro.
Use mucho de líquido y de errante,
su poco de nocturno y de caverna,
anden listos livor, adunco y poro.
Que ya toda Castilla,
con sola esta cartilla,
se abrasa de poetas babilones,
escribiendo sonetos confusiones;
y en la Mancha, pastores y gañanes,
atestadas de ajos las barrigas,
hacen ya cultedades como migas.
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Un simple repaso a las palabras que a Quevedo le parecen mostrencas y dignas de risa nos muestra hasta qué punto Góngora estaba enriqueciendo el castellano. ¿Qué hacer hoy ante los neologismos de Rabelais a la hora de traducir para conservar la «otredad» del texto, su «extrañeza»? Puede haber muchos recursos, según cada caso. Por ejemplo: si «juventud» no es hoy un neologismo y su efecto sobre el lector es «neutro», por decirlo de alguna forma, podríamos compensarlo y recuperar su efecto «extrañeza» traduciéndolo por «mocedad», que era la palabra usual en la época.
Por otro lado, Rabelais busca una lengua sabrosa seleccionando palabras «coloridas» marcadas por su sonoridad, su carácter popular o erudito, su expresividad... Reproducir esa variada y matizada paleta, ese brillo lingüístico exige una aquilatada elección de los sinónimos equivalentes, que no sólo deben reproducir esas características sino, además, producir globalmente esa sensación de «otredad», de texto antiguo (que no arqueológico), no totalmente domesticado. Si se me permite una observación personal, realizada a posteriori, cuando ya tenía el trabajo muy avanzado, diré que un día caí en la cuenta de que estaba echando mano de vocabulario de hace cien años: palabras que me venían de mis lecturas de juventud, de la generación del 98, para las cultas, y del vocabulario de mi abuela y sus amigas, coetáneas de la generación del 98, para el vocabulario familiar. Los autores del 98, para poner un ejemplo simple, preferían escribir las precisas «alcor, teso, altozano, otero, cerro, atalaya» a escribir el manido «colina». De la misma manera, mi abuela nunca me habría llamado «vago» o «tonto», demasiado descalificatorios, prefería los más aquilatados «haragán, gandul, zángano, holgazán, baldragas» o «zopenco, mastuerzo, mentecato, zote, sandio, atolondrado». Un vocabulario, pues, no arqueológico, pero sí colorido y con sabor añejo, que no viejo.
La pasión por las palabras lleva a Rabelais a recrearse empleando también términos de campos especializados (medicina, hípica, cetrería, armería, farmacopea, navegación a vela, sofística, alquimia, derecho, fortificación, ornitología, heráldica) enhilándolos a veces en retahílas o en minuciosas descripciones y enumeraciones, en un ejercicio de puro deleite lingüístico. Ahí es importante, una vez más, la cuidadosa exactitud del trasvase, con especial atención las sonoridades y a los sabores. Daremos un ejemplo de esas cascadas de sinónimos o términos afines que tanto gustan al autor. Se trata de los insultos que los pasteleros de Lerné dedican a los pastores:
les oultragerent grandement, les appellans Trop diteulx, Breschedens, Plaisans rousseaulx, Galliers, Chienlictz, Averlans, Limessourdes, Faictneans, Friandeaulx, Bustarins, Talvassiers, Riennevaulx, Rustres, Challans, Hapelopins, Trainneguainnes, gentilz Flocquetz, Copieux, Landores, Malotruz, Dendins, Baugears, Tezez, Gaubregeux, Gogueluz, Claquedans, Boyers d'etrons, Bergiers de merde et aultres telz epithetes diffamatoires... (Gargantúa, XXV)
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La traducción ha de buscar insultos equivalentes tanto en el contenido como en lo abigarrado y colorido, de forma que se obtenga una catarata de insultos con sabor especial y que cree cierto ritmo a base de salpicar el texto de terminaciones repetidas, como ocurre en el original:
los ultrajaron grandemente, tratándolos de charlatanes, dientes verdes, pelirrojos ridículos, bellacos, meacamas, golfos, farsantes, gandules, tunantes, tripones, fanfarrones, hampones, patanes, bergantes, chupones, matasietes, pisaverdes, taimados, holgazanes, pobres diablos, lerdos, trapaceros, alfeñiques, socarrones, fatuos, desarrapados, boyeros de zurullos, pastores de mierda y otros tales epítetos difamatorios...
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Otra vertiente de la pasión verbal de Rabelais radica en la invención de los nombres propios, muchos de ellos significativos. En ese caso, puesto que tienen una intención cómica, burlesca o descriptiva, es forzoso traducirlos. Así, he traducido «Grandgossier» por «Grangaznate», «frère Jean des Entommeures» por «el hermano Juan de los Chirlos», «le seigneur de Humevesne» por «el señor de Husmeacuesco», «Janotus de Bragmardo» por «Pichote de Braguetardo», y aparecen, entre muchos otros, los duques de Tornamuela, de Bajonalgas y de Ajopicado, así como al príncipe de Sarnas y el vizconde de Ladillas. Los nombres griegos como Ponócrates (el trabajador) o Eudemón (el bien dotado) han quedado en griego, aunque señalando su significado en la introducción del capítulo en que aparecen por primera vez, porque marcan bien, frente a los otros, la presencia de dos registros muy diferentes.
En fin, se trata de no neutralizar la infinita variedad y calidad del vocabulario rabelaisiano, de conservar su chispa, su sabor y su gracia, todo ello imprimiendo al conjunto una pátina de texto antiguo pero sin perder frescura, siempre sin caer en el pastiche de la lengua del siglo XVI. Más arriba he hablado de la lengua de la generación del 98; a ello añadiría el empleo de sinónimos arcaizantes, salpicados aquí y allá, comprensibles para el lector y bien dosificados. Pondré dos ejemplos: si uso «encomio» en lugar de «elogio, alabanza, aplauso», añado «extrañeza» pero sin dificultar la comprensión, puesto que la familia sigue viva (encomiable, encomiástico, encomiar). Lo mismo puede decirse de «copia» en lugar de los usuales «cantidad, abundancia», puesto que la familia (acopio, copioso, acopiar) sigue viva. Es cuestión de que el lector perciba qué texto tiene en las manos, su «otredad», y ello sin cargar, procurando el equilibrio con la domesticación. Como decía John Rutherford, traductor al inglés de El Quijote, La Regenta y Las cantigas, en la conferencia que pronunció en la cuarta edición de El Ojo de Polisemo, el encuentro anual organizado por ACE Traductores en junio de 2012 en Barcelona, «ser demasiado modesto es uno de los mayores errores que puede cometer el traductor». El traductor no ha de amilanarse, no ha de plegarse a lo literal, ha de buscar valientemente reproducir los efectos del original con los instrumentos de la lengua de llegada. Esa es la única manera de no producir el revés del tapiz del que hablaba Don Quijote en la imprenta de Barcelona, la única manera de acercarse a reproducir el tapiz original con la urdimbre y los hilos del castellano, por el derecho.
Un segundo nivel es el de las cabriolas lingüísticas de nuestro autor, que son variadísimas. A riesgo de resultar prolijo, me apoyaré en ejemplos prácticos de mi traducción para que quede claro lo que quiero decir, porque no me gusta hablar de estas cosas en términos teóricos que, tratándose de algo tan práctico como la traducción, con frecuencia resultan hueros; no quisiera entrar en la categoría que denuesta Rabelais con el título de uno de los libros que coloca en la Biblioteca de Saint-Victor: «Antipericatametanaparbeugedamphiperoraciones de los tocacojones». Por ordenar de algún modo algunos de los innumerables tipos de cabriolas que se encuentran en Gargantúa y Pantagruel, comenzaré por dar algún ejemplo de las que consisten en una sola palabra que, de una manera u otra (homonimia, polisemia, paronomasia, palabra maleta), encierra un segundo sentido, además del recto. Ante esos casos, el traductor, en ausencia de una palabra que abarque ambos sentidos en la lengua de llegada, puede tener la tentación de elegir uno de ellos, perdiendo así sentido y efecto en su texto. No obstante, casi siempre es posible encontrar una solución, jugar el mismo juego con las cartas de la lengua de llegada, o aproximarse a él.
En el capítulo XXXII de Pantagruel, en el que el narrador viaja por el interior de la boca del descomunal Pantagruel, el primero dice: «y veiz de grands rochiers comme les mons des Dannoys (je croy que c'estoient ses dentz)» [vi allí grandes roquedales como los montes de los daneses (creo que eran sus dientes)]. La broma de mentar unos montes «de los daneses» se explica porque la primera sílaba de ese nombre se pronunciaba como «dents» [dientes]. Traducir literalmente al castellano no tendría sentido, sería una traición al autor, porque la intención de Rabelais al elegir ese nombre, evidentemente, no es hablar de unos supuestos montes de Dinamarca, sino otra muy diferente. Así, resulta mucho más fiel ser creativo, inventar otros montes que conserven el juego y el efecto: montes «Carpantos», por ejemplo, que juega con una cadena de montañas y con el hambre, es decir, con los dientes.
En el capítulo I de Pantagruel, se cuenta que en los comienzos del mundo hubo un año muy fértil en «nèfles» [nísperos], tan grandes que «tres llenaban un azumbre», cuya ingestión produjo a los hombres horribles hinchazones en el cuerpo. Pero «nèfles» se emplea en francés popular con el sentido figurado de cosa de poco valor, cosa insignificante. Traducir por «nísperos» perdería el juego entre la nadería y el gran tamaño de los nísperos en cuestión y de las hinchazones que producen. De ahí que resulte más fiel traducir por «cominos», que en castellano tiene el mismo valor figurado siendo, por lo demás, intranscendente de qué fruto se trate, puesto que, a todas luces, Rabelais ha elegido «nèfles» por su significado figurado.
En el capítulo V de Gargantúa, titulado «La cháchara de los borrachos», uno de ellos dice: «Chantons, beuvons, un motet entonnons». Y otro le responde: «Où est mon entonnoir?». [«Cantemos, bebamos, entonemos un motete. ¿Dónde está mi embudo?]. Traducir así, literalmente, elimina la paronomasia entonnons / entonnoir, en la que el segundo miembro podría tomarse, de forma chusca, por «entonadero». Una opción podría ser traducir por la broma «¿Dónde está mi entonadero?», que es más fiel al efecto del texto original al conservar, en castellano, la paronomasia y la alusión a la bebida. También puede traducirse, con algún pequeño cambio que no perjudica al texto, por: «Cantemos, bebamos, entonemos un motete. ¡Dejad que primero me entone!», solución por la que opté. Ambas opciones son más fieles, justamente por ser más creativas, que traducir por «embudo», que pierde toda la gracia y hasta resulta torpe. Rabelais no habría escrito eso.
En el capítulo VIII de Gargantúa, donde se describe la vestimenta del héroe, se dice que su bragueta «estoit elle bien guarnie au dedans et bien avitaillée» [estaba bien guarnecida por dentro y bien avituallada]. Esa traducción literal pierde el juego con «avitaillée» que contiene «vit» [picha]. Una vez más, es preferible ser fiel al autor y conservar el chiste malicioso creando un equivalente, por ejemplo escribiendo que su bragueta «tenía un relleno de envergadura».
El texto de Rabelais está plagado de esos pequeños juegos, los hay por centenares. Neutralizarlos a base de traducciones literales, con la consabida nota de «En el original, juego...» o sin ella, sería un caso de flagrante calco y desvirtuaría la obra del autor robándole su gracejo. Si no tiene gracia, no es Rabelais. La parálisis que puede producir en el traductor el hecho de que Rabelais sea un autor canónico, y por lo tanto «intocable», no hace sino perjudicarle, porque Rabelais es, además de un humanista, un autor cómico y un virtuoso de la lengua.
De todos modos, los juegos de Rabelais pueden ser más enrevesados. Veamos algunos ejemplos con un grado más de complicación. En el capítulo XXXII del Libro Tercero, Panurgo, que duda si casarse o no por miedo a que su mujer le sea infiel, consulta al médico Rondibilis. «Vous avez aultres foys veu on confanon de Rome S. P. Q. R. Si peu que rien : seray je poinct coqu?» [Habéis visto, en otros tiempos, en el lábaro de Roma, S. P. Q. R. Por poco que sea: ¿seré cornudo?]. Traducido así, literalmente, el texto resulta absurdo y exige una nota explicando el juego del original. Pero chiste explicado, chiste estropeado. Una vez más, resulta más fiel encontrar un equivalente castellano que, sin salirse del tema, responda a las siglas SPQR [senatus populusque romanus]. He preferido traducir «Si peu que rien» por «Si puedes quédate romo» que responde tanto a las siglas como al tema, confiere pleno sentido al texto, mantiene el chiste y hace innecesaria nota alguna, pero también se hubiese podido traducir: «Soltero Prefiero Que Recental» o «Sin Pitones Quiero Respirar».
Las etimologías de fantasía son otra afición de nuestro autor. En el capítulo VII de Gargantúa, por ejemplo, se dice que Grangaznate, oyendo las voces que profería su hijo al nacer, dijo: «Que grand tu as!(supple le goussier)» [¡Qué grande tú tienes / tú has! (entiéndase el gaznate)], palabras que hicieron decir a los presentes que el niño debía llamarse Gargantúa. Pero una etimología del nombre Gargantúa tan traída por los pelos resulta chocante para un castellanohablante, a quien resulta evidente la etimología a partir de «garganta». Así, es probablemente mejor jugar con las cartas del castellano y traducir: «Garganta tú has» y eliminar el paréntesis explicativo, que así resulta superfluo.
En el terreno de los juegos de palabras propiamente dichos (la obra que nos ocupa contiene unos cuantos centenares), la necesidad de la creatividad del traductor es evidente. La gama aquí es enorme, desde los que juegan con el doble sentido por simple homofonía, hasta sofisticadas transformaciones como el caso del contrapié (contrepèterie).
Comencemos por un ejemplo de homofonía. En el capítulo V de Gargantúa, los borrachos dicen mil chascarrillos, entre ellos el que sigue: «Quelle difference est entre bouteille et flaccon? Grande, car bouteille est fermée à bouchon, et flac con à viz» [¿Cuál es la diferencia entre botella y frasco? Mucha, pues la botella se cierra con corcho y el fláccido coño a rosca / con la picha]. Esa traducción literal, sea el que sea el sentido por el que se opte para «viz», mata la doble homofonía flaccon / flac con y viz (tornillo, rosca) / vit (picha), de manera que produce un absurdo, que obligará a la nota «Juego de palabras intraducible...», lo que no tiene maldita la gracia, estropea la obra de Rabelais y resulta pesado de leer. La búsqueda del «efecto por efecto» obliga a la creatividad, sin miedo a cambiar lo que haga falta, pero intentando mantenerse en el mismo campo semántico y en el mismo «tono» de chiste. Sería más fiel al espíritu de Rabelais y, por tanto, permitiría al lector reír, traducir por equivalencia, manteniéndose en el campo de los borrachos y la obscenidad, cosa que he procurado hacer traduciendo: «¿Por qué se entienden tan bien la barrica y el pichel? ¡Porque tienen agujero ella y picha él!»
Otro ejemplo de homofonía aparece cuando, ante las disculpas de Homenaz por no poder decir misa cantada, el hermano Juan se lamenta:
Car ayant tresbien desjeuné et repeu à usaige monachal, si d'adventure il nous chante de Requiem, je y eusse porté pain et vin par les traictz passez. (IV, XLIX)
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La homofonía se produce aquí ente «traictz passez» [tragos pasados] y «trépassés» [difuntos]. El hermano Juan juega con los tragos que han pasado por su gaznate y el pan y el vino que se acostumbraba a ofrecer a los muertos en la misa de difuntos. Como ocurre casi siempre, es posible encontrar alguna solución con un juego similar que encaje en el contexto. Mi solución es:
Pues habiendo desayunado muy bien y comido a la usanza monacal, si por ventura nos cantara un Réquiem, yo traería pan y vino para los fiambres.
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Tras una divagación en la que aparecen pedos, pedorros y pedorretas (Libro Tercero, V) Panurgo dice «Je vous recommande mon Epitaphe et mourray tout confit en pedz» [Os encomiendo mi epitafio y moriré confitado en pedos]. El juego radica en la homofonía entre peds / paix (paz) término este habitual en los epitafios: «descanse en paz». Conservar el juego significa aceptar cambios manteniéndose en el campo de los epitafios y de las ventosidades. No he sabido encontrar un juego del mismo tipo del original que cumpla esa condición, de manera que he optado por «recuescat in pace», que sí la cumple.
Tal vez no haya nada más representativo de los juegos de palabras de Rabelais que sus contrapèteries (juego consistente en permutar dos letras en una frase de forma que ésta cambie radicalmente de sentido), a las que tan afecto es. Eso obliga a intentar traducir contrepèterie por contrepèterie. Pondremos dos ejemplos. El primero es el de la famosa «n'y avoit qu'une antistrophe entre femme folle à la messe [mujer loca en misa]et femme molle à la fesse[mujer de nalga fláccida]» (Pantagruel XVI). Mantener la norma que acabamos de dar nos llevó a traducir «sólo había un contrapié entre decir a una mujer «No salgas» y decirle «So nalgas»». Lo mismo se puede decir del «À Beaumont le Viconte» [En Bellomonte del Vizconde] que se transforma en «À beau con le vit monte» [A hermoso coño la picha sube] (Pantagruel, XXI), que hemos considerado más fiel traducir por «una mujer que desea un dicha pura» / «una mujer que desea una picha dura» en lugar de escribir una frase sin sentido o dejarlo en francés y anotar.
También juega con los refranes. Por ejemplo, en el capítulo XXXIX de Gargantúa, el hermano Juan, en el transcurso de una comida entre camaradas dice: «De tous poissons, fors que la tanche... Prenez l'aesle de Perdrys ou la cuisse d'une Nonnain» [De entre todos los pescados, aparte la tenca… Quédate con el ala de perdiz o con el muslo de monja]. La primera parte de la frase es el comienzo del refrán que dice: «De tous poissons, fors que la tanche, prens le dos et laisse la panche» [De entre todos los pescados, aparte la tenca, quédate con el lomo y deja la panza]. Pero el juego no queda ahí, sino que «nonnain» en francés más o menos burlesco quiere decir «monja», igual que «nonnette», que, a su vez, es el nombre de un pajarillo, un párido llamado en castellano «carbonero», por su cabeza negra. De ahí que sea de sospechar que Rabelais ha jugado intencionalmente con «ala de perdiz – muslo de pajarito / monja». Para traducirlo comencé por buscar refranes castellanos del mismo tipo que el francés del texto. En el Refranero general ideológico español de Luis Martínez Kleiser, encontré, entre otros, los siguientes: «El mejor pescado es el de prado», «Más valen dos bocados de vaca que siete de patata», «De la pescada la rabada; de la fresca, que no de la salada», «Entre escarola y berro, la perdiz prefiero», «De la carne el carnero; de los pescados el mero», «Carne carne cría y peces agua fría», «Cuando hubieres gana de comer, come de la nalgada, y deja la ijada». Después de darle muchas vueltas al asunto me quedé con «Entre escarola y berro, el ala de perdiz o el muslo de monja prefiero», pero perdía el juego «pajarito / monja» y, finalmente, opté por compensarlo con otro juego y traducir: «Entre escarola y berro, el jamón de monja yo prefiero».
Otra de las cosas que Rabelais gusta hacer es organizar series rítmicas como la que sigue, rimada en este caso:
n'estre employé aulcunement, feust-ce portant hotte, cachant crotte, ployant rotte, ou cassant motte, tout m'estoit indifferent... [no ser empleado en nada, aunque hubiese sido llevando cuévano, escondiendo porquería, atando gavillas, o destripando terrones]. (III, Prólogo)
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Sin duda, las actividades que Rabelais nombra aquí están escogidas por tener nombre monosilábico y rimar entre sí, de manera que sólo cambia la consonante inicial. Cualquier otra actividad apropiada para trabajos preparatorios, en la retaguardia, de una guerra defensiva sería válida, y Rabelais la habría usado si sirviese a su juego fónico. Partiendo de ahí, se trata de jugar el mismo juego con las posibilidades del español. Por un afortunado azar, en este caso ha sido posible no tener que cambiar más que una: «blandiendo hoces» por «portant hotte»; y modular el «destripando terrones» en «roturando hazas»:
puesto que tampoco me empleaban en ninguno de la otra línea, la defensiva, aunque fuese escondiendo heces, haciendo haces, blandiendo hoces o roturando hazas, todo me era indiferente...
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Para llegar a esa solución, apliqué un sistema que con frecuencia me da muy buenos resultados. Comencé por establecer listas de sinónimos castellanos para cotejarlas seguidamente:
Hotte: cuévano, cesta, banasta, espuerta, canasta...
Crotte: porquería, suciedad, excremento, hez, detritus, inmundicia, basura, desecho, desperdicio...
Rotte: gavilla, manojo, fajo, haz, garba, atado, brazada («plier rotte» quiere decir atar gavillas con mimbre).
Motte: terrón, gleba, tormo, tierra, pella...
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Del cotejo de esas listas, se deduce que hay dos «hez» y «haz» con las que se puede jugar. De ahí a pensar que «hoz» entra perfectamente en el juego, puesto que se habla de gavillas, no hay más que un paso. Me quedaba encontrar una cuarta palabra. Para encontrarla recurrí a otro sistema: echar mano del DRAE y buscar a pulso, en la hache, alguna palabra que me sirviera. Pronto encontré «haza: porción de tierra labrantía o de sembradura». Poniendo las cuatro en plural, tenía la solución: heces, haces, hoces, hazas, sólo me quedaba colocarles delante el verbo adecuado.
Nuestro autor también se complace en hacer series onomatopéyicas como la que pone en labios de Panurgo describiendo el ruido que produce el choque de dos ejércitos:
Quand tu voyds le hourt de deux armées, pense tu, Couillasse, que le bruyt si grand et horrible que l'on y oyt proviene des voix humaines, du hurtis des harnois, du cliquetis des bardes, du chaplis des masses, du froissis des picques, du bris des lances, du cris des navrez, du son des tabours et trompettes, du hannissement des chevaulx, du tonnoire des escoupettes et canons? (III, XXIII)
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Nos parece evidente que aquí la fidelidad no radica en nombrar exactamente los mismos sonidos que nombra Rabelais, sino en escoger sonidos verosímiles en la situación que permitan hacer un juego de aliteración onomatopéyica equivalente al del original:
Cuando ves el choque de dos ejércitos, ¿crees, cojonazos, que la gran y horrible barahúnda que allí se oye proviene de voces humanas, del chirrido de los arneses, del rechinar de las corazas, del chiquichaque de las mazas, del chinchín de las picas, del chasquido de las lanzas, del chillido de los desesperados, del son de los tambores y trompetas, del relincho de los caballos, del trueno de escopetas y cañones?
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Un caso apoteósico de este tipo de serie rítmica onomatopéyica es la que forma imagen de cómo Diógenes hizo rodar su tonel por la Crania:
en grande vehemence d'esprit desployant ses braz, le tournoit, viroit, brouilloit, barbouilloit, hersoit, versoit, renversoit, nattoit, grattoit, flattoit, barattoit, bastoit, boutoit, butoit, tabustoit, cullebutoit, trepoit, trempoit, tapoit, timpoit, estouppoit, destouppoit, detraquoit, triquotoit, tripotoit, chapotoit, croulloit, elançoit, chamailloit, bransloit, esbransloit, levoit, lavoit, clavoit, entravoit, bracquoit, bricquoit, blocquoit, tracassoit, ramassoit, clabossoit, afestoit, affustoit, baffouoit, enclouoit, amadouoit, goildronnoit, mittonnoit, tastonnoit, bimbelotoit, clabossoit, terrassoit, bistorioit, vreloppoit, chaluppoit, charmoit, armoit, gizarmoit, enharnachoit, empennachoit, caparassonnoit, le devalloit de mont à val et praecipitoit per la Cranie, puys de val en mont le rapportoit, comme Sisyphus faict sa pierre : tant que peu s'en faillit qu'il ne la defonçast. (III, Prólogo)
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No tendría sentido traducir palabra por palabra, literalmente, puesto que lo que busca aquí Rabelais es producir un efecto onomatopéyico, un ritmo marcado por la terminación repetida, jugando a la vez con la derivación, con la paronomasia, con cadenas de palabras que empiezan por la misma letra o la contienen, e introduciendo hacia el final términos de tonelería o de hípica... La opción de traducción es aquí la de reproducir el efecto siguiendo las mismas reglas de esos juegos, pero con las armas de la lengua de llegada, procurando mantenerse tan cerca del sentido literal como posible, pero dando prioridad al juego, al ritmo, a la sonoridad, al efecto y al significado global. Y digo al significado, porque Rabelais compara aquí el rodar del barril por parte de Diógenes con su escritura del Libro Tercero, con lo que ese alocado y desenfrenado rodar del tonel puede tomarse como una imagen del carácter de su libro.
desplegando sus brazos con gran vehemencia de espíritu, lo viró, volvió, revolvió, embrolló, volcó, revolcó, volteó, vareó, vapuleó, pateó, pataleó, apaleó, pisoteó, acarició, rascó, sobó, botó, chocó, jeringó, descuajeringó, arrojó, azotó, alzó, zurró, zarandeó, golpeó, galopó, machacó, magulló, movió, conmovió, removió, picó, repicó, salpicó, agitó, aguijó, aguijoneó, encabritó, lanzó, abalanzó, alanceó, tundió, flageló, fustigó, elevó, lavó, clavó, trabó, rodó, colmó, tocó, bloqueó, bamboleó, batió, abatió, recogió, enderezó, aderezó, alquitranó, aquilató, sajó, rajó, tajó, trastabilló, remachó, empenachó, enjaezó, engualdrapó, lo rodó de arriba abajo precipitándolo por la Crania, luego lo devolvió de abajo arriba, como Sísifo hace con su piedra: tanto y tan bien que faltó poco para que lo desfondase.
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En el capítulo XI de Gargantúa, Rabelais organiza una de sus retahílas ensartando más de setenta locuciones y refranes, enteros o deformados, para describir lo que hacía el personaje en su adolescencia. La acumulación por mera yuxtaposición de esas paremias, fuera de contexto, hace que pierdan su sentido figurado y cobre fuerza su sentido literal en la lectura, un efecto cómico que describe muy bien al Gargantúa chisgarabís y metomentodo. Daré a continuación un segmento de ese pasaje, a modo de ejemplo:
Se couvroyt d'un sac mouillé. Beuvoyt en mangeant sa soupe. Mangeoyt sa fouace sans pain. Mordoyt en riant. Rioyt en mordent. Souvent crachoyt on bassin, pettoy de gresse, pissoyt contre le soleil. Se cachoyt en l'eau pour la pluye. Battoyt à froid. Songeoyt creux, Faisoyt le sucré. Escorchoyt le renard. Disoit le patenostre du cinge. Retournoit à ses moutons. Tournoyt les truies au foin. Battoyt le chien devant le lion. Mettoyt la charrette devant les beufz. Se grattoyt où ne lui demangeoyt poinct. Tiroit les vers du nez. Trop embrassoyt et peu estraignoyt. Mangeoyt son pain blanc le premier. Ferroyt les cigalles. Se chatouilloyt pour se faire rire. Ruoyt tres bien en cuisine. Faisoyt gerbe de feurre aux dieux. (Gargantúa, XI)
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Traducir literalmente esas paremias, aún cuando el texto resultase comprensible, destruiría el juego y el efecto. Me parece que, aquí, reproducirlos exige emplear paremias castellanas, lo más cercanas posible en contenido a las del original, pero sin obsesionarse con ello porque lo que de verdad cuenta es que permitan trasvasar el ritmo, sigan sus juegos (por ejemplo, acumulando nombres de animales o dando locuciones «reversibles» como «matar callando») en busca de un efecto global similar al del original.
daba excusas no pedidas, ponía albarda sobre albarda, hacía un pan como unas tortas, las mataba callando y callaba matando. Soltaba la mosca a regañadientes, reventaba de grasa, tiraba piedras contra su propio tejado, salía del fuego para meterse en las brasas, asaba la manteca, hacía castillos en el aire, se hacía el mosca muerta, pelaba la pava, decía el padre nuestro del loro, encomendaba las ovejas al lobo, iba de la Ceca a la Meca, se lo decía a Juan para que lo entendiese Pedro, ponía el carro delante de los bueyes, se curaba en salud, tiraba de la lengua a la gente, abarcaba mucho y apretaba poco, alargaba más el brazo que la manga, pedía la luna, se buscaba las cosquillas, él se lo guisaba y él se lo comía, daba gato por liebre.
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No obstante, a veces resulta imposible encontrar una solución. Por ejemplo, en la famosa lista de los libros de la biblioteca de la abadía de Saint-Victor (Pantagruel, VII) aparece un libro del que se consigna autor y título: «Tartaretus, De modo cacandi», lo que supone un despiadado ataque a Pierre Tartaret, profesor de la Sorbona, ya que su nombre recuerda a «tartir» [defecar], en concordancia con el burlesco título que le atribuye. La decisión de conservar el juego jocoso y evitar la nota traduciendo «Diarreus, De modo cacandi», lleva a perder la alusión al autor en concreto, hoy perfectamente olvidado, pero, dentro de la serie de títulos burlescos, deja evidente su intención de ataque a los «sorbonicards» y conserva la comicidad.
Otro caso de imposibilidad de dar un equivalente es el que parece producirse en el capítulo XXVII del Libro Quinto, donde Panurgo interroga a un hermano tarareo sobre sus coyundas con las mujeres de la isla, quien responde, a lo largo de ocho páginas, tan sólo con monosílabos. La traducción, dadas la evidentes diferencias entre el francés y el castellano, ha optado por respuestas monosilábicas y bisilábicas. Pero ocurre que en un momento se dice lo que sigue:
PANURGO: Por el mentado juramento que habéis hecho, ¿normalmente, cuántas veces al día, bien contadas, lo hacéis?
TARAREO: Seis.
PANURGO: ¿Y por la noche?
TARAREO: Diez.
–¡Chancro! –dijo el hermano Juan–. El bellaco no es capaz de pasar de dieciséis. Es vergonzoso.
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Aparte de su evidente sentido salaz, puede interpretarse de otra forma, si se recuerda que en francés, los nombres de los números, a partir del diecisiete, dejan de ser monosilábicos. Ahí, lo reconozco, me di por vencido y adopté la solución de una advertencia en la pequeña introducción al capítulo. No obstante, jugando con las cartas del castellano y, puesto que todas las respuestas del tarareo se han traducido por monosílabos y bisílabos, se podría haber traducido «trece» en lugar de «dieciséis» y «siete», en lugar de «diez», con lo que el juego sería el mismo, adaptado a las características del castellano. Lamentablemente no siempre se le ocurren a uno las cosas a tiempo. La traducción literaria es siempre una obra abierta, un trabajo en curso que nunca acaba, eternamente mejorable.
Un tercer nivel es el de la imitación de estilos y la parodia de hablas y jergas. Una de las hermosuras de la obra radica en ese pasar del más acendrado estilo ciceroniano que brilla, por ejemplo, en la carta de Grangaznate a su hijo (Gargantúa, XXIX) a la parodia del «latín desollado» del estudiante lemosín (Pantagruel, VI), de la elegante arenga de Ulrich Gallet (Gargantúa, XXXI) al galimatías de la arenga de Pichote de Braguetardo (Gargantúa,XIX), del elevado tono de la oración de Pantagruel (Pantagruel, XXIX), a la patochada de los alegatos de Besaculo y Husmeacuesco, burla de la jerigonza de leguleyo (Pantagruel, XI-XII), del verbo campechano y popular del hermano Juan de los Chirlos, a la cuidada y versallesca lengua de Eudemón. En fin, no acabaríamos de enumerar la gran cantidad de estilos, jergas y hablas cuya enjundia y fineza ha de cuidar el traductor. Por no ser demasiado prolijo, daré tan sólo dos ejemplos de traducción de títulos de libros, en latín macarrónico, que Rabelais coloca en la biblioteca de Saint-Victor (Pantagruel, VII). Decrotatorium scholarium, transcrito así, tal como aparece en el original, no es comprensible para el lector español que no sepa francés. «Crotte» en francés significa «porquería», de manera que el título, queda mejor traducido por «Descochambrarium scholarium». Reverendi patris fratris Lubini provincialis Bavardie, De croquendis lardónibus, libri tres. Para entender bien ese título, hay que saber que «frère Lubin» designaba popularmente el tipo de monje tonto, que en francés «bavarder» quiere decir «hablar mucho», que «croquer» quiere decir «comer, mascar» y que «lard» quiere decir «tocino». Anotar todo ello sería insoportable para el lector, de forma que lo procedente es dejar tal cual lo que se entiende a partir del castellano y castellanizar lo que es francés con terminaciones latinas: Reverendi patris fratris Simplonibus provincialis Charlatania, De manducatis tocinibus, libri tres.
Así pues, me parecía que era necesaria una traducción fiel e íntegra, dirigida no a un público erudito o especialista, sino a un buen lector que quisiera disfrutar de la obra de Rabelais comprendiendo sin esfuerzo toda su riqueza y significado. Una traducción que procurase, en la medida de lo posible, poner al alcance del lector de hoy el gozar de la lectura del texto como gozaban de ella sus contemporáneos. Porque Rabelais resulta hoy, superadas las reticencias de la mentalidad del clasicismo, de una modernidad sorprendente, habituados como estamos a la mezcla de géneros, acostumbrados tras Joyce, el Oulipo, Queneau, Genet o Perec, a la literatura como campo de juego y experimentación, a una escritura que se complace en hacer malabarismos con la lengua y en trabajarla como si de algo material se tratase. Un texto como el de Rabelais, con tanta densidad y tanta originalidad, con tal ingenio y tal agudeza, tan denso, merece una dosis de creatividad para no traicionarlo, exige que el traductor venza su modestia y se atreva a explotar los recursos de su lengua al servicio de los efectos buscados por el autor que traduce, ose ser coautor.
¿Por qué no traducirlo como se traduce un autor cómico actual, traduciendo juego por juego, chiste por chiste, sin actitudes reverenciales hacia el autor canónico que no hacen sino desvirtuarlo, momificarlo y hacerlo prácticamente ilegible? ¿Qué ha hecho el autor considerado canónico para que se le maltrate de esa manera?
Respecto a la lengua, ni pastiche de la lengua del siglo XVI, ni lengua del siglo XXI, pero sí intentar pasar al lector actual la impresión que el texto original le produce al traductor: brillante, deslumbrante, mezcla de registros, redacción cuidadísima, imitación de estilos, riqueza apabullante, variedad de cadencias, lengua sabrosa, colorida, seria, sonora, precisa. Y para conseguir ese efecto se ha de hacer como se hace para traducir un poema, cambiando lo necesario para conseguir el ritmo, la rima, el matiz, la connotación... Porque en Rabelais todo eso es fundamental, como lo es la risa y la sátira humanista de todo lo habido y por haber. Respecto al contenido, se trata de lograr acabar con el tópico de obra de una comicidad grosera y zafia, llena de banquetes y pasajes escabrosos (aunque algunos haya, reconozcámoslo), de conseguir transmitir al lector de lengua española esta obra de las mil facetas, de desbordante imaginación, de carácter profundamente humanista, que maneja una lengua que supera todo lo antes escrito en francés y la mayoría de lo escrito después. Se trata de lograr un texto castellano digno de esa lengua. Todo un reto.
Espero haberme acercado a lograrlo y haber colaborado a poner la obra de Rabelais al alcance del lector de lengua castellana. Y si éste ríe y se admira con el milagro de la lengua de Rabelais y sus juegos malabares, me daré por satisfecho y consideraré que ésa es suficiente visibilidad del traductor.
OBRAS CITADAS
ABLANCOURT, Perrot d', «Dedicatoria al Sr. Conrart de su traducción de Luciano» (1654), en Francisco LAFARGA (ed.), El discurso sobre la traducción en la Historia, Barcelona, EUB, 1996, pp. 172-180.
LA BRUYÈRE, Jean de, Les Caractères (1690), París, Garnier Flammarion, 1965.
MARTÍNEZ, Caridad, «Introducción a las traducciones de Rabelais a las lenguas hispánicas», en Marie-Madeleine FRAGONARD y Caridad MARTÍNEZ (eds.), Transferencias de temas, transferencias de textos. Mitos, leyendas y lenguas entre Cataluña y Languedoc, Barcelona, PPU, 1997, pp. 105-115.
RIGOLOT, François, Les langages de Rabelais, Ginebra, Droz, 1996.
SAINÉAN, Lazare, La langue de Rabelais, 2 vols., París, E. de Boccard, 1923.
VOLTAIRE, Lettres philosophiques, París, Garnier Flammarion, 1964, pp. 142-143.
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