Transcripción del «Discurso del traductor cerca de la persona del señor de Montaña, y los libros de sus experiencias y varios discursos», del licenciado Diego de Cisneros, acompañada de una breve introducción a su contexto histórico e intelectual
Recibido: 1 febrero 2018 |
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Es muy poca la información que hay sobre Diego de Cisneros; se sabe que nació en Valderas, un municipio del sur de la provincia de León, en el año 1584; probablemente de familia conversa, eligió el sacerdocio, una de las típicas carreras, además de la abogacía, por las cuales optaban los cristianos nuevos. Ingresó a los carmelitas descalzos, que no exigían la limpieza de sangre. Su nombre de religioso era Fray Diego de la Encarnación. Hacia 1624 era lector de teología en la Universidad de Douay. En ese año publica su primer libro: De Grammatica francessa en Hespañol, III Libros, A don Balthasar de Zuniga. Hijo del Marques de Mirabel, Embaxador del Rey Catholico en Francia. Por El P. Fr. Diego de la Encarnacion, Carmelita Descalzo, Valderano, Lector de theologia. Con licencia y approbacion de los Superiores. En Dovay, En la Emprenta de Balthasar Bellero, al Compas de Oro. Anno M.DC.XXIIII; el cual será reeditado en 1635, en Madrid, con dedicatoria al inquisidor Pedro Pacheco. Entre 1624 a 1629 se encuentra en Bruselas, ya como excarmelita, bajo la protección del Marqués de Bedmar, Don Alfonso de la Cueva, Presbítero Cardenal de la S. I. R., allí Cisneros funge como capellán, según consta en la dedicatoria: Al ilvstrisimo, i reverendisimo señor, el señor don Alonso de la Cueva, fechada el 15 de noviembre de 1628, a su obra de 1629: Escala mistica de siete grados de mortificacion. Para svbir a la vnion Con Cristo en su Cruz. En siete sermones, sobre los miercoles de Quaresma. Por Diego Cisneros, Sacerdote Teologo, Natural de Valderas. Al ilustrisimo, & Reverendisimo Señor, El Señor/ Do Una vez Bedmar abandona Bruselas, no le sigue, sino que se instala en Rouen, donde se conectará con el inquisidor Don Pedro Pacheco, por cuya orden y respecto se hizo la traducción del primer libro de Los ensayos de Michel de Montaigne, del francés al español. Esta se inició el 11 de mayo de 1634 y la concluyó el 12 de septiembre de 1636. El manuscrito, Experientias y varios Discursos de Miguel, señor de Montaña, que efectivamente comprende solo el libro I, hasta el ensayo LVII inclusive (de los tres que componen la edición francesa de Los ensayos), se conserva en la actualidad en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura Mss. 5635. A la traducción le precede una vida del autor «sacada quasi del todo de sus escritos», la advertencia del autor al lector, y una prefación apologética sobre Montaigne, elaborada por su hija de alianza, o heredera intelectual, y responsable de la edición póstuma de Los ensayos, Marie de Gournay. Finalmente, antes del texto principal propiamente dicho, se encuentra un prólogo del traductor acerca del autor y su libro, escrito del 16 al 28 de agosto de 1637 y firmado y rubricado por él en Madrid, con el título de: «Discurso del traductor acerca de la persona del Señor de Montaña, y los libros de sus Experiencias y varios Discursos», cuyo contenido transcribimos por primera vez de manera íntegra, pues Juan Marichal (1953) en el artículo: «Montaigne en España», hace una transcripción parcial de este texto. Ciertamente, el autor francés ya era bien conocido por algunos intelectuales españoles del siglo XVII, como Balthasar de Zúñiga, embajador en Francia y Flandes, que, según parece, tradujo diversos ensayos, aunque el manuscrito con sus traducciones se ha perdido. O también Quevedo, que en diversos pasajes de su obra transcribe casi literalmente textos de Los ensayos, y que incluye explícitamente a Montaigne en al menos dos de sus escritos, a saber: Nombre, origen, intento, recomendacion, y decendencia de la doctrina estoica, defiendese Epicuro de las calumnias vulgares, publicado en 1635 y en Visita y anatomía de la Cabeza del Eminentísimo Cardenal Armando Richelieu, texto editado por primera vez en 1932 por Astrana Marín (y cuya autenticidad se ha debatido, aunque en la actualidad estudiosos como Riandière La Roche (1984) se decantan por confirmar la atribución a Quevedo). Asimismo, Fernando Bouza (2008) encontró recientemente en la Biblioteca de Ajuda, en Portugal, una nueva traducción manuscrita, que incluye los 19 primeros ensayos de la obra de Montaigne, y que pudo llevarse a cabo en fechas similares a las de la traducción de Cisneros, aunque el autor probablemente fuera de nacionalidad portuguesa, dado el gran número de lusitanismos presentes en el texto (en concreto Bouza se la atribuye a Gerónimo de Ataide, debido a que el manuscrito: Pruebas de Miguel de Montaña, se menciona en el inventario de su biblioteca, realizado en 1634). Todo ello es muestra del gran interés que suscitaba la obra de Montaigne en el ámbito hispano y la necesidad de una traducción, para la que además existían ya las condiciones idóneas. En primer lugar, circulaban tanto Los ensayos en su lengua original como algunas traducciones de los mismos. Aunque es muy poco probable que Cisneros conociera la primera versión al inglés de estos, realizada por John Florio (1603), debido a la mayor presión de la censura inquisitorial española sobre los libros provenientes de Inglaterra o Alemania, él mismo menciona el uso de otras traducciones que rondaban en la época, en concreto la anteriormente citada de Zúñiga, y probablemente la italiana de Naselli (1590), así como «varias impresiones del mismo libro en francés». Según Marichal (1953) la edición francesa que utilizó Cisneros fue: Les Essais de Michel, seigneur de Montaigne, édition nouvelle enrichie d'annotations en marge, corrigée et augmentée d'un tiers... plus la vie de l'autheur extraicte de ses propres escrits, París, Nivelle, 1617.(1) En segundo lugar, una de las principales dificultades para que Los ensayos de Montaigne terminaran de calar en España residía en el desconocimiento de la lengua del país vecino (Aranzueque 2011). Pero el Licenciado Diego de Cisneros era la persona adecuada para dicha tarea, dado que ya en 1624, como se dijo supra, había publicado «en Douay, Vniuersidad del Condado de Flandes» una Gramatica Francesa en Español, «para aprender francés con methodo doctrinal breue y claro» (Cisneros 1635). Y así, pese a las dificultades que presenta el francés de Los ensayos, de las que Cisneros habla en su prólogo: «que habiéndola intentado muchos hombres graves y doctos en las lenguas italiana y española, desistieron de ella o no pudieron hacer cosa que sirviese. Como el traductor italiano, que se deja capítulos enteros; y el señor don Balthasar de Zúñiga, del consejo de su Majestad, y su Embajador en Francia y Flandes, tradujo algunos capítulos de este autor, que andan manuscritos; pero con tantas faltas, y corrales, que no se dejan entender bien, ni se goza el fruto, que se pretende de la lectura», pudo culminar con éxito la traducción del primer volumen. Sin embargo, pese a que el inquisidor Pedro Pacheco «Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Cuenca, del consejo de su Majestad, y de los supremos de Castilla y de la General Inquisición», amigo de Quevedo (quien quizá mediase directamente en este caso (Marichal 1953)), dio su aprobación para el inicio de la traducción de Cisneros, esta nunca fue editada y, al menos por los manuscritos conservados, jamás pasó del primer volumen. Así, hubo que esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar la primera versión española de Los ensayos, realizada por Constantino Román y Salamero, a pesar de los intentos tempranos, y aparentemente tan bien encaminados, de traductores como Cisneros. Lo curioso es que, probablemente, el propio prólogo del traductor nos dé indicación de los motivos por los cuales su empresa, que llegó a tener las «correspondientes licencias inquisitoriales para la impresión otorgadas por el vicario L. Lorenzo Iturrizaga y el licenciado Pedro Blasco, que llevan fecha de 1 de septiembre de 1637 y del 9 del mismo mes y año, respectivamente» (López Fanego 1981), nunca obtuvo las licencias civiles y permaneció como manuscrito, sin alcanzar a ver la imprenta. Lo primero que llama la atención es el apresuramiento del mismo: el texto solo contaba con el primer volumen traducido y ya se buscaba su impresión con un prólogo del traductor, que anticipaba la aparición de los otros dos gruesos volúmenes. Quizá para entender esto deba tenerse en cuenta que para el año en que el Licenciado Cisneros acomete su empresa, la obra de Montaigne llevaba tres o cuatro años en los Índices de libros problemáticos para la ortodoxia católica, si bien todavía de manera poco clara; aparecerá en Index de Zapata de 1631, página 400, con asterisco, es decir, en la clase tercera: de obras de autor incierto: «* FRANCISCO [sic] de Montagnes. / Su libro intitulado, Les Essais». Esto no era una novedad, pues se sabe que ya en vida de Montaigne este tuvo dificultades con la censura vaticana. De hecho, su único viaje extenso tenía como destino Roma, donde los censores católicos deseaban interrogarle a propósito de algunos términos recurrentes, ya desde la primera edición de Los ensayos, como la noción de «Fortuna», y críticas heterodoxas, como sus consideraciones sobre la incapacidad humana de orar adecuadamente. Ciertamente en vida de Montaigne tal episodio no tuvo mayores consecuencias, y el propio autor francés dejo sin suprimir en las sucesivas ediciones los pasajes problemáticos, limitándose a añadir un párrafo en un ensayo especialmente sensible, donde hacía profesión de ortodoxia y sumisión a la Iglesia católica (Smith 1981 y 1991). Precisamente eso explica la «praefacion apologetica» elaborada por Marie de Gournay para la edición póstuma de Los ensayos de 1595, en la que se insiste en la ortodoxia católica del texto de Michel de Montaigne. Prefacio que el Licenciado Cisneros consideraba insuficiente en su prólogo porque, como dice en el mismo: «si bien muestra ser católico romano en su persona, la doctrina, que propone en estos libros no es todavía conforme en algunas cosas a la de la santa iglesia romana y tienen necesidad de leerse con mucha cautela, y en algunas proposiciones necesita de corrección y enmienda». Y este es, quizá, el rasgo más destacado de la traducción de Cisneros, que explícitamente alude al hecho de que corrige y enmienda «las proposiciones malsonantes y las menos bien sonantes y el modo de hablar licencioso o duro». Esto, que podría parecer inconcebible en nuestros días, no era una práctica desconocida por los humanistas del Renacimiento. No se trataba tan solo de corregir los textos para que coincidiesen con la verdad de la fe de los creyentes más intransigentes, sino que tal práctica constituía toda una técnica de análisis e interpretación de las doctrinas consignadas en los textos: el anteriormente citado Quevedo, por ejemplo, la ponía en juego y también, entre muchos otros, un destacadísimo erudito como Justo Lipsio, amigo personal de Montaigne y uno de los impulsores de la corriente neo-estoica que atravesó el humanismo renacentista (y a la que el autor francés no fue ajeno, aunque quizá más por influencia de su fraternal amigo Étienne de La Boétie, el famoso autor del Discurso sobre la servidumbre voluntaria). Sea como fuere, en el prólogo del traductor, el Licenciado Cisneros no solo señala que ha traducido y enmendando las frases y palabras del autor francés, para hacerlas coincidir con la ortodoxia católica, sino que se dedica a justificar su proceder enumerando «algunas de las proposiciones, que tengo notadas en este libro 1 que publico traducido, las cuales con las demás van corregidas en la traducción y emendadas de manera que no puede ofender la doctrina, ni queda ofendido el sentido, ni la intención del autor, y sin borrar cuasi nada, como verá, el curioso, que lo quisiere examinar confiriendo el original francés con la traducción española». Con el contexto que hemos ido esbozando puede aventurarse entonces que la traducción y el apresurado prólogo de Cisneros buscaban anticiparse a la censura, garantizando que la obra, aunque originalmente en francés tuviera elementos problemáticos, no presentaba en su traslación española disonancias relevantes para la ortodoxia católica. Sin embargo, como señala López Fanego (1981, 1986), desafortunadamente, quizá la advertencia del traductor tuvo justo el efecto contrario. En realidad, el texto de Cisneros le mostró a la Inquisición española el riesgo doctrinal imbricado en los discursos y experiencias del señor de Montaña, acelerando la intervención de la censura. Un dato confirmatorio al respecto de esta hipótesis puede verse en el hecho de que Los ensayos reaparecieran en el Índice de Sotomayor de 1640, en una categoría mucho más peligrosa: la segunda clase, a saber, la de «los libros que se prohiben absolutamente, o no se expurgando, o en que se pone alguna caucion o explicacio De los Índices de la Inquisición española, Los ensayos pasarían al Índice general en Roma, y aunque hasta el Index de Rubín y Cevallos de 1790 no se cerró la cuestión de Montaigne, pues ya aquí se condenaría in totum, sin espera de expurgación, lo cierto es que tuvieron que pasar más de dos siglos de ausencia de una traducción española. El texto que ahora presentamos en su transcripción íntegra resulta, pues, fundamental para entender algunos de los problemas más importantes de la recepción de Montaigne en España y, como señala muy apropiadamente Adolfo Castañón (1988), «la ausencia ubicua de Montaigne» en nuestra tradición ensayística hasta tiempos muy recientes. La traducción de Cisneros, de acuerdo pues con nuestra interpretación, tuvo el indeseado efecto de acelerar el proceso censor y bloquear durante mucho tiempo la posibilidad de leer a Montaigne en nuestra lengua, en lugar de revertir las tendencias inquisitoriales. El prólogo al lector realizado por el mismo traductor, siendo, como señala López Fanego (1986), el primer estudio serio y fundamentado acerca de las creencias religiosas de Montaigne, en toda Europa, y tomando la delantera a la poco caritativa lectura de Pascal (en sus Pensamientos y, sobre todo, en su Conversación con el señor de Sacy), puso en evidencia de manera demasiado clara los problemas doctrinales de sus escritos, para las creencias de la época, y ni siquiera una traducción enmendadora como la de Cisneros logró poner coto a las preocupaciones y la acción de la censura. Nota (1) Como es bien sabido, la edición póstuma, de 1595, llevada a cabo por Marie de Gournay a instancias de la viuda de Montaigne, fue considerada canónica durante siglos, pero contiene diversas adiciones y correcciones respecto de la tercera y última edición realizada en vida de Montaigne, en 1588 y, sobre todo, en relación con el Ejemplar de Burdeos, una edición de 1588 con anotaciones manuscritas del autor francés que se conservaba en la Biblioteca Municipal de Burdeos y que sirvió de base, a principios del siglo XX, para la Edición Municipal de Los ensayos de Fortunat Strowski, que, convenientemente editada por Pierre Villey, ha venido sustituyendo a la de Gournay hasta nuestros días. Es de notar que en la actualidad se ha suscitado un encendido debate acerca de cuál de las dos ediciones es la más respetuosa con los designios del autor (la discusión filológica, con Michel Simonin y Jean Céard como valedores de la edición póstuma, y André Tournon como defensor de la Municipal, ha dado pie tanto a coloquios como a diferentes ediciones de la obra en Francia) y el panorama hispano no ha sido ajeno al mismo (baste tener en cuenta que la edición de Los ensayos publicada por Acantilado en 2007 sigue la edición póstuma, mientras que la bilingüe de Círculo de Lectores de 2014 opta por la Municipal). Por todo ello, una revisión de ediciones diversas, así como de otras traslaciones a la misma lengua, o a alguna distinta, resulta más que aconsejable al emprender una traducción tan compleja. Referencias bibliográficas ARANZUEQUE, Gabriel, «La voz de lo impreso. La recepción de Michael de Montaigne en el barroco cortesano hispano. 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Anno M.DC.XXIIII, 1624. —— Escala mistica de siete grados de mortificacion. Para svbir a la vnion Con Cristo en su Cruz. En siete sermones, sobre los miercoles de Quaresma. Por Diego Cisneros, Sacerdote Teologo, Natural de Valderas. Al ilustrisimo, & Reverendisimo Señor, El Señor/ Do COBARRUVIAS, Salvador de, Tesoro de lengva Castellana, o Española, Madrid, Luis Sanchez, impressor del Rey, 1611. DEVINCENZO, Giovanna, Marie de Gournay. Un cas littéraire, Fasano, Schena, 2002, p. 152. LÓPEZ FANEGO, Otilia, «Actualidad de Montaigne. Los Essais, una traducción por hacer», Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, 4 (1981), 25-34. —— «Montaigne y la Inquisición: una coincidencia con Cervantes», Anales Cervantinos, 24 (1986), 149-162. MARICHAL, Juan, «La España de Quevedo», ABC literario, 11 septiembre 1992, p. 15. —— «Montaigne en España», Nueva revista de filología hispánica, 7: 1/2 (1953), 259-278. 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[Consultado: 15 enero 2018.] [Fol. 29r] Discurso del traductor acerca de la persona del señor de Montaña, y los libros de sus Experiencias y varios Discursos.(1) [1] Antepuse a este discurso la Prefación Apologética de aquella sabia dama que se estima solo por hija del señor de Montaña, sin serlo, más de por respecto de afición y por lo que ella declara en su misma Prefación § 3, porque lo primero se entienda que el argumento y materia de estos libros es el mismo autor, como él declara en su prólogo §2, y así en cuantos propósitos (1) trata y puntos toca los ejemplifica y aplica a sí mismo, a sus inclinaciones, a sus costumbres y a los sucesos de su vida. Por donde el compendiador de ella anduvo discreto en ser breve, porque si se quisiera alargar, hubiera de copiar estos libros, por la razón que he tocado. Y por la misma le pareció a la dama que hizo la Prefación citada § 28 de ella, que del todo se podía excusar. [2] Lo segundo para asegurar y acautelar al lector en materia de la religión del autor y doctrina de sus libros, en que el compendiador no hubiera de ser corto, si fuera celoso católico, como no lo fue, por serlo la dama que hizo la Prefación § 15 de ella. Pero el com- [Fol. 30v] pendiador no reparó, porque comúnmente en Francia no deja reparar en esto la libertad de consciencia, que saca los entendimientos del santo cautiverio de la fe y doctrina de la iglesia católica y romana, como se ve en muchos escritos de autores franceses, por católicos que sean en sus personas. Pudiera probar esto con muchos ejemplos de libros particulares, pero por la brevedad no pondré aquí sino dos. El primero, del libro que compuso Monseñor Pedro de Berull, superior de la congregación del oratorio en Francia, y después cardenal, cuyo título es: Discursos del Estado y grandezas de Jesucristo en sus misterios de la encarnación y trinidad. En el cual, entre otras muchas libres proposiciones, tengo notadas más de sesenta, que son malsonantes y peligrosas, y, algunas, errores conocidos y condenados, como pruebo claramente en las observaciones latinas, que tengo escritas acerca de estas proposiciones y espero en Dios saldrán a luz, para su gloria y desengaño de las almas, que reciben la doctrina de este autor, con opinión de santidad de su persona. [3] El otro sea de los libros de este mismo autor que traduzco. Porque si bien muestra ser católico romano en su persona, la doctrina que propone en estos libros no es todavía conforme, [Fol. 30r] en algunas cosas, a la de la santa iglesia romana y tienen necesidad de leerse con mucha cautela, y en algunas proposiciones necesita de corrección y enmienda. Que este autor sea en su persona y su intención católico, apostólico y romano se prueba de la protestación de la fe y obediencia a la iglesia católica y romana que hizo y escribió en el libro 1 de estos Propósitos, Cap. 56, §1, donde se puede ver que no ponderó la dama su hija en su Prefación como debiera, como consta del § 15 citado. [4] En cuanto a la doctrina de estos libros, es por la mayor parte seglar y profana, pero el estilo y modo de escribir es siempre en todo seglar y profano, sin cultura cristiana, antes con resabios de alguna licencia gentil. Y así no es mucha verdad lo que dice la dama citada en el mismo lugar, a saber, que este libro es enemigo profeso de la herejía, pues antes propone y enseña los fundamentos principales de ella. Y dijo bien Baudio, (3) que hay algunos lugares en estos libros que merecen ser borrados, si bien no serán los mismos estos que notó Baudio y los que yo he notado, porque Baudio profesa en Holanda la herejía y yo en España, donde nací, la religión católica romana. Por donde advierto la discreción de esta dama en decir a Baudio que debía notar en qué consistían estos lugares que hallaba en estos libros contra la misma religión y que merecen ser [Fol. 31v] borrados de ellos. Porque declarándose Baudio en esta materia, si los lugares notados fuesen contra la religión católica, hacía contra sí, pues debía alabar lo que es contra la religión que él impugna. Y si estos lugares fuesen contra la herejía, no los debía imputar contra un escritor enemigo, si ella tenía por católico o sabía que lo era; de manera que, en este caso, antes engrandece Baudio la gloria del Señor de Montaña y lo declara por más digno de alabanza entre los católicos, en la misma materia que pretende desacreditarle o infamarle. [5] Pero por satisfacer a esta dama y a los demás que toparen en esto, procuraré hacer lo que no hizo Baudio, porque debemos los católicos a la verdad, lo que los herejes a la falsedad y disimulación. Propondré aquí algunas de las proposiciones que tengo notadas en este libro 1, que publico traducido, las cuales con las demás van corregidas en la traducción y enmendadas de manera que no puede ofender la doctrina ni queda ofendido el sentido ni la intención del autor, y sin borrar casi nada, como verá, el curioso que lo quisiere examinar, confiriendo el original francés con la traducción española. [6] La primera de estas proposiciones sea la que pone en cap. 11, acerca del fin, por estas palabras: El genio [Fol.31r] de Sócrates era por ventura cierto impulso de voluntad, que le sobresaltaba, sin el consejo de su discurso. En un alma bien purificada, como la suya, y dispuesta con el continuo ejercicio de la sabiduría y virtud, es verosímil que estos impulsos, aunque temerarios y mal digeridos, son siempre importantes y dignos de ser seguidos. Cada uno siente en sí alguna manera de tales agitaciones con una aprehensión pronta, vehemente y repentina. Y concluye el capítulo diciendo: que se puede juzgar, tener estos impulsos, alguna cosa de inspiración divina. Aprueba el autor, claramente, que se deben seguir, sin otro examen, los impulsos y movimientos repentinos y vehementes del propio espíritu o del genio asistente, que es muy peligrosa y dañosa doctrina. En la cual se han engañado y lo están, muchos en Alemania, Francia y otras partes, y fueron de ellos los Alumbrados (4) en España. Los cuales tienen estos impulsos por inspiraciones como divinas y revelaciones particulares, porque se gobiernan y las siguen sobre y contra las leyes comunes de Dios y de la Iglesia, que es el fundamento principal de los errores nuevos y antiguos. Y en esto está el mal, no en sentir estos impulsos, sino en consentirlos y seguirlos sin el examen y juicio de los superiores de la iglesia, a quien toca. [7] La segunda, en el cap. 19, § 5, al medio, dice: [Fol. 32v] Lo otro porque a todo mal pasar, puede poner fin la muerte, cuando quisiéremos, y cortar cabo a todos otros inconvenientes. No está en nuestro querer el morir, si no queremos desesperar. Y así decir, que puede poner fin la muerte, cuando quisiéremos, y cortar cabo, es inducir la desesperación o suponerla por lícita, que es doctrina bárbara y gentílica. [8] La tercera, en el mismo cap., § 22, hablando de un alma señora de sus pasiones, dice: Ésta se ha hecho señora de sus pasiones y apetitos, señora de la licencia, de la vergüenza, de la pobreza y de todas las demás injurias de la fortuna. Ganemos este señorío, los que pudiéremos. En esto consiste la verdadera y soberana libertad. Aquellas palabras: señora de la licencia, de la vergüenza, son del error de [*Schuvencfeldio] (5) y de los que se gobiernan por los impulsos del propio espíritu, como los Alumbrados, que conceden al alma que tienen por perfecta, licencia para todo lo que se le antoja, aunque sea contra las leyes de Dios y de su Iglesia. Porque dicen que estas almas no están sujetas a ellas, por gobernarse ya por los dones del Espíritu Santo, y sus inspiraciones e impulsos, como tocamos arriba § 6, acerca de la primera proposición. [9] La cuarta, en el cap. 22, § 11, dice: Los milagros son según la ignorancia, que tenemos de la naturaleza, [Fol. 32r] no según el ser de la misma naturaleza. Es error claro y cierto, porque los verdaderos milagros, de que se debe hablar y habla el autor, son obras propias de Dios, sobrenaturales, esto es, sobre el ser y poder todo de la naturaleza, no según él, y menos según la ignorancia del juicio humano, sino según las fuerzas de la gracia y virtud divina. Pero el autor se inclinó a los calvinistas de su provincia, que niegan los milagros o que no hay hoy ninguno verdadero en la iglesia católica. [10] En el mismo cap., § 16, y es la quinta proposición, dice: Las leyes de la consciencia que decimos nacen de la naturaleza, nacen de la costumbre. Es error también, porque no es la costumbre regla primera de las leyes de la consciencia ni lo puede ser, sino la naturaleza, esto es, la ley natural divina. Y conforme a esta regla se juzga de la bondad y malicia de las costumbres humanas, y de las demás leyes positivas, divinas y humanas: eclesiásticas y civiles, como lo enseña la doctrina católica y la sagrada teología. [11] La sexta, en el cap. 25, § 14, dice que el maestro haga al discípulo, que lo pase todo por el cedazo de la razón y que no asiente cosa en su cabeza por sola autoridad y en crédito. Mala y perniciosa doctrina, contraria a la común de todos los filósofos y a la que ense- [Fol. 33v] ña la fe divina. De Pitágoras se escribe que hasta los siete años de oír, no consentía a ninguno de sus discípulos que pidiese razón de la doctrina, sino que diese fe y crédito por sola su autoridad. Y es principio asentado y cierto de todos los sabios: Oportet addiscentem credere. Es necesario que el que aprende crea. Y lo supone Aristóteles claramente lib. 1, Poster., cap. 2, ex. 5, al fin, adonde dice: Magis enim necesse est credere principiis, aut omnibus, aut quibusdam. Porque más necesario es creer los principios o todos o algunos. Y se ve por experiencia, en todas las ciencias y artes liberales y mecánicas, que el que las comienza a aprender, comienza a creer lo que le enseñan sin razón alguna, más de por sola la autoridad del maestro; y lo confirma S. Agustín lib. 6, Confess., cap. 5, y en la doctrina de las cosas divinas es mucho más necesaria la fe y que se reciban por sola autoridad y crédito, cuanto ellas exceden más la comprensión de la razón natural. S. Paulo, escribiendo a los hebreos, cap. 11, vers. 5, dijo: Sine fide autem impossibile est placere Deo. Credere enim oportet accedentem ad Deum. Pero sin fe es imposible agradar a Dios: porque es necesario creer el que se llega a Dios. E Isaías, cap. 7, vers. 9, dice: Si non credideritis non permanebitis. Si no creyereis, no permaneceréis. Los LXX leen: Non intelligetis. No entenderéis. [Fol. 33r] (6) Y en la Colación del Abad Néstor dijo el Abad Moysen lib. 1, cap. 30: Numquam ad rationem veritatis intrabit, quisquis a discussione coeperit erudiri. Nunca entrará a la razón de la verdad cualquiera que comenzare a ser enseñado por la discusión. Y el mismo autor enseña contra sí, esto mismo adelante cap. 26, en el cual trata que es locura referir al propio saber, el juicio de lo verdadero y de lo falso, pues ¿cuánto mayor lo será que el maestro enseñe a su discípulo a que pase todo lo que le enseñaren por el juicio de su razón, y que no asienta cosa en su cabeza por sola autoridad y en crédito? [12] La séptima, en el cap.27, § 15, refiere el autor que preguntando a Cayo Blosio, si mandándole su amigo Tiberio Graccho poner fuego a los templos, ¿le obedecería? Respondió que sí. Y aprueba esta respuesta y la defiende; no obstante que parece sacrílega y contra la sentencia común recibida, que dice: Amicus usque ad aras. Amigos hasta los altares. Porque las leyes de la amistad particular deben estar subordinadas al bien de la religión y culto de Dios y al público, o a lo menos no ser contrarias, como en el caso propuesto a Cayo Blosio. [13] La octava, en el mismo cap., § 19, tratando que entre los amigos todos los bienes deben ser en efecto comunes, pone entre estos bienes las mujeres y los hijos. Lo cual es contra las [Fol. 34v] leyes del matrimonio y contra la natural y necesaria educación e institución de los hijos, para la perfecta y debida conservación y multiplicación de la especie humana. Pero en esto inclínase el autor al gentilismo bárbaro o al error de los herejes adamitas antiguos y modernos, que hacen las mujeres comunes y por consiguiente los hijos. [14] La nona, en el mismo cap., § 22, dice: La única y principal amistad rompe por todas otras obligaciones. El secreto que he jurado de no descubrir a otro, lo puedo comunicar, sin ser perjuro, al que no es otro, que es yo. No es pequeño este error, pues quiere que la unión de la amistad rompa todas las demás obligaciones, aunque sean como la del juramento de secreto, que es para con el mismo Dios, cuya violación es grandísimo sacrilegio. El fundamento de este error, que el secreto jurado se puede comunicar al amigo, es que el amigo único no es otro, sino yo mismo. Y es engaño, porque si bien no es otro en el afecto, lo es en el efecto, voluntad y persona. Y la obligación de guardar el secreto jurado no la contrajo el amigo en el afecto, en que es uno mismo con su amigo, sino en el efecto de su voluntad libre y persona, en que es otro distinto, real y personalmente. Si no es que queramos poner entre los hombres la perfección de la amistad, que no es posible, sino solo entre las divinas personas, entre las cuales no hay natural y realmente, [Fol. 34r] sino una misma naturaleza, una misma voluntad y un mismo entendimiento, con distinción real de las personas entre sí. Mas esta perfección es imposible a las criaturas. [15] La décima, en el cap. 30, § 20, aprueba la poligamia en los caníbales y es error de Lutero, de los anabaptistas, que lo toman de los nuevos judíos, de quien también lo tomó Mahoma y los que le siguen. Y dice que las mujeres de los caníbales bárbaros, procuran y ponen su cuidado en tener las más compañeras que pueden por ser argumento del valor del marido. Las nuestras gritarán a milagro, mas no lo es. Es una virtud esta propiamente matrimonial, de orden más alto. Y en la Biblia Lía, Raquel, Sara y las mujeres de Jacob, sirvieron a sus maridos con sus criadas. La poligamia es prohibida por derecho divino, natural y positivo, por ser contra los fines y substancia del matrimonio y contra su institución, así en la ley natural como en la escrita y evangélica. Y así no puede ser naturalmente que la mujer propia quiera tener compañera en un marido, que es todo suyo, y por consiguiente no puede ser ya de otra, pues no puede ser dos y uno. Ni es argumento de la virtud del matrimonio la pluralidad de las mujeres, antes lo es de su torpeza y lujuria, pues según las leyes divinas y humanas le basta a un hombre una mujer: ni tampoco es virtud propia- [Fol. 35v] mente matrimonial de orden más alto, que la mujer procure y granjee otras para su marido, y que en esto muestre su celo y amor; antes es vicio bestial de más baja especie, pues da materia de ser más lujurioso al marido y de que se divida el amor conyugal en muchas, y que haya menos para las mismas, que procuran ya más en quien se emplee. A los ejemplos de las mujeres santas de los patriarcas y de otras así del pueblo de los hebreos, como de los gentiles, se responde que no pudieron ser lícitos sin dispensación divina, la cual tuvieron los santos patriarcas y otros muchos del pueblo de los hebreos. Y después se extendió a los más de aquel pueblo, y quieren algunos doctores que se haya también comunicado a los gentiles de aquellos tiempos que no apruebo, pues en ellos cesa la causa que corre en los hebreos, que era la multiplicación del pueblo de Dios. De manera que no hacía lícita la poligamia, que las mujeres diesen otras a sus maridos, sino la dispensación divina o la ignorancia bárbara invencible en los gentiles de aquellos tiempos. [16] La undécima, en el cap. 53, § 1, dice: ¿No es un singular argumento de imperfección, no poder asentar nuestro contento en cosa alguna y que, aun elegir lo que nos conviene con la imaginación y con el deseo, no esté en nuestra mano? Esto es [Fol. 35r] derechamente contra el libre albedrio del hombre, el cual niegan los calvinistas después del pecado. Y a este error se inclina el autor, por ser común entre los herejes de Francia y Alemania. [17] La duodécima, en el mismo lugar, luego, después de lo dicho, añade: De que es gran prueba la grave disputa que siempre ha habido entre los filósofos por hallar el sumo bien del hombre, y dura aún y durará eternamente sin resolución y sin acuerdo. Engáñase mucho este autor, lo primero, porque todos los filósofos gentiles que trataron de esta disputa, suponían que había este sumo bien del hombre, que es su último fin, como se puede ver en Aristóteles lib. 2, Ética,, desde el principio y en Cicerón lib. De finibus, y otros que trae S. Agustín lib. 9, De Civitate, casi en todo el libro. Lo segundo, porque es cierto de fe que todos los bienes creados ni de por sí ni juntos pueden ser el sumo bien y último fin del hombre, y lo prueban con evidentes razones los filósofos cristianos católicos y los teólogos con S. Tomás I-II, Quaest. 2, art. 8. Lo tercero, porque es también cierto de fe que solo Dios, nuestro Señor, es absolutamente el sumo bien y último fin del hombre. Y se prueba de la sagrada escritura, Psalm. 143, vers. 15: Beatum dixerunt populum, cui haec sunt; beatus populus, cuius Dominus Deus eius. Bienaventurado llamaron [Fol. 36v] al pueblo que tiene estas cosas; bienaventurado el pueblo cuyo Señor es el Dios de él. Psalm. 72, vers. 26: Pars mea Deus in aeternum. Mi parte es Dios para siempre. Jeremiae 9, vers. 23: Non glorietur sapiens in sapientia sua, et non glorietur fortis in fortitudine sua, et non glorietur dives in divitiis suis; sed in hoc glorietur, qui gloriatur, scire et nosse me. No se gloríe el sabio en su sabiduría y no se gloríe el fuerte en su fortaleza, y no se gloríe el rico en sus riquezas, sino en esto se gloríe el que se gloría: en saber y conocerme a mí. Joannis cap. 17, vers. 3: Haec est autem vita aeterna, ut cognoscant te solum Deum verum. Pero esta es la vida eterna, que te conozcan a ti solo Dios verdadero, dijo Cristo, nuestro Señor. Pruébase también de la “Extravag.” (7) del Papa Benedicto XI que refiere Castro, De Haeresibus, verbo Beati, donde define que nuestra bienaventuranza consiste en la visión y fruición de Dios en sí mismo, luego él mismo es nuestro sumo bien. Y confirman esta verdad todos los padres doctores de la iglesia, particularmente S. Gregorio Nysseno lib. De Beatitudinibus, in. 6, y la colige de aquella promesa de Cristo hecha a los limpios de corazón, Matth., cap. 5, vers. 4: quoniam ipsi Deum videbunt. Porque los mismos verán a Dios. Y S. Agustín [Fol. 36r] lib. 22, De Civitate, cap. 30, donde trae otros muchos testimonios. De manera que entre los filósofos cristianos y católicos no hay disputa sobre esta materia, sino total acuerdo y resolución, así según la lumbre de la fe, como según la evidencia de la razón natural. Puede ser que este autor, como poco teólogo, haya ignorado este acuerdo y resolución común, o quiso hablar con ignorancia temeraria gentil, como suele otras veces. [18] Parece que bastara esto para desengaño de la dama citada y para reprehensión de su descuido en esta materia, porque siendo tan versada en la lectura de estos libros, como ella pondera en su Prefación, § 29, y siendo tan sabia y católica, y juntamente tomándose para sí sola el saber entenderlos y la autoridad de mudar nada en ellos (pues dice en el lugar citado estas palabras: Después de mí no pertenecerá jamás a nadie poner la mano en esto con la misma intención; por cuanto ninguno lo hará con la misma reverencia o tiento, ni con el mismo abono del autor ni el mismo celo ni por ventura con tan particular conocimiento del libro). ¿Cómo no vio los lugares referidos de tan mala doctrina y otros muchos que callamos por la brevedad de este discurso? ¿Si los vio, cómo no reparó en ellos y los corrigió y emendó con su autoridad, y nos excusara de este trabajo? Y si ella ciega con la pasión o afición de hija y tam- [Fol. 37v] bién por ser poco teóloga, como su padre, no los vio ni corrigió, ¿cómo quiere que no pertenezca jamás a otros teólogos y desapasionados verlos, repararlos y corregirlos con reverencia, tiento, abono, celo y particular conocimiento más de la verdad y pureza de la doctrina, que de este autor, [doctrina] a la que él se sujeta, como debe y lo protesta en el lugar que le citamos, § 3? [19] Y es argumento claro que la pasión de hija pervirtió el buen juicio de esta dama, porque quién, sino ella, que hubiera visto con atención la doctrina de estos libros, se atreviera a decir que la buena dicha hizo un presente (a la fe y religión católica en Francia) propísimo para este menester, de proveerla de una persona de tan grandiosa suficiencia, que la confirmase con su aprobación. Y añade allí mismo en el § 15 de la Prefación: En efecto si la religión católica al nacimiento de este varón, supiera cuán excelente había de ser, ¿qué recelos tuviera por ventura de tenerle por contrario? Y no fueran sin causa estos recelos, como lo muestra la doctrina y proposiciones referidas de este libro, y lo confirma la sentencia de S. Agustín, in Psalm. 124: Aliquanto ab initio expositionis, que dice: Non fecerunt haereses nisi magni homines. No hicieron las herejías, sino grandes hombres. Y declara esto más al propósito S Hieronymo, lib. 2. in Oseam, [Fol. 37r] (8) cap. 10, non longè ab initio, Tom. 5, diciendo: Nullus potest haeresim struere, nisi qui ardentis ingenii est, et habet dona naturae, quae a Deo artifice sunt creata. Ninguno puede levantar una herejía, sino el que es de ardiente ingenio y tiene dones de naturaleza, que creó el artífice Dios. A los que S. Agustín llama grandes hombres para hacer herejías, S. Jerónimo califica de ardiente y vivo ingenio con dones y perfecciones de la naturaleza, no de la gracia ni de las ciencias y virtudes sobrenaturales que la suponen y siguen. Como el Señor de Montaña, a quien su hija alaba de una suficiencia y talento natural tan grande, que sin haber aprendido las ciencias, las podía enseñar (§ 22 de su Prefación). Y se debe entender esto sin excepción de ninguna, como habla esta dama, aunque fuese la lógica, que sola hizo discípulo a S. Agustín; y la teología sobrenatural, que excede toda suficiencia natural humana y angélica, tomando sus principios propios, no de la lumbre natural de la razón, sino de la sobrenatural y divina de la fe. Tan grande, que esta suficiencia engendra la ciencia, la cela, la juzga, sin exceptuar ciencia alguna, y que el suficiente, lo es también para ignorar; en el mismo § 22, y esto postrero se prueba bien de lo mismo que vamos refiriendo, porque todas son ignorancias de esta suficiencia y lo mostraremos claro aquí después. Tan grande, finalmente, que su discurso [Fol. 38v] en estos libros tiene esto de suyo, qué no dirán, dice esta dama § 26, sino que agota los manantiales del juicio y que juzga tan comprehensivamente, que no deja más qué juzgar. Y en el § 15 dice que en estos escritos de su padre, aparecía, no solo la sabiduría del autor, sino una composición tan alta, que no podría caer vicio en él, ni faltar la virtud. ¿Quién no ve en esto el extremo de pasión, por no decir la ignorancia de esta señora, en que muestra ser mujer y aficionada con exceso? [20] Acabamos de decir cómo esta dama hace a la suficiencia madre de la ciencia, porque la engendra y superior a ella, porque la cela y la juzga, y esto sin exceptuar ciencia alguna. Mas como no es posible esta suficiencia que no sea ciencia, la misma dama declarando en qué consistía esta suficiencia dice en el § 23 así: llamo ciencias de colegios y escuelas o comunes, a todas las que no son del hombre y de la vida, como la filosofía o teología moral, que consiste en la facultad de obrar, razonar y juzgar rectamente conforme a la razón y leyes. Doctrina que en suma para fundarla y constituirla se han formado todas las otras, o son de ninguno o de poco fruto. Por lo cual quien tiene esta en alto grado, como este mismo sabio de quien hablamos, puede, como le pareciere, o cuidar o no hacer caso de todas las otras que, en los que ignoran esta, se llaman sofisterías escolásticas y simples adornos, o por mejor decir, ventajas no necesarias y superfluas. Y poco después añade: cuánto más dignamente que en adquirir las ciencias, que acabo de decir, se empleó él, que [Fol. 38r] se ensalzó a un grado tan alto por medio de una sola, sabiamente escogida, dedicándola todo su cuidado, que el vulgo de los sabios divide entre ella y las demás, sus compañeras. Porque la falta de aquellas no le podía causar defecto alguno, ni lustre la asistencia que no pudiese sin menoscabo despreciar. Colígese de esta doctrina, lo primero, que la suficiencia tan universal y tan alta de su padre de esta dama consistía en la filosofía o teología moral, que es ciencia que no excluye ni se opone a las otras. Lo segundo, que esta suficiencia no engendra la ciencia, pues la filosofía o teología moral no engendra las otras ciencias, ni las cela, ni las juzga, más de en aquello que ellas se meten a tratar de las materias morales; y lo mismo tienen todas las ciencias, unas con otras, cuando unas tratan de las materias propias de otras. Excepto en lo natural, la metafísica o teología natural, que juzga de todas las demás ciencias y artes naturales, y prueba sus primeros principios, por ser la sabiduría natural suprema, porque procede en la consideración de su objeto por altísimas causas y principios universalísimos y absolutamente primeros. Y así los filósofos antiguos definieron esta sabiduría por estas palabras: Es ciencia de las cosas divinas y humanas y causas de estas cosas. Est rerum [Fol. 39v] divinarum, et humanarum, causarumque, quibus hae res continentur, scientia. Cicerón lib. 2, De Officiis Paulò ab initio. Y lib. 4 Tusculan., Quaestion. aliquantó a fine, dice: Esse rerum divinarum, et humanarum scientiam, cognitionemque, quae cuiusque rei causa sit. Ex quo efficitur, ut divina imitetur, humana omnia inferiora virtute ducat. Que es ciencia de las cosas divinas y humanas y conocimiento de la causa de cada cosa. De que se sigue que imita las cosas divinas y las humanas, todas inferiores, guía con virtud. Y el mismo, lib. 1, De Officiis, ad finem, dice: Princeps omnium virtutum est illa sapientia, quam Sophiam Graeci vocant. Prudentiam enim, quam Graeci Phrónesin dicunt, aliamquandam intelligimus. La princesa de todas las virtudes (entiende, del entendimiento que son las ciencias) es aquella sabiduría que los griegos llaman Sophia (cuya definición es la propuesta), porque la Prudentia, que los mismos griegos llaman Phrónesin, entendemos ser otra distinta. [21] Como lo es también en lo natural la filosofía moral. Porque la sabiduría natural, de que ahora hablamos, es puramente especulativa y esta filosofía es puramente práctica. La cual es también distinta mucho de la prudencia natural, porque no es propiamente ciencia, sino arte. La razón es porque [Fol. 39r] esta prudencia es inmediato principio directivo de las operaciones humanas libres y contingentes. Y la filosofía moral es mediato principio de las mismas operaciones, porque no lo es de cada una en particular, como la prudencia, sino de todas en general, tratando, proponiendo y señalando las reglas comunes de obrar en orden al último fin del hombre y de su vida y felicidad. Y en esto consiste la diferencia esencial de las ciencias prácticas y de las artes. Y así no dijo bien esta dama (§ 23), que la filosofía o teología moral consiste en la facultad de obrar, pues no consiste, sino en la facultad directiva de las operaciones humanas; y no aun en la facultad directiva de ellas próxima e inmediata a ellas, que esta es la prudencia, sino en la remota y mediata, como queda declarado y diremos más luego. De manera que la prudencia supone sus principios morales y reglas comunes de obrar de la filosofía moral; y esta examina, propone y aprueba estas reglas en orden al último fin de la vida humana, que es el primer principio de obrar en lo moral. Pero la consideración científica de este principio primero de obrar, que es el sumo bien y último fin del hombre, toca en lo natural a la sabiduría natural, de que hablamos, porque ella sola trata y considera los primeros principios y causas universalísimas y altísimas de todas las cosas, por ser todas ellas su objeto adecuado, en cuanto son y participan la comunísima razón de ser. Y claro está que el fin y más el último, es la principal causa y principio de las cosas más nobles, como son las libres y humanas, que obran por él, y le ordenan esencial y formalmente a él en cuanto buenas o malas. Por don- [Fol. 40v] de la dependencia que tiene la filosofía moral de la sabiduría natural, es tan esencial, que no es posible ser perfecto ni buen filósofo moral, el que no fuere buen metafísico o teólogo natural. Porque si esta sabiduría no le enseña a conocer el sumo bien y último fin verdadero del hombre, ¿cómo podrá con toda la filosofía moral conocer las reglas necesarias para dirigir y encaminar a él las acciones humanas? ¿Cómo sobra distinguir las buenas, que le llevan a él, de las malas, que la descaminan de él y le despeñan en su perdición? ¿Cómo se podrá navegar el mar de esta vida y llegar al puerto de la salud y felicidad, o de qué servirán las agujas y el arte de navegar, sino se conoce el norte o no se acierta con él? La variedad de opiniones y errores de los filósofos antiguos acerca del último fin del hombre procedió de la falta que les hizo esta sabiduría natural para conocerlo; y de esta falta procedieron otras infinitas contra la filosofía moral que fue tan varia, falsa y errada en ellos, como el principio que ponían por último fin. Y así los que erraron acerca de este principio o no se resolvieron en él o no acertaron con el verdadero, no fue posible que tuviesen esta filosofía ni virtud verdadera, sino alguna sombra, a imagen falsa y engañosa de ella. [22] Ahora [Fol. 40r] esta dama declara, que la suficiencia de su Padre consistía en la filosofía o teología moral y que no había estudiado entre las demás ciencias la metafísica o sabiduría natural (§. 22). Y él mismo muestra bien la falta de esta sabiduría, pues si la tuviera no dijera la proposición que referimos e impugnamos arriba § 17: Que siempre ha habido grave disputa entre los filósofos por hallar el sumo bien del hombre, y que dura y durará eternamente sin resolución y sin acuerdo. En lo cual claramente supone que él mismo tenía duda y no estaba cierto de haber hallado este sumo bien, que es el último fin del hombre. Pues ¿cómo podía sin este fundamento necesario y esencial, no solo haber subido a tan alto grado de perfección en la filosofía moral y virtud, pero ni haber alcanzádolas verdaderamente? ¿No es imposible que sepa el arte de navegar el que no sabe conocer el norte? ¿Cómo pudo dejar de ser vano y vicioso el estudio de esta ciencia si, tratando ella de juzgar de las acciones humanas conforme a razón, caminar al último fin y alcanzar el sumo bien, y de las leyes [Fol. 41v] (que por respecto al último fin son reglas de las mismas acciones), el que trata de aprender esta ciencia, ignora o no tienen asentadamente sabido, cuál sea el sumo bien y último fin? Si para conocer este fin, es necesaria, en lo natural, la teología natural o metafísica, como se ha probado, ¿cómo pudo el padre de esta dama, ni otro alguno, ser perfecto filósofo o teólogo moral, sin ser metafísico? [23] Y si la metafísica no se alcanza perfectamente sin la física, que es primero según el orden de la naturaleza y después es la metafísica, como este mismo nombre lo significa; no solo fue necesario que el padre de esta dama fuese metafísico, sino físico o gran filósofo natural, para serlo moral. Porque, ¿cómo puede entender bien la ciencia de las acciones humanas, en cuanto buenas y malas, y las leyes que son las reglas de ellas, en cuanto tales, el que no sabe la ciencia natural de la substancia y ser de ellas y de sus principios naturales, de que trata la física o filosofía natural que no estudió ni aprendió su padre de esta dama, como ella supone (§ 22)? Y si la filosofía o teología moral consiste (como quiere [Fol. 41r] (9) la misma dama §23 citado) en la facultad de razonar y juzgar rectamente conforme a la razón y las leyes, en las materias todas que se comprehenden en la latitud de su objeto, ¿cómo puede hacer esto perfectamente y sin error sin la lógica y dialéctica y retórica y gramática, sabidas y estudiadas con todo cuidado? Porque la lógica enseña a juzgar y saber perfectamente y sin peligro de error; la dialéctica a razonar y disputar en todas materias; la retórica a persuadir los afectos, como la lógica a formar los conceptos y juicios y discursos del entendimiento, y la dialéctica a declararlos con palabras y discursos vocales; la gramática a hablar congruentemente, y esta congruidad consiste en que los conceptos y afectos del alma se digan propia, breve y claramente. ¿Quién no ve que sin estas cuatro facultades es humanamente imposible alcanzar con perfección ninguna de las otras ciencias, y menos la filosofía o teología natural? En la cual lo que se trata y comprehende es cuasi infinito e inmenso y del todo necesario en gran parte; y así los errores son más fáciles y más dañosos en particular y en común a todos los hombres, reinos y repúblicas del mundo. [24] Yo confieso que el modo y estilo tan impropio, tan prolijo y tan confuso y oscuro conque estas facultades se aprenden en las escuelas [Fol. 42v] y colegios en todas partes, puede hacerlas inútiles, como se experimenta, y por consiguiente despreciables, como lo son para muchos, y para el padre de esta dama y para ella. Halló S. Tomás estas mismas faltas aun en el modo de enseñar la sagrada teología, y para remediarlo y enmendarlo dice que compuso la Suma de esta teología con la brevedad y claridad que sufre la materia, así lo escribe en el prólogo de la primera parte de esta Suma. Pero los tiempos y la variedad de los ingenios, y la confusión de los entendimientos apasionados ha resucitado del abismo de la ignorancia humana el mismo modo de escribir y enseñar impropio, largo y confuso en la teología y en todas las demás ciencias. De manera que para enmendarlo no sé si bastara el mismo S. Tomás, si bien me persuado hiciera mucho en esto el acuerdo de las mismas escuelas o colegios, porque conformándose todos en enseñar cada ciencia con propiedad, brevedad y claridad, sería gran cosa, mas ¿quién se pondrá en esto? Entretanto no pienso que merecen tanta reprensión los que desprecian estas ciencias y tratan solo de la práctica que les enseña a saber vivir consigo y con Dios y con sus próximos. Y este pienso que fue el pensamiento de esta [Fol. 42r] dama y de su padre, que no es tan malo como tiene la apariencia, porque no condena las ciencias, sino el modo de enseñarlas y aprenderlas, y lo que ella llama filosofía o teología moral en su padre, no es sino la prudencia para saber vivir entre los hombres, adquirida con la continua lectura de libros doctos y de escogida erudición, y con las experiencias propias de su vida y sucesos de ella y de sus amigos y conocidos. Y se confirma de lo que ella dice: que la filosofía de su padre consistía en la facultad para obrar, razonar y juzgar, y lo notamos arriba § 21. [25] Dije arriba § 21, que en lo natural son distintas ciencias la sabiduría o teología natural, y la filosofía o teología moral. Porque en lo sobrenatural no son distintas, sino una misma ciencia y hábito de teología. Porque la teología sobrenatural procede de los principios de la fe divina, mediante el discurso de la razón humana. Estos principios son todas las proposiciones inmediatamente reveladas de Dios, las cuales recibe y cree la fe por ser inmediatamente reveladas. Y estas proposiciones unas son puramente especulativas, porque son solo para conocer las verdades y misterios que Dios nos revela; otras son puramente prácticas, porque son también [Fol. 43v] y principalmente para obrar otras verdades que Dios nos revela y que consisten en la operación. Como que Dios es trino en personas y uno en esencia, es proposición y verdad especulativa; y que sin la fe de este misterio no nos podemos salvar, es proposición y verdad práctica; y ambas convienen propia y formalmente en que son inmediatamente reveladas por Dios, y por este motivo formal las recibe y cree la misma fe. Y así es de todas las demás proposiciones y verdades reveladas por sí inmediatamente. Estas proposiciones toma y supone por sus principios el discurso de la razón humana, y de ellos saca y colige por evidente consecuencia y demostración muchas conclusiones científicas y verdades, que según los principios de que proceden, unas son especulativas y otras prácticas; y así la ciencia actual y habitual que se engendra en el entendimiento por estos discursos de él, es juntamente especulativa y práctica, propia y formalmente, según los principios que toma de la fe, y todas estas conclusiones y actos del entendimiento acerca de ellas son una misma ciencia y hábito, porque todos tienen el mismo único motivo formal, que es el ser verdades mediatamente reveladas, pues proceden de las inmediatamente reveladas por evidente consecuencia [Fol. 43r] y discurso de razón. En lo cual se ve clara la diferencia que hay entre la fe y la teología, que aquella es de las verdades reveladas por sí e inmediatamente sin discurso de razón, y esta es de las reveladas virtual y mediatamente, y que proceden de las otras por evidente discurso. Y porque las verdades reveladas inmediatamente son propiamente sobrenaturales, también las que se coligen de ellas por discurso de razón son en su manera sobrenaturales, y por consiguiente también se llama la ciencia de las segundas verdades, sobrenatural, que es la sagrada teología natural, la cual no por esto es hábito sobrenatural ni infuso divinamente, antes es humanamente adquirido y natural en su substancia y entidad. Y de la misma manera que la teología natural se distingue de la sobrenatural, decimos que la teología moral natural se distingue de la sobrenatural; si bien en lo sobrenatural no son ciencias distintas, sino una misma, así como es una misma la fe de adonde la teología sobrenatural procede, como habemos declarado. [26] Y podemos añadir aquí otra diferencia propia y clara entre estas ciencias, que la teología natural tiene por su objeto adecuado el ente real en toda su latitud y comprehensión, y porque entre todo lo que es, es Dios el ente principal, es el objeto principal de la ciencia. Y la filoso- [Fol. 44v] fía moral, en lo natural, trata de los medios para caminar al último fin del hombre y de los principios intrínsecos de estos medios, que son los hábitos de las virtudes, y de los principios extrínsecos de ellos, que son las leyes humanas. Mas así como en la constitución del último fin y sumo bien del hombre está esta filosofía sin la lumbre de la fe, sujeta a los errores y confusiones de la razón humana y sus pasiones, así lo está en la de los medios y principios de ellos para caminar al último fin verdadero, que es Dios; de manera que en pocos o en ninguno de los filósofos antiguos, que ignoraron la doctrina de la fe divina, fue esta filosofía verdadera y perfecta ciencia. Pero la sagrada teología tiene por objeto propio y adecuado al mismo Dios, y comprehende las dos mayores perfecciones, a saber, de primer principio y último fin de todas las cosas. Y así en cuanto considera a Dios, como principio primero de todas las cosas, también las abarca su consideración como efectos, que manaron de esta primera fuente infinita de todo ser, y es especulativa formalmente. Y en cuanto mira a Dios, como al último fin de todas las mismas cosas, y que les comunica su bondad, también se ocupa en volverlas a su fin, y en tratar de los medios intrínsecos y extrínsecos para encami-[Fol. 44r] narlas a él, particularmente las racionales y humanas; y es práctica, formalmente. Pero esto ya parece ajeno del presente propósito, y así solo notaré aquí, que la definición de la sabiduría que propusimos arriba § 20, conviene con excelencia singular a la teología sobrenatural, como se entiende de lo dicho. [27] y lo toca S. Basilio Magno In. cap. 5. Isaiae, in illud: Vae qui sapientes estis. vers. 21 y en la Homilía sobre el principio del libro de los Proverbios, paulò ab initio, dice: Est enim sapientia divinarum, humanarumque rerum, et eorum, quae rerum sunt causa, scientia. Porque la sabiduría es ciencia de las cosas divinas y humanas y de las que son causa de las cosas. Y la divide después en la sabiduría, que llama teología, la cual supone ser natural y sobrenatural, trayendo para estos varios lugares de las santas escrituras, conque se confirma lo que habemos dicho arriba. Y divídela en la sabiduría, que llama humana, que consiste en la experiencia de las cosas de esta vida, como el mismo Doctor dice. Y añade: secundum quam sapientes dicimus artium quarumlibet utilium scientes. Según la cual llamamos sabios a los que saben cualesquiera artes provechosas para el uso de la vida. La mayor y más necesaria de todas estas artes es la de saber vivir con todos, que es la prudencia como notamos arriba § 24 al fin y esta es la sabiduría [Fol. 45v] que en tal grado de perfección, como quiere esta dama, pudo adquirir su padre con las experiencias de las cosas y sucesos de la vida, en que ella consiste, como enseña S. Basilio Magno. Mas no pudo alcanzarla en mayor perfección, que se colige de sus Experiencias, como de suyo es manifiesto. Y advierto que no se puede ni debe llamar esta prudencia, sabiduría, pues no lo es. Antes si las cosas humanas son en sí verdaderamente aquello que son para con Dios, esta sabiduría del mundo es locura. S. Paulo, 1. Ad Corinth., cap. 3., vers. 19, lo dice por estas palabras: Sapientia enim huius mundi stultitia est apud Deum. Porque la sabiduría de este mundo es locura para con Dios. Y pruébalo con un lugar de Job, cap. 5, vers. 13, que dice de Dios: qui apprehendit sapientes in astutia eorum. Que coge a los sabios en su astucia; donde llama astucia a esta sabiduría y ¿qué astucia humana hay que para con Dios no sea locura? Y en el mismo sentido dijo Cristo, nuestro Señor, en esta materia, en el cap. 16, ver. 8, de S. Lucas: Filii huius saeculi prudentiores filiis lucis in generatione sua sunt. Los hijos de este siglo más prudentes son en su generación que los hijos de la luz. Quiere decir, más astutos, porque en la verdadera prudencia no pueden ser más prudentes que los hijos de la luz, que son los justos, hijos de Dios por gracia y caridad. [Fol. 45r] (10) [28] Si la prudencia del mundo, para saber vivir con los hombres, es por la mayor parte astucia, es fuerza que las experiencias, que la enseñan, tengan mucho de malicia. Por lo cual Cristo nuestro Señor juntamente nos enseñó la prudencia de serpientes y la simplicidad de palomas, Matth., cap. 10, vers. 16: Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. Sed pues prudentes como las serpientes y simples como las palomas. Que glosó S. Paulo a los romanos, cap. 16, vers. 20, diciéndoles: Volo vos sapientes esse in bono, et simplices in malo. Quiero que seáis sabios en lo bueno y simples en lo malo. Prudentes como las serpientes para lo bueno, y con esto no caeréis en el vicio contrario de la astucia, que es para lo malo. Y simples como las palomas en lo malo, que no se os pegue ni en la intención ni en las obras, y con esto no las inficionará la malicia humana. Y para evitar perfectamente, como se requiere, esta malicia, nos aconseja el mismo Apóstol 1 Ad Thessalonicens, cap. 5, vers. 22, que nos recatemos no solo de lo malo, sino de lo que tiene apariencia de ello. Ab omni, dice, specie mala abstinete vos: o Ab omni specie mali, como leen otros. Absteneos de toda apariencia mala o de mal. Si las experiencias de la vida, propias o ajenas, no son con esta simplicidad y recato, no pueden enseñar prudencia, sino astucia y malicia. El padre de esta dama parece que aprendió [Fol. 46v] de las experiencias propias de la vida y de las ajenas por medio de la lectura, las proposiciones que notamos arriba (§ 6 hasta el 17) y otras muchas que verá, leyéndole, el que notare nuestras correcciones, las cuales contienen mucha malicia y astucia viciosa. Y cuanto más por menudo escribió sus experiencias, notando hasta las circunstancias de las acciones y partes deshonestas, tanto más faltó en la simplicidad y honestidad cristiana. Porque como enseña S. Pablo, Ad Ephesios, cap. 5, vers. 12, no debemos comunicar y ser participantes en las obras infructuosas de las tinieblas de la gentilidad e ignorancia humana, sino antes reprenderlas: Quae enim in occulto fiunt ab ipsis, turpe est et dicere. Porque las cosas que ellos hacen en oculto, también es torpe decirlas citando, más escribirlas y enseñarlas por escrito. [29] Y a lo que acerca de esto responde esta dama en favor de su padre § 10 y 16, digo que el escribir cosas de amores, y torpes de suyo, y la confesión particular y pública de los propios defectos e ignorancias es lícita. Lo primero, cuando es con confesión propia y vergüenza, reconociéndolos con humildad. Porque el que dice sus faltas sin humildad y confusión, no las confiesa, pues no las acusa, antes las aprueba y confirma, gloriándose en ellas, y pretendiendo alabanza por ellas, o fama y reputación, para ser conocido por ellas, [Fol. 46r] como este autor, que si bien dice y escribe de sí, no es contra sí; no dice sus defectos y propiedades y pasiones singulares con propia confusión, sino con libertad y alguna disolución, para que (como él declara en su Prólogo § 1), sus parientes y amigos, sabiéndole perdido por su muerte, pudiesen hallar en este libro algunos dibujos de su condición y humor; y por este medio conservasen más entera y viva la noticia que tenían de él. Este intento es ambicioso y vano, sin excusa. Lo segundo, cuando estas cosas se escriben sin peligro probable de escándalo. Porque lo que se ignora sin culpa, nunca o pocas veces se enseña o se aprende sin ella, en materia particularmente que es ocasionada y peligrosa de suyo. Las cosas malas, de que sin culpa se ignoran ejemplares que alguno las haya cometido, es mucho más dificultoso el arrojarse a cometerlas; y solo saber que otro las cometió, provoca al delito y lo hace no solo posible, sino fácil. De manera que, en estas materias, que tienen apariencia y peligro de mal, no es lícito hablar tan por menudo, porque es enseñar a pecar al inocente que las ignora. En cuanto a lo demás que sobre este punto (§ 18 hasta el 21) de la Prefación escribe esta dama, conformándose con esta doctrina, lo alaba en el grado que debe, y ella merece, por su gran discreción y sabiduría. [Fol. 47v] [30] Consta de lo dicho que la sabiduría o prudencia del Señor de Montaña tuvo mucho de astucia humana y las experiencias harto de malicia, de manera que no solo podía caer vicio en él y faltar la virtud, contra lo que su hija le alaba § 15, sino que cayeron vicios y faltaron virtudes, como hemos mostrado. No solo esto, pero en las experiencias que propone y materias y asuntos que trata, no observa orden ni método alguno de doctrina; antes de propósito huye y se divierte saltando de repente de unas cosas a otras, casi en cada capítulo, y hace galantería y se precia de esta libertad y licencia, que extiende también a las palabras, frases y modos de hablar. Lo cual no puede dejar de confesar su hija, y por más que en su Prefación procura defenderle, halló una de dos grandes faltas o ambas juntas por mejor decir. Una de temeridad, que quiso escribir como loca y descarriadamente, y como dicen a desbarrar sin límite. Otra de flaqueza, sacando de ella esfuerzo para escribir con tanta libertad, porque, aunque quisiera, no supiera escribir de otra manera, por no saber las artes y ciencias necesarias para esto, como hemos dicho §19 y los siguientes hasta el 23. [31] Todo lo dicho bien considerado, junto con la [Fol. 47r] dificultad del lenguaje francés, que usa, antiguo y desusado en gran parte, hace la traducción dificultosísima. De manera que habiéndola intentado muchos hombres graves y doctos en las lenguas italiana y española, desistieron de ella o no pudieron hacer cosa que sirviese. Como el traductor italiano, que se deja capítulos enteros; y el señor Don Balthasar de Zúñiga, del Consejo de su Majestad y su embajador en Francia y Flandes, tradujo algunos capítulos de este autor, que andan manuscritos; pero con tantas faltas y corrales, que no se dejan entender bien ni se goza el fruto que se pretende de la lectura. El [mérito] de esta traducción, si tuviere alguno, se deberá al señor Don Pedro Pacheco, canónigo de la santa iglesia catedral de Cuenca, del consejo de su Majestad, y de los supremos de Castilla y de la General Inquisición, por cuya orden y respeto se hizo; y así se dedica y consagra a su nombre ilustrísimo, por ser yo todo suyo. La instancia grande de muchos hombres principales y curiosos, a quien no se puede resistir, ha hecho apresurar esta impresión e interrumpir la traducción, de manera que ha sido forzoso imprimir el libro 1. solo, sin los dos que le siguen en el autor; y le seguirán en la impresión, que se hará después de esta, porque se quedan acabando de traducir y adornar en la forma, que sale este primero. En el cual, sobre haber puesto mucho trabajo y cuidado en la traducción, sirviéndome de varias impresiones del mismo libro en francés, porque en otra lengua, [Fol. 48v] no sé que nadie le haya traducido, más de en la forma, que noté arriba, ni menos impreso; lo primero he corregido y enmendado las proposiciones malsonantes y las menos bien sonantes, y el modo de hablar licencioso o duro. Lo segundo, he ajustado los lugares griegos, latinos, italianos y franceses de otros autores, que cita y refiere este. He puesto a la margen las citas que he hallado en las impresiones francesas más correctas y añadido algunas breves notas, que me parecieron necesarias para la inteligencia mayor del texto. Lo tercero, he traducido los lugares que cita de otros autores latinos y griegos y los demás, de manera que los versos, hago versos españoles, y la prosa, dejo en prosa. Pero la traducción en verso es muy dificultosa y no es obra posible al francés, por no ser su lengua tan capaz como la nuestra. Y así la dama, de que hemos hablado, si bien lo quiso intentar en algo, no pudo proseguir ni acabar, aunque confiesa que le dieron la mano los señores Bergeron, Martiniera, Mashard, y Biñon, (11) personas graves y doctas (§ 28 de la Prefación). [32] Quien reparare con atención en estas cosas, verá que no he deservido a esta dama, antes me debe estar agradecida, pues he honrado y acreditado más a su padre, que ella misma, si bien ella se lo debía más que yo. Porque [Fol. 48r] la doctrina de su libro libre y malsonante le hacía sospechoso o vario en la de la fe, que es la de la iglesia romana, y más no se sabiendo de su protestación, que su hija ignoraba, pues en caso necesario no la alega ni pondera, como notamos §. 3; de manera que esta protestación, que yo alego y pondero, prueba como este autor fue católico romano en su persona, y sirve también para usar de la licencia que por ella nos da para corregir y enmendar sus faltas, no obstante la reservación de ellas que hace esta dama para sí, por sola su autoridad, como vimos § 18. Y en esta misma protestación se fundan las excusas particulares, que tienen las proposiciones de menos buena doctrina, que se hallan en estos libros. Porque la primera y mayor es la buena y católica intención del autor, que protesta ser católico romano. La segunda, que por ser católico, no propone nada que sea contra la fe, dogmatizando ni asentándolo por verdadero, sino solo como por modo de disputa. Estas dos excusas declara él mismo expresamente en su protestación. La tercera, es que habla este autor en estas proposiciones según el juicio y sentido de la razón o pasión humana no más. Y así no pudo dejar de apartarse u oponerse en algo al juicio de la doctrina de la fe y de la santa iglesia, que de ordinario, levantándose sobre el humano o le excede o le contradice, corri- [Fol. 49v] giendo sus yerros y alumbrando las tinieblas de nuestras pasiones. Colígese de aquí que no puede excusar la censura de temerario por lo menos, el que pudiendo y debiendo hablar según el sentido y juicio verdadero de la fe y de la iglesia, excluyendo este, habla según el de la razón o pasión humana. Vicio y error que reprehende S. Joan, cap. 3 vers. 19, cuando dice: Dilexerunt homines magis tenebras, quam lucem. Quisieron más los hombres las tinieblas de la razón humana, que la luz de la verdad cristiana. El mismo autor confiesa en esto su temeridad en su protestación, como de ella consta; y así es digno de perdón y de que estos libros corregidos se comuniquen a todos. Porque los católicos no hallarán cosa que ofenda su fe y piedad, antes algunas de edificación y buen ejemplo. Los doctos, varia erudición; los políticos y estadistas, gran razón de Estado; los caballeros y cortesanos, enseñanzas de caballería y corte; y todos los hijos de este siglo, desengaño para saber vivir consigo y con los otros; los ignorantes y escrupulosos, finalmente, si no hallaren qué aprender, espero no hallarán en qué tropezar ni de qué se ofender. De manera que estos libros sin la corrección y estudio nuestro podían ser al autor de descrédito a los lectores, a muchos peligrosos y dañosos, a otros escan- [Fol. 49r] (12) dalosos, a otros inútiles y vanos; con ella examinándolos, desechando lo malo y menos bueno, nos quedamos con lo escogido y perfecto. Conforme a la regla apostólica, 1Thessalonicens., cap. 5, vers. 21, que dice: omnia probate, quod bonum est tenete. Probadlo todo, tomad lo que es bueno. Colegimos de aquí un ilustre y breve elogio del Señor de Montaña: varón noble y católico ciudadano romano, caballero de la orden de Sancti Spiritus de Francia, y francés de nación, sabio y prudente con insigne erudición y menuda y larga experiencia de Estado y corte. Y la lectura de sus libros pueda con excelencia excusar a cualquiera la de Plutarco y Séneca y Plotino y otros de los antiguos grandes filósofos. Como han reconocido los grandes ingenios que los han visto en francés; y lo reconocerán y experimentarán ahora mejor los que los leyeren corregidos y adornados de nuevas flores de poesía española, para que no tenga España en esta materia que envidiar a Francia. A Dios, en Madrid a 28 de Agosto de 1637. El Ldo. Diego de Cisneros Notas (1) Este discurso del traductor se empezó a escribir en Madrid, en agosto 16 de 1637. En añadido al margen el autor advierte al impresor «que este discurso se ponga al fin del libro luego despues de la praefacion Apologetica, antes del indice de los capítulos». En un principio se pensaba como prólogo, pues se alcanza a leer tachado lo siguiente: «Prologo del traductor al lector acerca del autor de...». (2) Como muy bien lo expresa Marichal (1953): «El término essai no se prestaba entonces a ser traducido por su equivalente literal ensayo, y Cisneros se inclinó en un principio por la combinación de propósitos y experiencias para el título, y en el texto mismo tradujo essais por propósitos. Más tarde, quizá por influjo de Quevedo, que había traducido essais por discursos, cambió el título tachando la palabra propósitos y añadiendo varios discursos, mientras en el texto sustituyó casi siempre propósitos por experiencias. En el título dado a su traducción, Cisneros recogió acertadamente tanto el elemento discursivo como el aspecto “experimental” (“vivencial”) de los Essais, e intensificó así al mismo tiempo el carácter personal de la obra de Montaigne». Es interesante ver la significación de estas palabras en el siglo XVII según Don Sebastián de Covarrubias, en su obra Tesoro de lengva Castellana, o Española, publicada en 1611, en Madrid, por Luis Sanchez, impressor del Rey. En la entrada Discurso, página 322: «Latinè discursus, la corrida que se haze una parte y a otra: tomase por el modo de proceder en tratar algun punto y materia, por diversos propositos y varios conceptos». En la entrada Esperiencia, página 378: «Lat. Experientia, es el conocimiento y noticia de alguna cosa q Y en la entrada Proposito, página 598: «Vale intencion, como tener proposito de hazer alguna cosa. ¶ Ser fuera de proposito, no ser en tiempo, ni en sazon lo que se haze. Venir a proposito, quadrar. Hazer vna cosa de proposito, hazerla de pensado. Juego delos propositos, es vn entretenimiento de donzellas». (3) Para saber más sobre Baudio y su Apéndice en prosa sobre la forma y el fondo de los Ensayos de Montaigne, puede consultarse: Salomón Verhelst Montenegro y Vicente Raga Rosaleny, «Baudio a propósito de Montaigne.» Ideas y Valores, 66 (2017), 357-367. Disponible en <https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.64873>. (4) Según Migne (1850): «ILUMINADOS: Nombre de un secta de herejes que aparecieron en España por los años 1575, y á quienes los españoles llamaban Alumbrados. Sus corifeos eran Juan de Villalpando y una monja carmelita llamada Catalina de Jesús. Muchos de sus discípulos fueron presos por la inquisición y castigados por la pena capital en Córdoba: los demas adjuraron sus errores. »Los principales de que se acusaba á los iluminados, eran que por medio de la oración sublime á que llegaban, entraban en un estado tan perfecto que no necesitaban ya del uso de los sacramentos, ni de las buenas obras, y aun podían cometer los actos mas infames sin pecar. Los mismos principios siguieron poco tiempo despues Molinos y sus discípulos. Esta secta resucitó en Francia en 1634, y se unieron á ella los discípulos de Pedro Guerin; pero Luís XIII dio orden de perseguirlos con tal diligencia y rigor, que en breve fueron completamente destruidos. Pretendían que Dios había revelado á uno de ellos, Fr. Antonio Bocquet, una práctica de fé y de vida supereminente ignorada hasta entonces en toda la cristiandad y que con aquel método se podía llegar en poco tiempo al mismo grado de perfección que los santos y la virgen Maria, los que segun ellos no habian tenido mas que una virtud comun. Añedían que por ese camino se llegaba á una union tal con Dios, que todas las obras del hombre se divinizaban; y que en llegando á esta union era preciso dejar obrar a Dios solo en nosotros sin producir ningun acto. Afirmaban que todos los doctores de la iglesia habian ignorado lo que es la devocion: que ni S. Pedro, hombre simple, ni S. Pablo, no entendieron nada de la espiritualidad: que toda la iglesia estaba en las tinieblas y la ignorancia sobre la verdadera práctica del credo. Decian que es lícito hacer todo lo que dicta la conciencia: que Dios no ama nada ni á nadie mas que á sí mismo: que dentro de diez años debia ser recibida su doctrina por todos; y que entonces no habria necesidad de clérigos y frailes, de curas, obispos ni otros superiores eclesiasticos.» (5) Palabra de difícil transcripción. Por el contexto parece referirse a un nombre propio. Juan Marichal, en su afamado artículo: «Montaigne en España», publicado en: Nueva Revista de Filología Hispánica, año 7, n.º 1/2, Homenaje a Amado Alonso, tomo primero (enero-junio 1953), pp. 259-278, donde hace una transcripción parcial de este texto, propone Sweertio. Se lee Suve-Feldio, quizá haga referencia a Gaspar Schuvencfeldio, que aparece citado en el Novvus index librorum prohibitorum et expurgatorum editus... D. Antonii Zapata..., 1631, Regla II, como uno de los autores que son o fueron cabezas o caudillos de Herejes como «Martín Lutero, Huldrico Zuvinglio, Juan Calvino, Baltasar Pacimontano, Gaspar Schuvencfeldio, y otros semejantes». Aparece en el índice como: «Gaspar Suvencfeldius, seu, Schuvenfeldius, seu SchuvencKfeldt, silesius medicus. Obijt circa annum 1560. Theol. Haeresiarcha, qui Germanice, et Latinè multa scribebat ab anno 1527, usque ad 1660 [sic]. Dux Schuvefeldianorum». Según Ventura de Raulica, en su libro Las bellezas de la Fe, traducido por D. Ildefonso José Nieto, en el tomo II, Madrid, 1860, los «Schuvenkfeldianos, de Gaspar Schuvenkfeld, que teniendo por dogma comun que la humanidad de Jesucristo habia sido engendrada por el Espíritu Santo, y que el Bautismo (la pluma se resiste á escribir esta blasfemia) es un baño de cerdos, se subdividieron en otras cuatro sectas». (6) Según el encabezado desde aquí es redacción del 19 de agosto de 1637. (7) Se refiere a la Extravagante de Benedicto XI, citada por Alfonso de Castro en su libro: Aduersus omnes haereses, libro III, página 180-B, Parisiis, apud Stephanum Paruum, in clauso Brunello, è regione D. Hylarij, sub signo Pomi Pini, 1565. (8) Según el encabezado desde aquí es redacción del 21 de agosto de 1637. (9) Según el encabezado desde aquí es redacción del 24 de agosto de 1637. (10) Según el encabezado desde aquí es redacción del 26 de agosto de 1637. (12) En la edición de Nivelle, de 1617 (la que habría manejado el licenciado Cisneros para su traducción) se introduce una novedad muy importante, a saber: la de la traducción al francés de las citas latinas, recogidas al final de la obra. Marie de Gournay, sin embargo, reconoce que la localización e identificación de las obras y autores latinos citados por Montaigne no es suya, sino que en gran medida está en deuda con los mencionados Bergeron, Martinière, Machard y Bignon, intelectuales coetáneos. Esta tarea le animará para traducir, ella misma, las citas griegas e italianas en la edición de Los ensayos de 1623 (véase Giovanna Devincenzo, Marie de Gournay. Un cas littéraire, Fasano, Schena, 2002, p. 152). (12) Según el encabezado desde aquí es redacción del 28 de agosto de 1637. |
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