Quizás una reflexión sobre la traducción del futuro deba ser explicada. ¿Por qué un historiador de la traducción, alguien que dedicó un cuarto de siglo a los estudios sobre la traducción española, al Medioevo, al Renacimiento, a la Ilustración, al Romanticismo y los avatares del final de siglo, abandona el pasado para observar el porvenir. ¿Por qué el círculo de la reconstrucción histórica de la labor de los traductores españoles iniciado con una Aproximación a una Historia de la Traducción en España (2000), continuado con su versión ampliada, Ensayo de una Historia de la Traducción en España (2018), parece cerrarse ahora con un libro que no trata del pasado de la traducción y de su historia sino de su futuro, ¿Sueñan los traductores con ovejas eléctricas? (2023)? A lo mejor en la nueva realidad está la respuesta.
El ascenso de la IA en el campo de la traducción literaria o editorial tiene tanto de realidad como de construcción mediática y exceso de síndrome de nuestro tiempo (la confusión de lo real y lo ficticio, lo que podríamos llamar en términos literarios síndrome Quijote). La propia ambigüedad del objeto hace difícil construir un verdadero lugar crítico para analizar lo nuevo. La fascinación que ejercen herramientas informáticas como ChatGPT tiene su lado opositor: conjura que nos divide en bandos irreconciliables: los «superoptimistas» y los «alarmistas». Basta leer el Techno-Optimist Manifesto que firmara hace ya algunos meses Marc Andreessen o los artículos de la prensa que a diario ilustran los temores que produce la posibilidad de que las máquinas piensen (y actúen) en nuestro nombre.
Lo importante, en mi opinión, no es determinar si las herramientas de Inteligencia Artificial aplicadas a la traducción de textos literarios son más o menos precisas, lo hacen mejor o peor que los humanos, o si en un futuro superarán a los humanos o los desplazarán. Las respuestas a algunas de estas incertidumbres podrían darlas, desde hace ya algún tiempo, los traductores que se dedican a otros ámbitos que no son el de la traducción literaria. Apelar al alma del texto, a la radicalidad humana del mismo o al estilo particular de cada escritura artística, no son más que estrategias de dilación: lo que se dilata es el momento de abordar el análisis, no el avance de las herramientas de traducción o el interés (o no) de sus creadores por copar también el campo de la traducción literaria y editorial.
Es evidente que la parte fácil de un discurso que se presente como discurso crítico (y que en realidad no lo es) consiste en algo tan elemental como enfrentar la traducción de un texto literario, o varias traducciones humanas del mismo, a lo que la máquina (esto es, cualquiera de los traductores automáticos disponibles online) es capaz de hacer. Se trataría de un ejercicio comparativo, el mismo que hacemos cuando en una clase tradicional cotejamos varias traducciones de un mismo texto e intentamos determinar las razones que llevaron a este o aquel traductor a tomar esta o aquella opción. Como puede comprenderse, lo que estamos haciendo no determina nada, sólo es una forma de compulsa notarial sobre el estado evolutivo o las capacidades puntuales de la traducción automática en un momento concreto y en el ejercicio concreto de traducción de un texto concreto. Dicho de otro modo, el típico y tradicional estudio descriptivo, adornado con el adjetivo «comparativo», que abunda en las clases y los trabajos sobre evaluación de traducciones. Y que, a menudo, protagonizan o escriben, respectivamente, evaluadores que no se han enfrentado ni una sola vez en su vida al acto de escritura que llamamos traducción.
Ahora bien, como comparatistas (sino como científicos, término que como Steiner considero «arrogante» para referirse a las Humanidades), ¿qué estamos determinando con semejantes comparaciones? Quizá estamos mostrando nuestra preocupación ontológica por los aciertos del traductor automático, o quizá hacemos exhibición de nuestra condición humana y nos mostramos condescendientes con los errores que detectamos y que señalamos con un círculo de tinta de color rojo. ¿Y el caracol vuelve a su concha? ¿Es esto una actitud humanista, no digamos ya científica? ¿Hemos realizado un análisis o simplemente un diagnóstico que no es más que una reafirmación de verdades que creemos inamovibles? ¿Estamos haciendo de lo humano una religión?
Creo que detrás de estas preguntas, y seguramente de alguna más que podría ocurrírsenos, está una cuestión que parece ancilar y no lo es: la redefinición de los métodos de análisis de lo real (y de reflexión de los fenómenos humanos), ya no sólo puede ser abordada desde la perspectiva de que es el ser humano el factor creador y el agente analítico, sino que, por primera vez en la historia de la humanidad, elementos creados por el ser humano se independizan, hasta cierto punto, y se erigen tanto en factores de creación como en agentes de análisis.
De modo que cuando por enésima vez uno lee u oye la apelación teológica al alma del texto literario, a esa alma insuflada por otra alma, que es la humana, y que es, en definitiva, lo que nos separa de las máquinas, cuando uno lee u oye por enésima vez tal aseveración termina por interesarse no ya por el pasado de la traducción literaria sino por su futuro. La lectura de algunas advertencias poco menos que apocalípticas acerca de la desaparición de la profesión de traductor o, por el contrario, las bendiciones entusiastas hacia la tecnología que va a liberarnos de la pesada carga de tener que traducir textos se barajaban y alternaban como argumentos contrarios, gemelos y únicos a la hora de presentar el ascenso de los traductores automáticos al territorio de las capacidades de traducir textos literarios. Pero si, en realidad, queremos analizar un fenómeno como este, un ingenio (los programas de traducción asistida basados en Inteligencia Artificial, sean modelos de redes neuronales o de LLM) que nace en ámbitos muy lejanos de las Humanidades —como son la Ingeniería, la Matemática o la Informática— pero que han contado con la Filología, con la Lingüística, incluso con la Filosofía del Lenguaje, pronto se llega a la conclusión de que como ensayista y filólogo, no se trata tanto de determinar el estado o nivel en que dichas tecnologías se hallan (estado y nivel que, como podemos imaginar, se modifican, complementan o perfeccionan a gran velocidad), sino qué debían hacer los agentes humanos implicados, cómo podrían integrar dicha herramienta, o convivir con ella, cuando no de qué manera podría obtenerse beneficio y rendimiento en los planos laboral, económico o industrial. Entender esto, y prepararnos para ese futuro, creo que es más rentable que encerrarnos en la aldea gala de la resistencia y de la negación. Al final, como sabemos, el imperio romano desapareció; pero las aldeas galas también.
Acotados ya los objetos de interés de mi investigación y posterior reflexión, decidí centrarme en algunos campos, en los que –a mi juicio– la realidad del advenimiento de la traducción literaria automática podría incidir para modificarlos: educación, profesión y mundo editorial. Y la primera impresión que tuve fue la de que estos tres ámbitos (el de la formación de los traductores, el de los traductores como profesionales o productores, y el de la industria como medio de explotación y de difusión de los trabajos de traducción), a pesar de ocupar puntos distintos de la cadena que nos ocupa, en realidad son ámbitos que ya han aceptado la existencia de tales asistentes de traducción, herramientas informáticas o soportes virtuales: nuestros alumnos, los traductores de muchos ámbitos (quizá aún no del literario) y los editores e industrias editoras conviven cada día con estas herramientas de la ingeniería informática, saben de su existencia, las utilizan y, desde luego, saben que no pueden obviarlas, negarlas o anularlas. Eso era, y es, en principio, lo que tienen en común los tres ámbitos en los que centré mi reflexión. No se trata de aceptar la realidad tecnológica como un fatum ante el que los limitados humanos nada podemos hacer; se trata de preguntarnos qué vamos a hacer y cómo vamos a convivir y a colaborar con tal realidad tecnológica creada por humanos.
La vía más sencilla, o más accesible al menos, de aproximarse a las capacidades de la traducción automática en el ámbito que nos ocupa pasa por elementales ejercicios de traducción, con Google Translate, como los que allá por 2018-2019 realicé para alguno de los capítulos del libro que entonces escribía, Traducir la traducción (2020). Si además de someter el programa a textos de dificultad evidente, o con singularidades lingüísticas que deben ser consideradas más allá de operadores de corpus léxico o incluso de operadores neuronales, nos dedicamos (como me dediqué) al juego de traducir un texto a otra lengua y luego, a partir del resultado, retraducir éste de nuevo a la lengua de destino (que es la de origen del texto), lo que se nos volcaba tras tal ida y venida mostraba en sus costuras todos los errores y todas las omisiones que cada uno de estos dos pasos traductores albergaba en su ser, tal que pequeñas imperfecciones de matriz o lunares hereditarios. Como podemos concluir ahora, aquello no era más que un juego, una prueba de nuevo fallida, y lo era porque no se buscaba tanto evaluar la acción en su conjunto como señalar los errores puntuales para, desde tal lista, fulminar la idea de que las máquinas pudieran traducir textos literarios.
Tres o cuatro años después de aquella —llamémosla— tentativa no del todo bien orientada, y a pesar de que en mi nuevo libro sometí a Google Translate y a DeepL tanto al ejercicio de traducir textos literarios que yo conocía bien (o que yo mismo había traducido) como a las trampas de la fe de quien, conocedor de las lenguas con las que hacía trabajar a las máquinas, y conocedor también de los textos que le proponía, o de las frases que inventaba para que el programa tradujese, era más que obvio que si como filólogo, y como traductor, quería poner en aprietos al programa en este o aquel detalle, podía hacerlo, y esto me autoafirmaba en mi superioridad moral, técnica y profesional sobre la máquina. Llegados a este punto, caben dos actitudes: darse por satisfecho y no seguir avanzando, o seguir avanzando, aun a costa de que lo que descubramos nos obligue a repensar o a reescribir todo lo que hemos pensado o hemos dicho.
Con los resultados obtenidos, la opción fue la de preguntarme si el salto de un resultado que damos por deficiente a un resultado que podríamos considerar aceptable, correcto u óptimo, es asumible como más eficiente, más rápido o más barato que la búsqueda de dicho resultado (aceptable, correcto u óptimo) mediante la traducción de un humano; porque, por otra parte, tanto cuando encargamos una traducción en clase a nuestros alumnos como cuando un editor contrata la traducción de un libro a un traductor determinado, buscamos unas ciertas garantías o confiamos en que se producirá un resultado acorde con las expectativas (docentes en un caso, profesionales en el otro), y sabemos que esas garantías son más desiderátum que certezas.
Por otra parte, nos debatimos entre dos modelos de relación: la coexistencia con las máquinas de traducción automática o la suplantación de los traductores humanos que las máquinas de traducción automática pueden llevar a cabo. Y en todo este debate, o este terreno nuevo que algunos viven como de arenas movedizas, y que realmente lo es, hay ciertas renuncias o determinadas certezas a las que nos hemos aferrado y que paso a enumerar:
1) La evaluación de las traducciones, las humanas y las no-humanas, desde parámetros de calidad, o de gusto, humanos.
2) La creación de modelos de entrenamiento y de máquinas de traducción diseñadas con criterios humanos.
3) La innegociable posición científica que, como si de una religión se tratase, sigue presuponiendo la existencia de traductores humanos y de traducciones puramente humanas.
Vayamos un paso más allá. Y olvidemos ahora, por un momento, evaluaciones de calidad, criterios humanos que determinen lo traducible y lo no traducible, lo mejor o lo menos bueno; olvidemos las métricas y estadísticas que estamos creando para situar la labor de las máquinas junto a o frente a la labor de los humanos; y vayamos, como digo, un paso más allá. Ese fue el objetivo de mi reflexión.
Desde esta perspectiva, hay dos aspectos de la realidad de la traducción literaria realizada por máquinas y por humanos que debemos considerar. En primer lugar, la traducción es un producto de trabajo con el que negocian dos partes (el traductor y el editor o empresa editora), y lo que para uno puede ser inaceptable, para el otro puede resultar suficiente o soportable, si es más rentable o más rápido. ¿Y eso por qué? Pues porque las dos partes mencionadas se sitúan en los dos extremos de una línea de transmisión (el libro o texto traducido) que se ven desde una perspectiva distinta: el traductor, como lingüista, como filólogo, como especialista en literatura, en el autor, etc.; el editor, como comercial de un producto y, en consecuencia, como parte más próxima a los deseos, los gustos y los rasgos que definen a sus potenciales clientes. Y no sólo el perfil de la obra que debe traducirse o sus lectores ideales importan en el esfuerzo de inversión: también, y esto lo sabe mejor la empresa editora que el traductor, la vida útil, a nivel comercial, del libro, de ese texto traducido que encerramos en las tapas de una novedad literaria y que, pocos meses después, desaparece. A veces, cada vez con más frecuencia, para siempre: sin reedición a causa de los malos resultados de ventas.
La segunda de las cuestiones que debemos contemplar es la siguiente: estamos hablando de los modelos de entrenamiento de máquinas especializadas en traducción literaria y de máquinas de carácter más general, basadas en modelos de redes neuronales o en modelos LLM: nadie parece tener en cuenta un error de concepción genesíaco. Todos estos traductores automáticos están siendo entrenados con textos que circulan por la Red, con ediciones electrónicas de libros, de mayor o menor calidad, de mayor o menor (o ninguna) fiabilidad filológica; pero, en todo caso, y siempre, ediciones electrónicas. Esto implica, al menos, dos terribles conclusiones: primera, estamos dando por sentado que todo lo que merece saberse, en el ámbito de la tradición literaria escrita, está digitalizado, y está bien digitalizado, y que se trata de las ediciones más depuradas y corregidas, sin erratas, que parten de la edición princeps ideal, lo cual es un antiquísimo problema de la ecdótica, de la edición de textos y, por extensión, de la Filología, un problema que ahora determinada investigación en traducción automática simplemente ignora, en sentido figurado y en sentido real; y segundo, con esta posición ante la realidad de lo literario, estamos creando una comunidad literaria digital frente a una comunidad analógica, la de los libros no digitalizados, que vive en los márgenes de todo este fenómeno de la edición electrónica, de la digitalización y del entrenamiento y el uso de máquinas de traducción. Como ya he dicho en otras ocasiones, una comunidad de libros, ésta, muy parecida a la comunidad de libros-personas con que se cierra la fábula de Ray Bradbury Fahrenheit 451.
Mi posición, desde que abrí la ventana de este espacio de reflexión y entré en él, fue siempre la de no ubicarme ni en el bando de los tecnooptimistas ni en el de los fatalistas: ni mostrar entusiasmo ciego, ni mostrar inquietud o impotencia irracionales. Una máquina, de momento, no traduce metáforas, tiene problemas con determinadas ambigüedades, polisemias, equívocos, no se maneja bien con la retórica, no es capaz de reconocer la autoría de una frase o, si lo hace o lo hiciera sistemáticamente en un futuro, debería aprender qué supone eso, debería comprender cómo ese término, esa frase, esa idea o esa forma se integra en un sistema ideológico o en un idiolecto, los de su autor, o define una forma de aquello que a veces no somos capaces de definir, de aquello que se resume bajo el término estilo. Y todo esto, teniendo en cuenta que la mayor parte de los experimentos de traducción, de entrenamientos y de estudios de resultados con máquinas de traducción se hacen a partir de o con la participación de una lengua: el inglés. Y que normalmente la segunda lengua en juego es una lengua con una fuerte tradición literaria, una solidez normativa y un gran corpus textual digitalizado: es decir, no podemos perder de vista que lo que, generalizando, está practicándose no es más que una gota, quizá no pequeña pero una gota, en el océano de las lenguas y de las literaturas.
Mis tesis, hasta aquí y como ya dije, se basaban en planteamientos no de futuro, no históricos, no entusiastas, no propios de odiadores de redes sociales, sino aplicados fundamentalmente a los tres ejes que me parecen relevantes en el mundo de la traducción literaria: el formativo, el profesional y el productivo. Teniendo en cuenta que el tercero de estos ejes (el de la producción editorial) puede determinar o determinará sin duda los dos anteriores. En este sentido, creo, de momento no tengo nada más que añadir: la lógica empresarial condicionará y reconfigurará las funciones y tareas de los traductores literarios y la Universidad, quizá, deba estar atenta a las nuevas exigencias formativas. Pero también puede darse un paso, o dos, más allá, y sobre ello es sobre lo que quisiera trabajar ahora, o en un futuro.
Primer paso: de cómo el discurso social o las corrientes de pensamiento familiares a la corrección política pueden determinar o justificar el uso de la edición electrónica y, en consecuencia, justificar el empleo masivo de herramientas de traducción automática en el ámbito de la traducción literaria o editorial.
Aceptamos la edición en papel como un signo de tradición y de cultura, de cultura objetual, que nos remite a los comienzos de la historia del libro y, en el caso de los libros tal y como los conocemos actualmente, nos remite a los comienzos de la imprenta. Hay quien habla del olor de los libros, del tacto de sus páginas, de la disposición iconográfica de todos los elementos que componen la página y del placer visual que reportan, etc. Hablamos de los libros desde la percepción sensorial, o sea, desde la pura percepción animal. Pero ¿qué pasará cuando lo que en tantos ámbitos es el discurso dominante (el de la ecología y la sostenibilidad, terrible palabra) llegue de forma masiva, y de nuevo, al mundo del libro y rescatemos la existencia de la edición digital? Pues que a esa triada de elementos a los que antes me refería como cruciales en este nuevo paradigma cultural para la traducción (la formación, el traductor y la empresa editora) habrá que sumar otra parte que compartirá su espacio o cederá su tecnología a las editoriales: las plataformas de IA para la traducción y los softwares asociados o las aplicaciones integradas, que podrán formar parte de la edición de un libro electrónico con posibilidad de traducción automática inmediata y sin mediación alguna ni post-edición humana ni de ningún tipo.
Segundo paso adelante: si los libros electrónicos integrarán el software para su traducción a otra lengua, pues la edición en su lengua original será la única edición prínceps, la reconfiguración no sólo de la industria editorial sino del mismo mercado será global, y obviamente aquí tienen más que ganar o que decir los grandes grupos editoriales de las grandes lenguas o de las lenguas más habladas. La historia de Internet, hasta hoy mismo, no ha sido capaz de darle la vuelta al hecho de que el inglés se haya convertido en la lengua principal de la Red; trasladado este hecho al mundo editorial también puede esperarse un reflejo similar. Y de igual modo, hay que pensar que este proceso de las traducciones automáticas, integradas o no, no será proceso global sino que se regirá por criterios de rentabilidad y de oportunidad: probablemente las lenguas con menos hablantes queden relegadas, sino directamente fuera de esta diabólica ecuación; lo cual nos conduce a un monolingüismo implícito y a un borrado parcial o total de las necesidades comunicativas en lenguas poco eficientes en cuanto a su alcance cuantitativo o número de hablantes. Es decir: nos hallaremos, quizá, de ocurrir esto, a las puertas de la consecución por la vía de los hechos de la tan ansiada o soñada por lingüistas y filósofos «lengua universal».
La edición de traducciones no estará en manos de los traductores humanos, tampoco de los editores sino de plataformas de software que deberán contratarse como joint venture por parte de las empresas editoriales o como software de suscripción por parte de estas empresas o de los consumidores finales, es decir, de los lectores.
Y esto, así planteado, debería llevarnos a la tercera de las tesis futuras, esa que ni siquiera he enunciado unos párrafos antes. No estamos hablando, pues, de formación, ni de la Universidad, ni del trabajo o de la pérdida del trabajo, ni de los medios capitalistas de producción o edición de libros, tampoco hablamos de la reconfiguración de actividades humanas como la lectura o la escritura, no. Estamos hablando de una nueva forma de interacción con lo real, una forma de interacción que no remite a los elementos de la percepción sensitiva, tampoco a los intelectivos ni a sus formulaciones lingüísticas. Decía el poeta, refiriéndose a Dios: «Yo he acumulado mi esperanza/en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito;/a todo yo le había puesto nombre/y tú has tomado el puesto/de toda esta nombradía». Cuán similar esta plegaria de la que, probablemente dirigida a la matemática y a la ingeniería informática, eleve la humanidad. O esté ya elevando.
¿Qué pasará cuando la IA sea capaz de tomar el puesto de toda nuestra nombradía? Algunos creen que el valor artístico de la palabra, ese que labramos y le concedimos a fuerza de siglos, de tradición, de orfebrería pero también de pura minería, ese valor desaparecerá y la lengua, las lenguas no serán más que medios comunicativos de carácter referencial: si la IA traduce, si la IA escribe, si la IA habla, ¿dónde queda el radical humano que nos define como zoon logon?
Hay ya, a día de hoy, todo un vocabulario iconográfico que media en nuestras comunicaciones, que infantiliza el lenguaje y que abrevia o simplifica su extensión y complejidad. Ese vocabulario circula por las redes, por los dispositivos de comunicación y constituye todo un código universal que comenzó con los famosos smilies y ha pasado a constituirse, también, en sistema gestual universal. Las comunicaciones se han simplificado, los contenidos se han reducido, y en este mundo dual, el del like/dislike, comienza a no preocupar demasiado la forma, la belleza o la originalidad; por no preocupar, no preocupa siquiera la falta de precisión. Estamos socavando, de manera progresiva e incansable, los fundamentos expresivos de la lengua y la riqueza y variedad de la misma; y, al delegar tales trabajos, como pretendemos hacer con tantos otros, en máquinas inteligentes que se expresen por nosotros, que traduzcan por nosotros, que hablen o que lean y escriban por nosotros, estamos iniciando voluntaria y muy inconscientemente el epílogo intelectual del ser humano.
Pues el camino que está iniciándose para la traducción es el de una presencia tan masiva, una omnipresencia y domesticidad tal de los medios, los recursos y las herramientas de traducción que los hablantes y los escritores, también los receptores, van a perder de vista la diversidad lingüística, la diferencia, el matiz que cada cultura aporta: todo eso desaparecerá en pos de la inmediatez, algo de lo que ya nos advirtiera hace más de tres décadas Italo Calvino. Un mundo en el que la traducción sea omnipresente es un mundo que ha logrado abolir la misma traducción: vivir en un mundo con expresiones lingüísticas diversas pero con percepciones lingüísticas únicas, las propias, las de nuestra lengua. Vivir en un mundo en el que parece practicarse una traducción simultánea continua, universal, global, total.
La traducción ha sido hasta ahora –en cualquiera de sus ámbitos, desde el tradicional de la interpretación al de la traducción textual, sea del tipo que sea el texto traducido– un privilegio. Traducir algo suponía escuchar, o leer, mediar, y establecer un contrato entre, al menos, tres partes. La simultaneidad y la superposición lingüística a la que nos pueden conducir las nuevas máquinas de traducción automática o simultánea, eliminan uno de los elementos de esa ecuación tripartita; y, como en toda democratización que se presente como tal aunque en realidad no lo sea, el peligro de la manipulación, de la pérdida de ecuanimidad entre las partes, del control por medios mecánicos que responda a intereses ideológicos, económicos o políticos, está servido. Hacer desaparecer, o relegar, al ser humano de la operación traslativa se verá como una liberación pero será, en realidad, una medida de confinamiento.
La traducción se ha basado, a lo largo de toda su historia, en un frágil juego o equilibrio entre el recelo y la confianza: si la lógica de la mecanización de la traducción alcanza a modificar dicho equilibrio y hacemos desaparecer el recelo, siguiendo el patrón de nuestra fe ciega en la ciencia, si todo lo que vuelque una memoria de traducción, una IA de traducción o cualquier aplicación de asistencia a la traducción es indiscutible porque es unívoco, entonces ese mundo de la confianza implicará el empobrecimiento y la manipulación de la lengua. Vamos a hacer desaparecer el concepto de versiones, ese término que sirviera a Juan Luis Vives para su disertación sobre el arte o las formas de traducir.
La Inteligencia Artificial seguirá profundizando, aprendiendo, mejorando, en su labor como traductor de textos, y lo hará hasta que abarque la práctica totalidad del mundo escrito y digitalizado con el que pueda entrenarse o aprender; pero cuando esto ocurra, cuando los modelos ya no aporten nada nuevo o no sirvan para mejorar el procedimiento y los recursos de la máquina, el resultado de su labor de traducción de un texto será unívocamente invariable, se haga cuando se haga. En dicho estadio, el de la suficiencia traslativa de las IA de traducción, esto es, cuando el resultado sea totalmente satisfactorio (según métricas y cánones establecidos) e invariable, esto es, cuando de un texto haya solo una versión traducida y solo una, habremos llegado al grado cero de la traducción, ese estadio en el que los riesgos de manipulación mediante ingeniería informática pueden transformar, acortar, modificar, censurar, incluso borrar textos o partes de los mismos según conveniencia o necesidad. Primero, la traducción borra de manera universal las diferencias, las diferencias lingüísticas, hasta el punto de que perdemos la conciencia de dicha diversidad; después, la traducción da una versión única del texto desaparecido, del texto escrito en otra lengua. Hemos llegado al perfecto paraíso monolingüe y al sueño delirante de cualquiera que pretenda el control de la cultura humana.
En el ascenso de las Inteligencias Artificiales y su relación con las actividades de la escritura creo que operan, al menos, tres niveles de respuesta: la primera y más inmediata, es aquella que se conjuga en la oposición rechazo-entusiasmo, lo propio de la actitud humana ante cualquier novedad; la segunda, más de carácter gremial, es aquella respuesta que tiene en consideración el beneficio-perjuicio de los intereses personales que implican las actividades profesionales, económicas o intelectivas; pero hay un tercer rango de respuestas que se aloja fuera del dominio de las personas afectadas, de los sectores influidos o de las cuestiones puramente humanas. Este tercer plano de respuesta obedece a superestructuras ideológicas, tecnológicas y, en definitiva, económicas, para las que una actividad concreta (sea esta la traducción literaria o la composición gráfica) son pequeñas parcelas de una realidad mayor que, al ser afectada en su totalidad, arrastra como consecuencia previsible y ni siquiera premeditada el cambio o la modificación de actividades que, como la traducción, pueden ser actividades humanas milenarias.
Con esto quiero decir que enfrentar el tema del uso de asistentes o de inteligencias artificiales para la traducción literaria o para la producción editorial no es algo que pueda hacerse desde una perspectiva estética, técnica, profesional, gremial, ni siquiera desde una perspectiva filológica. Sólo dos parámetros son razones supremas, y consecuencias, de dicho cambio de paradigma: estos parámetros son el económico y el político. El advenimiento de la IA en la traducción literaria, en la traducción en general, en las Humanidades o en cualquier otra actividad humana tiene y tendrá más relación con las formas de control económico y político que con la aspiración de una sociedad feliz, o liberada del trabajo, o asistida por máquinas. El paradigma que cambia afecta a los medios de producción: desplaza al ser humano de los medios de producción, o lo aleja de su condición como medio de producción. Puede sonar fatalista, pero no podemos creer siquiera que los grandes conglomerados tecnológicos que trabajan en el desarrollo de diferentes IA tengan como foco principal de sus avances técnicos hacer desaparecer la traducción literaria humana. Esto, de producirse, cuando se produzca o en aquellos ámbitos en que lo haga, será simplemente consecuencia de tres factores: el político, el económico, y, como consecuencia, la concentración empresarial a nivel supranacional.
Hacer creer que la diferencia lingüística no supone una barrera es, y será, un negocio. Y una herramienta de control político. Y una forma de poner fin a determinados patrimonios político-culturales que han definido la cultura (al menos, la occidental) desde la Ilustración hasta nuestros días. No hay determinismo alguno en este análisis: simplemente, como sabemos, estamos en el final de una era cuyo origen, si así nos lo parece, podríamos cifrar en la revolución humanista del Renacimiento y que, tras diversas mutaciones, ha llegado agotada, exhausta o ya periclitada, a estos albores del siglo XXI.
La escritura de ¿Sueñan los traductores con ovejas eléctricas? me supuso, como autor, una forma de cerrar un círculo o de completar una historia, que había comenzado a escribir un cuarto de siglo antes, la Historia de la Traducción en España. De alguna manera, ahora, fortuitamente, me hallaba ante una situación harto paradójica, una contradictio in terminis, o un oxímoron: el relato no del pasado sino del futuro. Y al embarcarme en semejante empresa, aparte del atalaje habitual para tales travesías (lecturas, anotaciones, reflexiones, confrontaciones, conclusiones), me vi absorbido por lecturas lejanas del ámbito de la profesión filológica, de los estudios de traducción e incluso de los estudios humanísticos: lecturas que trataban sobre la IA o sobre la computación moderna desde perspectivas científicas, tecnológicas, matemáticas, filosóficas, biológicas, políticas, etc.
Una de las lecturas, de carácter muy general, fue la del libro de Sigman y Bilinkis, que trataba del ascenso de la Inteligencia Artificial de un modo muy divulgativo, aunque desde la perspectiva de la ciencia cognitiva y psicológica. Más allá de lo que el libro en concreto aportara a mis ulteriores conocimientos, pues cuando esto ocurrió mi ensayo ya estaba en las librerías, me llamó la atención un hecho. Había adquirido el libro en su versión electrónica, y tras un considerable número de páginas maquetadas en formato epub, al llegar al final del mismo, el lector se encontraba con un hecho curioso: la bibliografía no aparecía en sus correspondientes páginas sino encapsulada en un código QR que, tras ser escaneado por otro dispositivo, evidentemente, nos facilitaba la lista de obras leídas, consultadas o citadas, alojadas en la página web de uno de los dos autores. O sea, una bibliografía que iba a brindársenos en otros dispositivos (un teléfono móvil, por ejemplo), de modo que el acto de lectura comprendía, al menos, el uso de dos dispositivos, y la comunicación entre ellos. Me pareció una decisión, por parte de los editores, cuando menos curiosa. Algo así como aquella otra circunstancia en la que un apasionado ensayo en defensa de la edición en papel, que recorría la historia de la imprenta y de la maravilla objetual que para la historia de la cultura es el libro en papel impreso, terminó comercializándose también en versión electrónica, supongo que sin que nada pudiese hacer su autor por evitarlo.
Pero aquel QR, aquella cápsula a la que domésticamente nos habíamos habituado a partir de la pandemia de 2020, aquel QR con la lista bibliográfica completa de un ensayo, me condujo a preguntarme: ¿Y si en un futuro ni siquiera dispongamos de libros electrónicos como archivos informáticos (en pdf o en epub), sino simplemente se comercialice, adquiramos y descarguemos un QR con el texto, el soporte de IA para la traducción y todas las posibilidades lingüísticas que se nos brinden, estén a nuestro alcance, compremos o suscribamos? Más que comprimir la edición en un código QR, lo que ya sucede es que la edición electrónica no precisa ya de otro soporte que una conexión a internet y un usuario de cuenta o suscripción en una de las plataformas de compra de libros electrónicos: allí se aloja nuestra biblioteca, en nuestra particular nube de usuario o de suscriptor.
Toda esta nueva forma de entender nuestra relación con los libros, con el mundo de la edición, de concebir nuestras bibliotecas o de afrontar la lectura ya ha cambiado; por lo tanto, si las plataformas y los objetos están ya disponibles, ¿no supone esto que los medios de producción también están en proceso de cambio? Esta es la pregunta que deben hacerse las Humanidades.
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© Grupo de Investigación T-1611, Departamento de Filología Española y Departamento de Traducción e Interpretación y de Estudios de Asia Oriental (UAB)
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