El Tratado de hechicerías y sortilegios (1553) que «avisa y no emponzoña» de fray Andrés de Olmos
Recibido: 15 septiembre 2014 |
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Imaginémonos a una congregación nahua que escucha predicar en su lengua a un misionero sobre las supersticiones y falsedades diabólicas que todavía quedan por desterrar de Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVI. Oírle nombrar cinco razones por las cuales más mujeres que hombres sucumben a la tentación de convertirse en «ministros del demonio» no les habría pasado desapercibido. Después de todo, a aquellos a quienes los misioneros españoles perseguían y castigaban por ser «idólatras» y «adoradores del diablo» eran mayoritariamente hombres: sacerdotes prehispánicos o tlamacazque, que cumplían con labores rituales; y hechiceros o nanahualtin, que decían ser capaces de predecir el futuro y adoptar figuras zoomórficas. El oyente nahua quizá no reparara en la contradicción, pensara que el cristianismo en particular debilitaba de modo más abyecto a las mujeres que a los varones, o creyera a pie juntillas la exposición del dogma cristiano. Algo similar le puede haber sucedido al franciscano fray Andrés de Olmos, traductor al náhuatl de este pasaje sobre la predisposición femenina por convertirse en «ministros del demonio». Después de más de veinte años de experiencia misionera en Nueva España como predicador, inquisidor e investigador de la cultura nahua con fines evangélicos, Olmos traduce el texto en 1553. Forma parte de su Tratado de hechicerías y sortilegios, una traducción libre al náhuatl que sobrevivió como manuscrito sin publicar del manual demonológico Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerias, escrito por el también inquisidor franciscano fray Martín de Castañega y publicado en Logroño en 1529.(1) La situación con la que da comienzo este artículo no va más allá de ser hipotética. En realidad, el alcance o repercusión que tuvo el Tratado de hechicerías y sortilegios nos es desconocido y los pocos estudios que se han centrado en él —los de Georges Baudot, 1990, 2004, Fernando Cervantes, 1994, y Fabián Alejandro Campagne, 2004— por una parte buscan determinar los motivos por los cuales Olmos escoge el libro de Castañega, y por otra cotejan someramente el contenido de original y traducción. Así pues, el historiador francés Georges Baudot aduce dos posibles argumentos para explicar la elección de esta obra, o bien Olmos recurre a la reinterpretación de un modelo textual en una época de su vida en la que se le habían acabado las ideas y se sentía demasiado mayor para embarcarse en un proyecto tan ambicioso y difícil como era la creación de una obra con contenido novedoso sobre lo que él consideraba demonología nahua, o bien Olmos recuerda sus otrora actividades como inquisidor de brujas en el norte de España en 1527, un año antes de su llegada al Nuevo Mundo, y opta por resucitar un tratado que en su día cumplió la misma función que Olmos espera de él en el México colonial: la conquista o lucha espiritual contra el diablo en sus diversas manifestaciones, ya sea brujería y sortilegios u otro tipo de creencias supersticiosas (Baudot, 1995, 244-245).(2) En cuanto a contenido y valoración de la traducción en sí, que Olmos escribe en una lengua que no es su lengua materna y supuestamente sin ayuda de hablantes nativos, resulta interesante constatar que los dos estudios al respecto presentan posturas enfrentadas.(3) Mientras Baudot (1995, 244) opina que Olmos se mantiene fiel al original de Castañega en sustancia y forma, el historiador argentino Fabián Alejandro Campagne (2004, 2) se desmarca de tal afirmación y califica la traducción de adaptación libre, de obra «radicalmente nueva». Campagne se basa en el hecho de que Olmos traduce sólo los once primeros capítulos del tratado e incorpora un prólogo, una exhortación al lector, un nuevo capítulo titulado «Del templo y naturaleza, potencia y astucia del diablo» y varios exempla sobre la actuación diabólica en Nueva España (2004, 9-10). Valiéndose de los estudios de Baudot y Campagne, este artículo se propone retomar el motivo por el cual Olmos se sirve del tratado de Castañega así como reconsiderar hasta qué punto es cierto que su versión muda el original radicalmente. El análisis de estos dos temas se realiza a partir de una descripción del contexto traductológico de autor y traductor y se encuadra, por lo tanto, dentro de las persecuciones inquisitoriales y las labores evangelizadoras de ambos franciscanos. Así, el artículo se divide en dos secciones: la primera analiza brevemente algunos de los factores extratextuales que influyen en la composición de los dos tratados, como son la ideología del autor y los modelos intelectuales sobre los que se asientan, los oyentes y lectores a los que van dirigidos, y los objetivos que pretenden cumplir, mientras que la segunda se centra en la traducción de Olmos. No obstante, el estudio exhaustivo de original y traducción con el fin de comentar con detenimiento las decisiones traductológicas y determinar las estrategias de traducción sobrepasa el alcance de este artículo. En su lugar, pretendemos un breve análisis de pasajes destacados que sacan a la luz de qué manera la traducción de Olmos, condicionada por un contexto evangelizador, se aleja o se mantiene cercana al original, y esperamos poder fomentar un mayor debate y futuro examen de la misma. Contexto del texto original y del texto traducido: Olmos en España y Nueva España En el Tratado de las supersticiones y hechicerías, Castañega se propone, a petición del obispo de Calahorra Alonso de Castilla, tanto informar a religiosos e inquisidores sobre las herejías que habían de erradicar (sobre todo, en el norte de España) como advertir a cualquier otro lector laico sobre los peligros que le acechaban. El tratado reúne teoría y práctica demonológica; es pues fusión de un primer ensayo teórico—fundamentado en las aseveraciones y juicios emitidos por autoridades patrísticas como San Agustín y Santo Tomás y reconocidos teólogos como el escocés Juan Duns Escoto o el francés Jean Gerson sobre el origen, las causas, y los receptores o principales involucrados en actividades demonológicas y brujeriles—y de una segunda parte o compilación de diversas prácticas de magia negra, rituales del Sabbat, supersticiones y conjuros. Es decir, los once primeros capítulos se centran en la iglesia establecida por el demonio en su guerra contra el cristianismo; en la tipología de sus diabólicos sacramentos, de sus ministros, y de los poderes del demonio; se habla, por ejemplo, de las diversas figuras en las que se transmuta y de los sacrificios que se ofrecen en su honor. Los trece capítulos restantes describen los supuestos poderes atribuidos a hechiceros y brujas, por ejemplo, la capacidad de conjurar tempestades, así como las diferentes herejías incitadas por el diablo, desde aojamientos a hechizos. Termina el tratado Castañega con dos capítulos, XXIII y XXIV, en los que habla respectivamente de los remedios católicos contra los endemoniados y exhorta a aquellos cristianos simples y curiosos a que eviten caer en los engaños de Satanás. El tratado de Castañega no surge como texto aislado sino que se inserta dentro de la tradición del género europeo de teoría demonológica y brujeril, cuyos textos ya cumplían en el medievo la función de guías religiosas e inquisitoriales y entre los que se encuentran el Canon episcopi (siglo X), atribuido al benedictino Regino de Prüm, el Practica inquisitionis haereticae pravitatis (siglo XIV) del inquisidor francés Bernardo Gui, el Directorium inquisitorum (escrito hacia 1376) del inquisidor dominico Nicolás Eymerich, y el archiconocido «martillo de las brujas» o «biblia del cazador de brujas»; el Malleus maleficarum (1487) de los también inquisidores alemanes Heinrich Kramer and Jacobus Sprenger. En cuanto a la influencia de algunas de estas obras en la península ibérica, se sabe que el primer Inquisidor General Tomás de Torquemada aprovechó la obra de Eymerich para la redacción de sus Instrucciones del oficio de la Santa Inquisición (1484) —manual que a su vez copiarían instrucciones posteriores—, y que el canónico de Pamplona Martín de Arles reprodujo en su Tractatus de superstitionibus, contra maleficia (1517) creencias del Malleus maleficarum, como por ejemplo el poder que tenían los magos y, sobre todo, las brujas, a quienes en la región pirenaica se las creía capaces de invocar conjuros para dañar las cosechas (Greenleaf, 1961, 21; Caro Baroja, 1961, 242). Casi una década después de que Castañega publicara su obra, sale a la luz un tratado similar titulado Reprobación de las supersticiones y hechicerías (1538), en el que su autor, Pedro Ciruelo—profesor universitario en Alcalá y Salamanca e inquisidor de Zaragoza—, también denuncia cualquier intento por predecir el futuro como pecado o infracción contra el Primer Mandamiento de Dios. Curiosamente, en el prólogo de su obra Ciruelo cita las mismas fuentes teóricas que Castañega, es decir: «el grande Doctor San Agustín, en el libro segundo de la Doctrina Cristiana, y en el cuarto libro de sus Confesiones, y en los De civitate Dei. Después del tracta esta materia Santo Tomás en la Secunda secundae desde la cuestión noventa y dos hasta la noventa y seis; y tras él Guillermo, obispo de París, y el chanciller Gerson y otros muchos teólogos» (Ciruelo, 1952, 6). En vista de las obras que hacían mayor o menor mención de hechicerías, supersticiones y sortilegios que circulaban, y no sólo las anteriormente citadas, sino también otras que habrían pasado por las manos de Olmos —graduado en Derecho canónico por la Universidad de Valladolid y fraile en el convento de San Francisco de la ciudad—, cabe preguntarse por qué años más tarde, durante su tarea evangélica en el Nuevo Mundo, toma la decisión de traducir el tratado de Castañega. En bibliotecas franciscanas novohispanas como la del Colegio Imperial de Santa Cruz en Santiago de Tlatelolco, donde impartió clases de latín a los hijos de la élite indígena, Olmos habría tenido a su disposición obras que trataban el tema de la demonología y que hacían referencia a supersticiones y maleficios, como las de San Agustín o Santo Tomás. El que Olmos se decantara por el tratado de Castañega significa, en primer lugar, que cuando decide escribir un texto sobre este tema a principios de 1550 dispone de una copia del mismo, y en segundo lugar, que en ese momento y a diferencia de otras obras Olmos concibe el tratado de Castañega como el más acertado para la evangelización de los nahuas. En este sentido Baudot apunta a la estrecha relación entre ambos inquisidores durante una inusual caza de brujas en el norte de España y no duda incluso en arriesgarse a afirmar que Olmos podría haber coescrito el texto con Castañega (Baudot, 1995, 125). Las actividades inquisitoriales en las que participó Olmos se remontan a 1527 y tienen como protagonista a otro franciscano que influiría notablemente en su vida, el por entonces guardián del Convento del Abrojo, cerca de Valladolid, fray Juan de Zumárraga. Durante los últimos años de 1520 el Emperador Carlos V pide a frailes dominicos y franciscanos que hagan frente a un brote de brujería por Navarra y Vizcaya; han de llevar la predicación evangélica a las poblaciones rurales más recónditas y, en algunos casos, formar tribunales inquisitoriales, como ocurrió en el caso de Zumárraga, a quien Carlos V selecciona como inquisidor tras haberlo conocido en una de sus estancias espirituales en Abrojo. Para la empresa inquisidora que le confiaba el emperador Zumárraga contó a su vez con Olmos, y ambos franciscanos se dedicaron a la persecución de supersticiones y herejía brujeril por lo menos un año antes de partir para Nueva España en 1528. Se debe hacer hincapié, sin embargo, en el hecho de que la Inquisición española del siglo XVI daba mayor prioridad a la «caza», no de brujas, sino de judeoconversos. En comparación con otros países europeos, la persecución de brujas de España y Portugal carece de juicios espectaculares y los pocos fenómenos brujeriles quedan circunscritos a zonas periféricas del reino de Castilla y la corona de Aragón, con algún caso en Galicia y Castilla la Nueva, donde prevalecen los juicios en los que se dicta sentencia contra hechiceras acusadas de realizar maleficios, y donde jueces e inquisidores suelen valorar las alegaciones de asistencia al Sabbat o de vuelos nocturnos con incredulidad y escepticismo (Campagne, 1997, LXXXIX-XC).(4) Como dato hoy en día anecdótico sobre la caza de brujas del norte a finales de 1520 en la que Olmos y Zumárraga podrían haber participado, cabe recordar el expuesto por el historiador Julio Caro Baroja. Dos niñas de nueve y once años acusaron a un grupo de mujeres de adoración diabólica en el Consejo de Navarra y en el transcurso de la investigación, en la que quizá Castañega colaboró, se acabó descubriendo que la zona de Vizcaya, Logroño, Calahorra, y Pamplona estaba infestada de rituales supersticiosos y diabólicos, por lo que finalmente se juzgó y encarceló a más de ciento cincuenta mujeres (Caro Baroja, 1961, 242-243). Volviendo al motivo por el cual Olmos elige traducir el tratado de Castañega en vez de redactar un nuevo texto a medida de su público receptor, un análisis del contexto en el que Olmos lo traduce contribuye a aclarar el motivo además de hasta qué punto concibe su traducción como un puente cultural que reconectara el Viejo Mundo con el Nuevo, transmitiera teoría teológica sobre demonología y avisara de aquellas idolatrías que quería extirpar. El mismo año en el que Olmos termina de traducir el Tratado de las supersticiones y hechicerias da por finalizada su labor evangelizadora en Hueytlalpan, región situada al noreste de la ciudad de México, donde se había adentrado hacia 1539 para llevar la palabra de Dios por primera vez a sus pobladores indígenas. Esta época de su vida se caracteriza por una incesante dedicación a dos de los frentes que él y Zumárraga defendían como imprescindibles en su «guerra espiritual contra el diablo»: el aprendizaje de las lenguas indígenas para predicar y administrar los sacramentos correctamente y el estudio de sus culturas para reconocer y erradicar, por ejemplo, sus divinidades, las ceremonias en su honor, y las supersticiones y creencias que, según entendían los misioneros, eran inspiración diabólica. Como parte de lo que hoy denominaríamos trabajos de investigación cultural, en 1533 el Virrey Sebastián Ramírez de Fuenleal, el líder franciscano fray Martín de Valencia, y Zumárraga, convertido ya en el primer Obispo de México, encargan a Olmos «(por ser la mejor lengua mexicana que entonces había en esta tierra, y hombre docto y discreto) que sacase en un libro las antigüedades de estos naturales indios, en especial de México y Texcuco y Tlaxcala» (Mendieta, 1973, I, 47). El proyecto en sí, auspiciado también por el propio emperador con el objetivo paralelo de recabar información sobre sus nuevos territorios de ultramar, llevó a Olmos a diferentes zonas del antiguo imperio azteca, entre las que se encontrarían Huexotzinco, Cholula, Tepeaca, y Tlamanalco. Se cree que hacia 1539 Olmos habría concluido la redacción de un tratado sobre antigüedades que compilaba una gran variedad de material sobre la religión nahua y del cual manda cuatro copias a España que terminan perdidas. Por este motivo en 1546 Olmos se vuelca en la composición de un sumario de su anterior tratado, también desaparecido, y del cual Baudot sostiene que provendrían manuscritos como el Códice Tudela, cuyo contenido versa en torno al calendario ritual nahua, los dioses del pulque, signos de predicción, mantas ceremoniales y, bajo el título general de «costumbres, ritos cruentos y plantas embriagadoras», descripciones del castigo infligido a los ladrones, del juego de la pelota y de ritos funerarios, ofrendas, y sortilegios (1995, 166-217).(5) Durante estos años en los que Olmos conjuga sus estudios culturales para evangelizar con la administración de los sacramentos, se dedicó, como se ha dicho anteriormente, a cristianizar a los indígenas de Hueytlalpan y se sabe también que dirigió la construcción de un monasterio en Tecamachalco hacia 1540. Lo que es más, en ese período de intensa actividad evangelizadora Olmos se convierte en un prolífico autor de obras lingüísticas y doctrinales ya que, según Mendieta, aparte de «otros muchos libros», Olmos compuso expresamente en náhuatl «Arte de la lengua mexicana. Vocabulario de la mesma lengua. El Juicio Final, en la mesma lengua. Pláticas que los señores mexicanos hacían a sus hijos y vasallos, en la mesma lengua. Libro de los siete sermones, en la mesma lengua. Tratado de los Sacramentos, en la mesma lengua. Tratado de los sacrilegios, en la mesma lengua» (Mendieta, 1973, II, 179). De entre ellos, el «Tratado de los sacrilegios» y el «Libro de los siete sermones», como los titula Mendieta, son traducciones de obras doctrinales; la primera, del tratado de Castañega, y la segunda, de siete sermones sobre los pecados capitales del dominico Vicente Ferrer, que Olmos traduce a continuación del texto de Castañega en 1554. Estas traducciones vienen a demostrar que a diferencia de misioneros como fray Bernardino de Sahagún, quien prefería escribir nuevos salmos y sermones en náhuatl que reflejaran tan fielmente como fuera posible la retórica nahua a traducir sermones de la tradición cristiana, Olmos sí confía en la interpretación de modelos doctrinales europeos como fuente de referencia para la evangelización.(6) Como franciscano de gran convicción teológica, nada más llegar a Nueva España Olmos se entregó no sólo a sus tareas de predicador, para lo cual necesitaba un gran dominio en las lenguas indígenas a las que, como en el caso del náhuatl, llega incluso a traducir, sino que además reanuda tareas inquisitoriales que contribuyen a sus investigaciones culturales ya sea confirmando el material recogido o aportando nuevos datos. Así, como oficial o delegado inquisitorial de Zumárraga, investido inquisidor apostólico de su obispado por el inquisidor general de Sevilla don Alonso Manrique en 1535, Olmos debe de haber tenido acceso a documentos acusatorios y declaraciones de indígenas testigos o acusados de prácticas «idolátricas», si no es que en algunas ocasiones los interrogó él mismo. El celo con el que Zumárraga se consagra a sus funciones inquisitoriales queda de relieve en los primeros meses de ejercicio de su tribunal, durante los cuales juzga a dos autoridades religiosas prehispánicas por ofrecer sangre humana al dios de la lluvia Tlaloc y a otros tres hombres por hechicería (a uno de ellos, en concreto, por asegurar que era capaz de predecir el futuro y de transformarse en jaguar y perro). A pesar de la oposición de Carlos V, quien abogaba por que los indígenas sospechosos de idolatría rindieran cuentas ante el virrey, el número de nahuas a los que Zumárraga juzga entre 1536 y 1543 asciende a diecinueve, acusados en su mayoría de recaer en idolatría por posesión de ídolos y celebración de rituales en secreto, y de dogmatizar contra la fe cristiana y calumniar a las autoridades eclesiásticas (Greenleaf, 1961, 12, 50-66).(7) En cuanto a Olmos, Zumárraga lo designa delegado o visitador inquisitorial, cargo en función del cual Olmos viaja en varias ocasiones al noreste del obispado de México para declarar edictos de fe y establecer un tribunal mediante el que acusa en 1539 a don Juan, señor de Matlatlan, de propaganda anticristiana, poligamia e idolatría.(8) Precisamente una de las imputaciones por las que Olmos juzga a don Juan es la celebración del festival de Panquetzalitzli, en el que don Juan había reunido a familiares y amigos para honrar al dios de la guerra y el sol, Huitzilopochtli. Gracias a sus investigaciones culturales, Olmos conocía la calidad de los ritos a los que supuestamente se habrían entregado, tal y como se recogen en el Códice Tudela, uno de los textos cuya autoría se le atribuye: «los principales bailaban y se vestían con orejeras y beçotes y plumajes y otros arreos que tenían en el templo a media noche, y sacavan [sic] del templo una figura de este demonio [Huitzilopochtli], cantaban, tañían instrumentos, quemaban copal o encienso [sic], comían tamales, y la fiesta continuaba al día siguiente, cuando sacrificaban esclavos mercaderes [...] y comían carne destos y los sacavan [sic] el corazon y acian [sic] grandes borracheras» (Códice Tudela, 1980, 268-269). Análisis del Tratado de hechicerías y sortilegios De los datos biográficos aportados se desprende que, para cuando empieza a traducir el texto de Castañega, Olmos posee amplios conocimientos sobre demonología en España y Nueva España; ha perseguido herejía brujeril como miembro de la Inquisición antes de partir para el Nuevo Mundo, y una vez allí ha seguido cumpliendo con su rol inquisitorial además de realizar investigaciones culturales sobre los nahuas. En el prólogo del Tratado de hechicerías y sortilegios Olmos parece indicar que estos conocimientos y experiencias van a definir su traducción, ya que dice haber sacado «del dicho libro lo que pareció hazer más al caso para éstos [los nahuas], dexando lo demás como lo podrán ver cotejándolo y añadiendo en lengua mexicana algunas otras cosas o maneras que [...] exercita[n] los hechizeros en esta nueva España» (1990, 3). Así pues, las estrategias de traducción por las que Olmos opta a la hora de adaptar el manual demonológico de Castañega dentro un nuevo contexto evangelizador podrían clasificarse grosso modo en dos: exclusión del material que considera innecesario e inclusión de datos sobre las actividades del demonio en Nueva España. A continuación analizamos estos criterios y hasta qué punto la traducción de Olmos se ajusta a sus palabras. Mientras que el público al que Castañega se dirige en su prólogo es un «discreto lector» que comprendiera que «esta materia de las supersticiones [es necesaria] para mayor declaración de la manera y posibilidades de los engaños diabólicos [...] [,] para quitar dudas y escrúpulos» (Castañega, 1997, 19), el de Olmos lo componen tanto «espirituales médicos», para quienes traduce el texto con el fin de «mejor curar y hablar de esto», como «leyentes o [sic] oyentes», para quienes lo ha adaptado «tocando la materia de manera que auese [sic] y no emponçoñe» (Olmos, 1990, 3). Se ha de resaltar que, al contrario que Castañega, Olmos concibe su traducción como lectura de religiosos o manual de predicadores que lo utilizarían, por ejemplo, en sus sermones —de ahí que Olmos hable a su vez de «oyentes»— y como lectura de una élite de nativos con formación europea (por ejemplo, los estudiantes graduados del colegio de Tlatelolco), quienes extraerían advertencias y ejemplos edificantes sobre cómo evitar y prevenir al diablo. De hecho, en su traducción Olmos tiene en mente a todos sus posibles públicos (misioneros, lectores, y oyentes letrados e iletrados) junto con los dos medios de comunicación implicados, escrito y oral, tal y como se observa a continuación del prólogo, en la «Exhortación al indiano lector», encabezado con la oración «Escucha bien lo que se va a contar» (Olmos, 1990, 6).(9) El receptor y el fin homilético actúan como pilares sobre los que Olmos cimenta la traducción del tratado de Castañega, es decir, que influyen decisivamente en su interpretación y transvase. Olmos se esfuerza por imitar el tono discursivo y retórico de la tradición oral nahua que él mismo había codificado al transcribir algunos huehuetlahtolli (literalmente, «palabra antigua»), como son sus Pláticas que los señores mexicanos hacían a sus hijos y vasallos.(10) Fiel a los consejos de San Agustín, quien en obras como De doctrina christiana recomienda al predicador que adapte los sermones a sus oyentes y haga uso de palabras evocativas de su idioma para atraer su atención y despertar en ellos el mensaje cristiano, Olmos confía en que estos discursos y pláticas facilitarán la transmisión de la palabra de Dios a los neófitos nahuas. Tanto es así que incluso selecciona algunas de las frases hechas, los símiles y los difrasismos (metáforas formadas por un doble sintagma) de los huehuetlahtolli y los incluye en el capítulo final de su gramática Arte de la lengua mexicana (1547), «De las maneras que tenían los viejos en sus pláticas antiguas», para que otros religiosos aprendieran en qué contexto utilizarlos.(11) Olmos da ejemplo y en su traducción introduce muchas de las figuras retóricas extraídas de los huehuetlahtolli. Así, al comienzo del tratado, inicia la «Exhortación al indiano lector» con el tradicional vocativo nahua «nopiltze» (mi querido hijo) (Olmos, 1990, 6) y, unas líneas más abajo, añade el también vocativo «nocozque noquetçale» (mi collar, mi bella pluma) (Olmos, 1990, 6), presente en uno de los huehuetlahtolli que Olmos había codificado bajo el título de «Exhortación de un padre a su hijo» (García Quintana, 1974, 150-151). Del mismo modo, Olmos se sirve de difrasismos metafóricos incluidos en el capítulo final de su gramática, como por ejemplo «in toptli, in petlacalli» (cofre, petaca), en sentido figurado «secreto», que aparece en la oración «[n]ican nocontlapoua in toptli, in petlacalli [...] in icelhtzin Dios», traducida por Olmos como «[a]qui abro y descubro el coraçon de parte de Dios» (Olmos, 2002, 186). En su «Exhortación al indiano lector» Olmos coloca el difrasismo en la oración «ynic nemaquixtiloz uel yehuatçin omitzontlapulhui yn itoptçin yn ipetlacaltçin», «para que sea salvado aquel que abre su cofre, su petaca» (Olmos, 1990, 6-7), y habla así de un nahua cristiano que «se abre» o que abre su secreto; su corazón en interpretación de Olmos, para recibir el mensaje de Dios. Otra de las metáforas que aparece reflejada en su gramática es «yn ipetl, yn icpal» (su estera, su sitial), o «autoridad», «señor», como epíteto con el que referirse al «padre, madre, señor, capitán, gouernador que son o están como árbol de amparo» (Olmos, 2002, 186). Olmos la incluye en el primer capítulo del Tratado de hechicerías y sortilegios, «De cómo el demonio desea ser honrado». El franciscano traduce del siguiente modo un pasaje en el que Castañega arremete contra Satanás por querer equipararse con Dios: «Ytloctçinco, ynahuactçinco yn Dios contecazquia yn Diablo yn ipetl yn icpal ynic quinamiquiznequia», «Cerca de Él, muy cerquita de Él, de Dios, hubiera querido situarse el Diablo, sobre su estera, sobre su sitial, porque quería rivalizar con él» (Olmos, 1990, 12-13). La emulación que Olmos hace de la retórica oral nahua llega más allá de la reproducción de frases hechas y metáforas. En un intento por acercar el contenido del tratado de Castañega a sus lectores y oyentes indígenas Olmos también recurre a la imitación de estructuras sintácticas, en particular, de repeticiones sintagmáticas con efecto rítmico y de aliteración (elementos propios de la transmisión oral para captar la atención y ayudar a comprender o memorizar el mensaje), que aparecen por ejemplo en el discurso de un padre a su hijo, transcrito por Olmos, de la siguiente manera: «Llama bien a la gente, suplica bien a la gente, respeta, reverencia, obedece, ama a la gente» (García Quintana, 1974, 154-155). De entre otros muchos ejemplos que demuestran que en el Tratado de hechicerías y sortilegios Olmos copia la sintaxis nahua citamos a continuación dos. Al comienzo de su «Exhortación al indiano lector» Olmos escribe toda una serie de imperativos: «despierta, mira, conoce, ábrete para formar tu entendimiento, para entender, saber lo que te quiero decir, lo que te quiero declarar, lo que te quiero revelar» (Olmos, 1990, 6-7), y en la sección titulada «Del templo y naturaleza, potencia y astucia del diablo» Olmos recalca los peligros a los que instiga el diablo mediante la introducción de varias oraciones sintácticamente repetitivas: «Así, esto es muy conocido de él, de quien ha enseñado, de quien ha engañado, de quien ha aconsejado con sus palabras negras, sucias» (Olmos, 1990, 27-29). Su imitación de la retórica nahua no se libra, sin embargo, de resultar en ocasiones problemática. En el capítulo primero «De cómo el demonio desea ser honrado», Olmos usa el epíteto «tloque, nahuaque» (Olmos, 1990, 13), literalmente «el dueño del cerca, del junto» para referirse al dios cristiano. De acuerdo con el historiador y filólogo mexicano Ángel María Garibay Kintana se trata de un «difrasismo en que se expresa al ser divino, [...] el que está junto a todo y junto al cual todo está. Se refiere al Sol, a la Tierra, etc., pero es especial designación del numen en general. Por esto los misioneros a veces usan esta frase para designar a Dios» (Garibay Kintana, 1971, II, 408). Parece ser que éste es el significado que, igualmente relacionado con la ubicuidad de Dios, Olmos asigna al difrasismo. No obstante, Olmos parece olvidar a su vez que los nahuas educados en un ambiente prehispánico no asociaban «tloque nahuaque» con una divinidad abstracta o «numen» en general, sino que lo reconocían como uno de los nombres de su dios y hechicero Tezcatlipoca. En otras palabras, al apropiarse de este difrasismo Olmos está identificando a Dios con Tezcatlipoca, a quien los misioneros aborrecen como representante del demonio. En este sentido, al servirse de la retórica nahua con el fin de acercarse a su oyente y explicarle en un lenguaje familiar la palabra divina Olmos consigue justo el efecto contrario; incita al sincretismo y perpetúa la veneración de Tezcatlipoca.(12) Esto no significa que Olmos no sea consciente del peligro que corre el mensaje evangélico cuando se emplea terminología náhuatl, de hecho tanto él como otros misioneros insisten en utilizar términos religiosos en español como «Dios», «diablo», «santos sacramentos», «espíritu santo» y «Jesucristo» para dar a entender el nuevo dogma a sus neófitos indígenas, y el mismo Olmos introduce por regla general estos y otros neologismos en su traducción al náhuatl. En lo que respecta a supresión de texto original, al comparar los dos tratados destaca ante todo la exclusión de los trece últimos capítulos. En el de Olmos, Campagne (2004, 26) opina que éste traduce sólo los once primeros porque condenan el supuesto poder del diablo en vez de describirlo, y porque en ellos reside la teoría teológica en torno a supersticiones y hechicerías que a Olmos le interesaba para combatir la influencia diabólica que reconectaba sus experiencias demonológicas en ambos lados del Atlántico. Los capítulos siguientes seguramente los considera no tanto irrelevantes si no contraproducentes para su argumento, ya que divulgar ceremonias y ritos de hechiceros y brujas europeos podría arrastrar en Nueva España, donde el peso y el alcance de la Inquisición no es tan poderoso ni severo y los casos de idolatría indígena siguen vigentes, a que más personas cayeran en «las redes del diablo». Lo que menos necesitan los lectores y oyentes de su texto náhuatl, en general más expuestos a «las tiranías diabólicas» que al cristianismo al que tan sólo recientemente han sido convertidos, es saber de maleficios como aojar, del que Castañega habla en el capítulo XIV, o de ceremonias heréticas como las descritas en el capítulo XV, sobre cómo «deshacer con agua ciertas letras y palabras escritas en el suelo de la taza, y beber aquella agua para remediar algunas pasiones, o para desatar algunos maleficios de entre marido y mujer» (Castañega, 1997, 167), o de conjuros y hechizos para los que es necesario pronunciar frases mágicas y sacrílegas, como las que los hechiceros usan para concitar tormentas destructoras, y que Castañega reproduce en el capítulo XIX: «Per ipsum crucem, et cum ipso cruce, et in ipso cruce. Si ergo me quaeritis sinite hos abire, titulus triumphalis, miserere nobis» («Por esta cruz, con ella y en ella. Si por lo tanto me buscáis dejad que éstos desaparezcan, título triunfal, ten piedad de nosotros») (Castañega, 1997, 171). En su prólogo a la traducción Olmos afirma además que pretende suplir la falta de información sobre prácticas y creencias diabólicas europeas con la inclusión de «algunas otras cosas o maneras que [...] exercita[n] los hechizeros en esta nueva España» (1990, 3). Su intención, sin embargo, no llega realmente a cumplirse y Olmos sólo incorpora al texto de Castañega comentarios breves en el capítulo IV, «Cuáles son los ministros del diablo», sobre varias apariciones de Satanás en Nueva España, así como una enumeración, que no retrato detallado, de creencias y prácticas prehispánicas, y meras referencias a las funciones de la Inquisición.(13) En lo que respecta a ésta, resulta interesante reproducir un pasaje en el que, bajo el pretexto de aludir a las víctimas del engañoso diablo, Olmos da cuenta del papel de la Inquisición y de los autos de fe y otras formas de reconciliación que se realizaban en el zócalo o plaza principal de la ciudad de México: «[El Diablo] engañó a cristianos —escribe Olmos— que por ello fueron quemados, fueron muertos en la plaza del Mercado. Algunos con piedras, con palos, con el alacrán y la ortiga, fueron golpeados por los señores, los padres que se llaman inquisidores, por aquello que se llama la Sancta Inquisición que busca lo que anda oculto en la vida de las gentes, o si acaso algún cristiano quiere alejarse de Dios para hacer cosas malas, o si acaso desea en su corazón cosas impuras [...] y así darse voluntariamente al Diablo» (Olmos, 1990, 11).(14) Este párrafo, además de rememorar la labor inquisitorial de Olmos, podía muy bien prestarse como parte de un sermón con el que el predicador infundiera miedo en sus oyentes al advertir del peligro que les acechaba y, sobre todo, de las consecuencias que habrían de asumir si se entregaban al diablo. En este sentido volvemos a encontrarnos un difrasismo típico de la retórica nahua, el de in colotl, in tzitzicaztli (el alacrán, la ortiga), que quiere decir correctivo con el que los nahuas castigaban si se infringían las normas sociales, y que está presente en uno de los huehuetlahtolli que Olmos había codificado, el de «reunión de consejos que daban los viejos sabios» (Díaz Infante, 1992, 91). En cuanto a la inclusión de creencias y prácticas «idolátricas» indígenas, uno de los pasajes más extensos que Olmos incorpora en su traducción aparece en el capítulo II, «Del templo y naturaleza, potencia y astucia del Diablo», donde aprovecha para mencionar los peligros o tentaciones a los que los nahuas debían enfrentarse. No obstante, lejos de encontrarse con particularidades sobre supersticiones y rituales prehispánicos, el lector tiene que conformarse con un párrafo en el que Olmos hace arte de la discreción: «tienen por costumbre los sacrificios, el polvo, la basura, la ceniza, y arrastran a la gente a la ruina, a la enfermedad, los hacen desgraciados, los castigan muy duro con pulque, con hongos, para que vengan a ser malvados, perversos, pícaros, se hastían, unos a otros se devoran, unos a otros se odian, unos a otros se matan» (Olmos, 1990, 27-29).(15) Sorprende en este pasaje que, dados sus conocimientos sobre «demonología» nahua y su intención expresa de añadir «otras cosas o maneras» de la Nueva España al tratado de Castañega, a la hora de la verdad Olmos se limite a realizar escuetas generalizaciones. Es decir, habla muy por encima de lo que entrañaba la celebración de fiestas y ceremonias sobre las que había compilado información (como, por ejemplo, el festival de Panquetzaliztli, por el que había imputado a don Juan), o sea, rituales con sacrificios humanos, supuestos actos de antropofagia, así como consumo de alcohol y alucinógenos. El porqué coincide con la misma razón por la cual Olmos prescinde de los otros trece capítulos del texto original: entre su público lector u oyente no se encuentran sólo autoridades oficiales y religiosas, como en el caso de los documentos que se derivan de sus investigaciones culturales. La inclusión de determinados detalles como el nombre de fiestas y ritos, e información sobre quiénes lo celebraban, cómo y en qué época del año, podía terminar asegurado la continuidad y perpetuación de prácticas y creencias prehispánicas entre su público nahua. En este aspecto, Olmos ofrece su propia aclaración en el prólogo cuando nos dice que ha traducido el tratado de Castañega «[r]ecatándome y tocando la materia de manera que auese [sic] y no emponçoñe [... y para que no] digan que es renouar o traer a la memoria llagas viejas y oluidadas» (1990, 3). Este acto de autocensura o reticencia a describir los ritos «diabólicos» nahuas queda de nuevo ilustrado en uno de los pasajes que mejor demuestran la manera en la que el tratado de Castañega y la traducción de Olmos se entrecruzan y cómo la traducción podría haber complementado al original. En el capítulo IX «De los sacrificios que al demonio ofrecen sus ministros» Castañega muestra horror y repulsa hacia un acto tan cruel como el del sacrificio humano, más aún, cuando se trata del de niños: «el demonio trayendo a la memoria los sacrificios pasados, en que le sacrificaban niños, y derramaban en los templos mucha sangre humana, como si en ello se deleitase; agora por sus ministros lo mesmo trabaja, como dicen que se hacen entre los idólatras de la nueva España» (1997, 86).(16) Allí donde Castañega menciona brevemente esta atrocidad diabólica, Olmos podría haber ampliado la información y escrito sobre el festival del tercer mes nahua, Tozoztontli, durante el cual se ofrecían niños al dios de la lluvia Tlaloc. En su lugar, Olmos traduce: «A causa de él, del Diablo, a veces se recuerda que hubo espantosos sacrificios sangrientos, efusiones de sangre, crímenes; mucha sangre se esparcía así en su morada, en México, y esto por todas partes se hacía cuando llegaron los hombres de Castilla» (1990, 68-69). Vemos que opta por condenar cualquier sacrificio humano y, fiel al discurso religioso del que es partícipe, elogia la labor evangelizadora de los cristianos españoles, quienes revelaron a los nahuas el engaño diabólico al que Satanás los tenía sometidos. A este respecto Olmos añade: «Pero ahora no puede el Diablo engañar a los cristianos para que, apartados o ante la gente, ofrezcan su sangre como sacrificio» (1990, 69). No deja de ser curiosa la interpretación que Olmos hace del original en las líneas siguientes. Castañega sigue reprobando que el diablo obligue a sus «ministros [...] [a que] maten niños, como hacen muchas parteras, o chupen sangre humana por exquisitos y cautelosos modos, que para ello el demonio les enseña» (1997, 86), lo cual Olmos reformula de esta manera: «[El diablo] pide a sus nahuales (brujos) que se despoje a alguien. Así, ante viejecitas malvadas vendrán a nacer hijitos queridos, niños, para que les chupen la sangre» (1990, 69). Aunque en un primer momento Olmos generaliza a las víctimas de brujos o nanahualtin, apreciamos que, como Castañega, termina por acusar únicamente a las comadronas de una práctica aberrante, citada ya en manuales demonológicos medievales como el Malleus maleficarum, en cuya sección XI de la primera parte los «cazadores de brujas» Kramer y Sprenger vilipendian a las «que son parteras, y las varias maneras en las que matan al niño en el vientre, y procuran el aborto, y si no hacen esto ofrecen a los recién nacidos a los demonios» (2006, índice; mi traducción). Es muy improbable que en sus investigaciones culturales Olmos no tomara nota de la gran consideración que los nahuas mostraban hacia las mujeres que ejercían no sólo de parteras sino también de consejeras espirituales, «proveedoras de salud» durante el embarazo y después del parto.(17) La presencia de estas curanderas se requería ya en los últimos meses, sobre todo entre la aristocracia nahua, porque ayudaban a la embarazada a aliviar dolores y malestar mediante masajes, baños aromáticos e infusiones, y la preparaban para el parto. En su función como consejeras daban recomendaciones a las futuras madres sobre cómo cuidar del bebé y de sí mismas—les aconsejaban, por ejemplo, no disgustarse y no ayunar—, e inmediatamente después del nacimiento, eran las primeras en sostener al bebé en brazos para darle la bienvenida al mundo e informarle de cuál sería su rol, dependiendo de su sexo y de su posición social. Representantes de una tradición llena de simbolismo y referencias religiosas, durante los servicios prestados las parteras se encomendaban a Cihuacoatl, diosa de la fertilidad, y bañaban a los recién nacidos a la vez que invocaban a la diosa del agua Chalchiuhtlicue. Como observamos en la traducción de Olmos, sin embargo, el retrato que se ofrece de la partera nahua dista mucho del que se tenía de ella en la sociedad nahua. Fiel al original de Castañega y quizá pensando en invocaciones «idolátricas» y otras prácticas nahuas para intentar salvar la vida de la mujer, Olmos omite los beneficios que estas curanderas aportaban antes, durante, y tras el parto, y en su lugar contribuye a instaurar en Nueva España una nueva imagen de estas mujeres como viejas maliciosas y servidoras del diablo. En el caso particular de comadronas nahuas que se encomendaban a divinidades «diabólicas» existirían razones para argumentar por qué Olmos asocia algunos de sus rituales con los brujeriles europeos. En otros casos, sin embargo, el ataque contra las mujeres por sus prácticas y creencias demonológicas en Nueva España, como vimos al comienzo de este artículo, resulta muy forzado. Así pues, Olmos traduce en su totalidad el capítulo V de Castañega: «Por qué destos ministros diabólicos hay más mujeres que hombres», carta blanca de la misoginia medieval que reflejaban y fomentaban obras como el Malleus maleficarum, en cuya VI sección se trata el tema de «por qué las mujeres tienen mayor tendencia a depender de las supersticiones del diablo», y se las califica de hablantes, celosas, y engañadoras. A pesar de haber aprendido que en Nueva España la mayoría de las autoridades religiosas prehispánicas, es decir, los «ministros del diablo» que dirigían los festivales y organizaban los ritos, son hombres, y a sabiendas también de que son éstos quienes siguen ejerciendo sobre todo de hechiceros tras la conquista —de hecho, de los diecinueve nahuas que Zumárraga juzga sólo dos son mujeres: una por curandera que invoca al dios Tezcatlipoca y otra por esconder ídolos (Greenleaf, 1961, 57, 61-62)—, Olmos no prescinde de este capítulo por considerarlo incorrecto o innecesario. El franciscano supedita la realidad que conoce a la ficción del texto de Castañega y en su traducción transporta las creencias brujeriles misóginas europeas a Nueva España. El ejemplo anterior invalida la afirmación de que el Tratado de hechicerías y sortilegios es un texto «radicalmente nuevo», una traducción en la que, según Campagne (2004, 2), Olmos «desarrolló su propio discurso, el cual se desvía enormemente de la demonología radical europea que en un principio pareció haberle inspirado» (mi traducción). Es innegable que Olmos adapta el texto de Castañega (por ejemplo, al intentar imitar la retórica nahua o al introducir noticias de sus experiencias como inquisidor), pero no lo altera profundamente. De haberlo hecho, sus experiencias y conocimientos empíricos habrían tenido prioridad frente a la doctrina patrística y las teorías demonológicas europeas que diseminaban la imagen de la mujer como bruja y comadrona diabólica. Es decir, la traducción de Olmos habría sido un texto «radicalmente nuevo» si Olmos se hubiera distanciado tanto del original como para sostener lo contrario; por ejemplo, que, tal y como había percibido durante sus investigaciones culturales y como inquisidor, en Nueva España la mayoría de los ministros del diablo eran hombres. Se debe añadir que Olmos no concibió su traducción como reescritura del texto de Castañega y que, a pesar de asegurar en su prólogo su intención de incorporar «algunas otras cosas o maneras» diabólicas de Nueva España, las referencias que finalmente hace son mínimas. En una obra «radicalmente nueva» habrían abundado las menciones y explicaciones de divinidades prehispánicas, y ceremonias, ritos, y creencias que él y otros religiosos coetáneos consideraban idolátricos. La razón por la que se mantiene fiel al tratado de Castañega depende en gran medida de su propósito evangelizador y de sus neófitos indígenas. En 1553, cuando con veinticinco años de experiencia misionera Olmos termina su traducción, tiene clara conciencia de que el cristianismo se enraíza con dificultad y de que al lector y oyente nahuas no hay que recordarles las prácticas diabólicas en un ambiente en el que podrían proliferar, lo que se debe hacer, y Olmos hizo, es tocar «la materia de manera que auese [sic] y no emponçoñe».(18) NOTAS (1) El título completo de la obra de Castañega es Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerias y vanos conjuros y abusiones y otras cosas tocantes al caso, y de la posibilidad y remedio dellas, citado a partir de ahora como Tratado de las supersticiones y hechicerias. Para este estudio se ha consultado la edición de Fabián Alejandro Campagne (1997). En cuanto a la traducción de Olmos, nos hemos servido de la edición y traducción de Georges Baudot (1990). El manuscrito original se encuentra en la Biblioteca Nacional de México catalogado como Ms1488, vol. VIII. (2) El término «conquista espiritual» como sinónimo de evangelización lo usan los religiosos de la época para referirse a la lucha contra el diablo que había sometido a los indígenas a su tiranía. Así pues, el franciscano fray Gerónimo de Mendieta en su crónica sobre la evangelización Historia eclesiástica indiana, escrita a finales del siglo XVI, califica a los misioneros de «caballeros de Cristo» enfrentados al «príncipe de las tinieblas [que] tan apoderado y enseñoreado estaba» (1973, I, 124). (3) Arthur J. O. Anderson, experto en náhuatl, hace un escueto comentario acerca de la autoría de la traducción cuando afirma que «no hay duda de que Olmos recibió ayuda de nativos [nahuas]» (mi traducción) (1993, xxviii). (4) Para más información sobre brujería en la España de los siglos XVI y XVII véase Campagne, 1997, XC-XCI. (5) Baudot aporta breves datos biográficos, muchos basados en la crónica de Mendieta, y analiza las obras que se le atribuyen a Olmos en su monografía de 1995, véanse en concreto las páginas 163-245. Para más información sobre sus estudios culturales, véase también el artículo de Wilkerson (1988); y, sobre el Códice Tudela en concreto, véanse la edición de Tudela de la Orden (1980) y el estudio de Batalla Rosado (2002). (6) Sobre la cuestión de traducir o escribir textos doctrinales a medida de los neófitos indígenas, véanse los estudios sobre Sahagún de Bustamante García (1989 y 1992), así como los análisis de traducciones religiosas de Alcántara Rojas (2005, 2013) y Tavárez (2013). (7) Para entender más a fondo el período inquisitorial de Zumárraga remitimos al lector al estudio de Greenleaf (1961) y más recientemente al de Lopes Don (2010). (8) Se puede consultar el informe inquisitorial que Olmos envía a Zumárraga para informarle del proceso contra don Juan en la edición de Luis González Obregón (1912). (9) Este estudio cita la traducción del náhuatl al castellano que aparece en la página derecha del texto paralelo editado por Baudot (1990). El original náhuatl de la página izquierda sólo se reproducirá cuando se hagan comentarios de carácter lingüístico, y las palabras que sean relevantes irán en cursiva para permitir al lector una identificación rápida. (10) El franciscano fray Juan Bautista Viseo tradujo algunos de estos huehuetlahtolli y los publicó en 1601. Hasta la fecha el estudio más completo sobre el uso evangelizador de los huehuetlahtolli es el de Ruiz Bañuls (2009). (11) Ascensión Hernández de León-Portilla y Miguel León-Portilla publicaron la gramática de Olmos en 2002. El último capítulo de expresiones en náhuatl ha sido traducido y editado por Judith Marie Maxwell y Craig Hanson (1992) y, aunque no en toda su totalidad, por Thelma Sullivan (1994). (12) Otro de los términos que traía de cabeza a los misioneros es el de Tlacatecolotl, literalmente hombre-búho, una especie de chamán o hechicero. En su traducción Olmos lo utiliza para referirse al diablo, una asociación que para otros misioneros, como Sahagún, suponía incitar al peligro sincrético. Aunque el término desmitificaba al diablo, rebajándolo a la categoría de simple y mortal hechicero, se terminaba equiparando al diablo con un hechicero del que todavía se creía que tenía poderes para provocar la muerte y causar enfermedades (Burkhart, 1989, 39-40). (13) Baudot analiza y reproduce la traducción del capítulo IV en su artículo de 1972. (14) Al final del capítulo IV Olmos también ofrece, aunque escasos, algunos detalles sobre cuatro interrogaciones inquisitoriales que realiza en Cuervanaca, Texcatepec, Amecameca and Zacatlán (Olmos, 1990, 40). (15) Baudot traduce literalmente el difrasismo «teuhtli, tlaçolli», en sentido figurado inmoralidad o vicio, como «polvo, basura». (16) Castañega podría haber obtenido esta información sobre sacrificios humanos de otros miembros de su orden que escribían desde Nueva España de la segunda carta de Hernán Cortés, publicada en 1522, o de la cuarta parte de De orde novo, del humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, publicada hacia 1526. (17) Sahagún recogió información sobre las curanderas y parteras nahuas en los libros VI y X del Códice florentino, véase la edición y traducción del náhuatl al inglés de Anderson y Dibble (1950-1982). (18) Determinar hasta qué punto el uso de información sobre las culturas indígenas era útil para la evangelización o «emponzoñaba» y permitía la continuidad de las creencias y ritos nativos resultaba también una preocupación constante para otros misioneros como Sahagún. El dilema se intentó resolver de manera oficial tras el Concilio de Trento, cuando Felipe II prohibió la circulación de cualquier obra que tratase, aunque someramente, cualquier asunto cultural indígena. BIBLIOGRAFÍA ALCÁNTARA ROJAS, Berenice, «El dragón y la mazacóatl: Criaturas del infierno en un exemplum en náhuatl de fray Ioan Baptista», Estudios de Cultura Náhuatl, 36 (2005), 383-422. —— «Evangelización y traducción. La vida de San Francisco de San Buenaventura vuelta al náhuatl por fray Alonso de Molina», Estudios de Cultura Náhuatl, 46 (2013), 89-158. ANDERSON, Arthur J. O., «Introduction», en Bernardino de Sahagún’s Psalmodia Christiana, Salt Lake City, University of Utah Press, 1993, xv-xxxv. 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