

¿Es necesario cortar la historia en rebanadas? Esta pertinente pregunta, planteada en tono burlesco por un eminente historiador francés, esconde un problema historiográfico de peso.(1) Jacques Le Goff argumenta en su breve tratado contra el hábito de subdividir en períodos –o rebanadas– el pasado. El presente texto, por el contrario, se ve animado por el impulso criticado por Le Goff. Pues esta cuestión historiográfica afecta también, según el trasfondo teórico que sustenta nuestra argumentación, a la historia de la traducción y a su comprensión actual. Y esta comprensión exige una serie de subdivisiones desde la perspectiva histórica. En lo que sigue propondré una esquematización del pasado de la traducción entre lenguas europeas alrededor de cuatro «querellas» o mojones históricos de esta práctica cuyo desarrollo a nivel mundial, por supuesto, antecede en cientos (si no miles) de años al inicio de la cronología que aquí ha de presentarse.(2)
Estos momentos clave de la historia de la traducción se distinguen por dos rasgos fundamentales. El primero se refiere al hecho de que, en cada uno de ellos, la traducción fue el vehículo de una discusión sobre actores y prácticas culturales que sobrepasaron en mucho el problema de la traducción en sí. El segundo rasgo consiste en el hecho de que, como producto de cada una de estas querellas, la práctica de la traducción acabó transformándose, sea en parte, sea en su totalidad, lo que, a su vez, dio origen a un nuevo paradigma de traducción. Las «rebanadas» en las que será cortada esta historia, a fin de nuclear problemas y hacer más accesibles las discusiones de relevancia para nuestro presente, llevan nombres que hablan por sí mismos y que serán explicitados en las páginas que siguen: la querella bíblica, la querella de las bellas infieles, la querella romántica y la querella de la automatización. Estos cuatro momentos fueron acompañados por una serie de transformaciones, que van de las técnicas de escritura y los ideales estético-lingüísticos hasta las formas y el concepto mismo de lo que pueda ser la tradición, su registro y su transmisión. La última de las cuatro estaciones de esta cronología, como sugiere su nombre, no pertenece estrictamente a la historia sino que es parte de nuestro inmediato presente. Qué está pasando en la revolución de la traducción automatizada debe entenderse a la luz de las tres transformaciones que la precedieron.
En el Occidente europeo, previo a su expansión hacia el continente americano, la traducción entre lenguas vernáculas, así como de estas lenguas desde y hacia el latín, organizó las relaciones entre comunidades lingüísticas. Estas relaciones estaban marcadas tanto por la admiración que las comunidades se profesaban entre sí como por los recelos lingüísticos que fueron surgiendo, tal como ha explicado el historiador inglés Peter Burke en un libro fundamental para comprender el estrecho vínculo entre concepto de lengua y formas de traducción que marcó la vida de las lenguas europeas en sus inicios.(3) Estas comunidades lingüísticas, en el progreso de la fijación de sus identidades culturales, sus formas de gobierno y sus relaciones con el pasado grecolatino, produjeron progresivamente una serie de transformaciones de su modo de autoconcebirse, marcadas por la cuestión del valor, la precisión y la sacralidad de la lengua. En las diversas etapas en que se dio su «emergencia», un fenómeno clave fue el lento declive del valor tradicional y cultural del latín (que superó en mucho al concepto del griego hasta el siglo XVIII),(4) pues el latín fue la lengua de instrucción durante la Edad Media y buena parte del Renacimiento y la lengua litúrgica, en la esfera de la cristiandad católica, desde el 360 hasta la década de 1960. Las lenguas europeas, en los procesos de reconocimiento mutuo y de traducción por fuera del dominio de la lengua sacra, fueron modificando sus representaciones mutuas –de defensas y de condenas– como lo muestran numerosas anécdotas y proverbios tales como aquel renacentista que señalaba que los italianos suspiraban, los españoles gemían, los alemanes aullaban y los franceses cantaban al hablar sus lenguas. Los daneses, decían sus críticos, «forzaban sus palabras fuera de la boca como si fueran a toser» y para otros el galés sonaba como la lengua de una bandada de gansos muy irritados.(5) Algunas veces estas ideas se plasmaban en una suerte de autocrítica silenciosa, expresada en el locus classicus de la pobreza léxica de la propia lengua constatada en el momento de la traducción; otras veces era, por el contrario, el elogio de las propias herramientas de expresión lo que organizaba la reflexión lingüística, en detrimento de las demás. El nacimiento de las academias de lenguas, de los diccionarios monolingües y de las gramáticas crecientemente independientes de la forma discursiva del latín son otras estaciones en esta larga evolución de las lenguas vernáculas europeas, que harán su expansión mundial durante la época de colonización en los siglos subsiguientes.
Es en el inicio de este proceso donde tuvo lugar la primera querella de la traducción, surgida alrededor de la Biblia y del abandono, por parte de los primeros reformadores, de la lengua latina como lengua de soporte del saber sagrado y de la doctrina. Cabe recordar, sin embargo, que ni la traducción de Lutero al alemán, que habría de significar el cimbronazo más profundo de la cristiandad desde el cisma de Oriente y Occidente, cuyo año de publicación es 1522, ni la de Tyndale al inglés en 1526, fueron las primeras versiones de textos bíblicos en lenguas europeas modernas producidas y en circulación en el continente.(6) La Biblia, cuyos libros eran por lo general editados en forma separada, tuvo versiones parciales en lenguas vulgares desde la Edad Media, primero como adaptaciones, luego como comentarios eruditos, y más tarde en traducciones interlineares que finalmente dieron lugar, en el momento de la primera querella de traducción, a versiones en vernáculo publicadas como textos independientes.
Lo que hace a la querella de la traducción bíblica la primera en esta cronología es haber sido el vehículo de una transformación que excedía la cuestión técnica de cómo traducir o el tipo de intercambio lingüístico a la que daba lugar, es decir, de qué lenguas a qué lenguas era lícito llevar adelante un proceso de equivalencia. Pues la traducción de Lutero no solo significó el abandono del método interlinear, el alejamiento definitivo del modelo de «palabra por palabra» y la publicación de textos en lengua de llegada sin el «soporte» de la lengua considerada sagrada (aunque, por supuesto, no original, como era el latín bíblico, en sí una traducción), sino que puso en marcha una transformación cultural mayor vehiculizada por un problema de orden traductológico. Así, al mismo tiempo y con el mismo gesto en que Lutero revolucionaba una práctica traductora, también ponía en marcha una transformación de la doctrina, dando inicio a una nueva forma de culto. En la medida en que, tal como sostenía Lutero, sólo las escrituras eran tenidas por el sostén de la vida religiosa, dejando así de lado la doctrina heredada de los padres de la Iglesia, la traducción hacía posible el acceso general (a quienes estuvieran en dominio de las técnicas de escritura) de los contenidos antes atesorados dentro del marco protector de la lengua latina.
Lo que puede ser considerado crucial aquí es el hecho de que el lema de esta revolución de tipo religioso haya sido sustentado por una traducción. Pues esta revolución se materializó discursivamente mediante el aditamento de un adverbio a la traducción de una frase del libro sagrado en la que, al ser volcada a la lengua vulgar de este modo, quedaba plasmada una nueva concepción de la religiosidad. Lutero no solo estableció el principio de la sola scriptura como aquel que daba por tierra con el dominio papal de la doctrina cristiana, por el cual fueron forjadas frases tales como: «Habría que temblar ante una letra de la Biblia más que ante el mundo entero»(7) sino que el mismo adverbio le sirvió para establecer el segundo lema clave del protestantismo: la sola fide. En la circular que antepuso, como otros prólogos e introducciones, a la Tercera Epístola a los Romanos de Pablo, donde para el latín de la Vulgata se lee «Arbitramur hominem iustificari ex fide absque operibus», Lutero escribía «Wir halten, daß der Mensch gerecht werde ohn des Gesetzes Werke, allein durch den Glauben». Es decir, en la traducción de Lutero ex fide se convertía en solo la fe. Esto significaba, en el plano de la doctrina, rechazar que fueran las buenas obras (y las indulgencias eclesiásticas) las que definían al hombre justo, es decir a aquel que, en esta condición «justificada», podía ser acogido en la comunidad cristiana. Lutero escribió en su lugar: solo por la fe, no por las obras. En su carta se burlaba –como hacía habitualmente– de los «papistas», que creían poder traducir mejor que él al alemán el texto de las Escrituras. Y al argumentar a favor de la inclusión del adverbio solo (allein) decía que era así como se hablaba el alemán entre la gente común, aquella gente que eran los receptores últimos de su concepción horizontal y abierta del acceso al saber de la religión y a los códigos de la práctica. Este enfrentamiento a nivel de la doctrina se vio reforzado por el surgimiento de la imprenta de Gutenberg. La Biblia se convertía así –la Biblia en lengua vulgar– en el libro más vendido de la modernidad. Y sobre la versión de Lutero se unificará el futuro de la lengua alemana.
La segunda querella es menos trascendental que la primera, aunque demostró ser tan importante para la lengua francesa como lo fue la Biblia de Lutero para el alemán.(8) Y dio origen a una concepción de la práctica traductora que prevalecerá sobre el ámbito europeo por mucho tiempo. Este modelo es llamado «de las bellas infieles», denominación que se utiliza generalmente para referir a las formas traductoras en Francia surgidas durante la primera mitad del siglo XVII. A este modelo responderán las primeras teorías románticas sobre la literatura, la cultura (Bildung) y la traducción, objeto de un amplio debate en Alemania (y también en Francia) poco más de un siglo después. Se trata de una oposición que ha sobrevivido, hasta hoy, en la forma de la contraposición entre las traducciones de tipo «domesticadoras» y las traducciones de tipo «extranjerizantes», tal como se conocen estos tipos, sobre todo, en el ámbito anglosajón en nuestro tiempo.(9)
Aunque el modelo de las belles infidèles se atribuye comúnmente a un amplio periodo de la tradición de las belles lettres francesas, el nombre fue acuñado para nombrar una traducción concreta de Perrot D'Ablancourt publicada en 1654.(10) Utilizando una metáfora bastante poco convencional, un poeta llamado Gilles Ménage había señalado que la característica principal de la traducción de D'Ablancourt era no haber sido fiel a la obra de Luciano, que era su original. «Pour moi je l’appelai la belle infidèle, qui étoit le nom que j’avois donné étant jeune à une de mes maîtresses». Durante las décadas en que la traducción alcanzó su apogeo en la Francia del siglo XVII, el tema de la traducción y el uso correcto, aceptable y agradable de la lengua vernácula había comenzado a discutirse vivamente. La idea subyacente a la definición jocosa de Ménage es que, en la traducción, ser fiel es inversamente proporcional a ser bello. Dejando de lado la desafortunada asociación misógina del nombre puesto a semejante modo de traducir, la metáfora parece haber sido productiva, pues logró vehiculizar la idea de que, en el proceso continuo de fijación y remodelación de la lengua francesa, una de las principales preocupaciones era lograr una prosa bella, aun «a costa» de los originales grecolatinos. En aquella época, esa belleza de la prosa era un concepto amplio que incluía las nociones de claridad, «racionalidad», elegancia y encanto. Tras su primer auge, este modelo de traducción se convirtió en un paradigma frecuentemente defendido en el siglo posterior. Así, tras el breve periodo dominado por D'Ablancourt y sus promotores en la Academia Francesa (en particular Jean-Louis Guez de Balzac), siguió cultivándose hasta bien entrado el siglo XVIII. Esto explica que, durante la tercera querella de la traducción, Friedrich Schleiermacher se haya sentido obligado a criticar esta doctrina de traducción durante su conferencia de 1813 ante la Academia de Berlín.(11)
Un objetivo importante de este método traductor era superar las limitaciones de las traducciones académicas francesas, consideradas a menudo demasiado literales y poco adecuadas para satisfacer los gustos del público lector. La oposición entre ambos modelos, sin embargo, no debe alimentar aquella perspectiva histórica que juzga estos «pecados» de traducción desde un punto de vista contemporáneo, asociando las traducciones «infieles» a una función servil, con el único objetivo de adaptar los textos antiguos al gusto de un público «ligero» que solo ansiaba entretenimiento. Pues más de una vez se ha dado por sentado que estas importantes modificaciones textuales eran el resultado de un desconocimiento de los datos filológicos e históricos de los textos originales, lo que en muchos casos no es cierto. La función principal de estas traducciones fue, en último término, ayudar a dar forma a la prosa francesa, proyecto que involucraba una suerte de «empresa nacional» lingüística. En 1640, estas traducciones se consideraban tan elevadas e importantes como la propia escritura, aunque esta postura parece haber durado solo un breve periodo de tiempo.(12)
Si examinamos las principales estrategias adoptadas por D'Ablancourt y sus contemporáneos veremos que, ante el clásico dilema entre la fidelidad al original y la libertad de composición, el modelo francés optó por aquellas estrategias que mejor servían a los intereses de la nueva prosa en formación. Las traducciones se tomaban diversas libertades con los textos originales, la mayoría de los cuales pertenecían a la tradición latina y griega, como los escritos de Tácito o Luciano. Aunque estas estrategias de traducción no eran nuevas, la característica más destacada era ahora la conciencia de sus intenciones y la claridad de su alcance. Así, los originales grecolatinos se modernizaban, se nacionalizaban, se acortaban o se ampliaban. Si un pasaje entraba en demasiados detalles, se consideraba superfluo o inadecuado para las normas morales, se lo suprimía. Los retratos de los grandes hombres de la antigüedad, que eran mucho más importantes para el público cultural, político y literario de la Francia de aquella época que en la actualidad, requerían estas modificaciones para alcanzar su objetivo. «Tacite, au dix-septième siècle, se lisait comme une sorte de bréviaire politique», explica Roger Zuber.(13) Estos héroes debían encarnar un ideal en el que no cabían expresiones inmorales, acciones demasiado sanguinarias, comportamientos demasiado groseros o relaciones demasiado familiares. Los criterios principales eran la cortesía, un lenguaje casto y expresiones y acciones no exageradas. Sin embargo, este «agencement selon les moeurs du temps» (297) no debe confundirse con mera mojigatería. Además, las reducciones se combinaban con adiciones. Muy conscientes de su misión, las traducciones francesas de la época desarrollaron un importante sistema de comentarios, notas y observaciones. También introdujeron nueva información, ya fuera explicando contenidos oscuros o adaptando directamente prácticas antiguas al uso moderno. A nivel gramatical, las traducciones reformulaban los originales cambiando la puntuación, alterando las conjunciones y modificando las unidades lógicas y rítmicas generales.
Los nuevos métodos de composición introducidos a través de la traducción debían proporcionar a la prosa francesa un alto grado de claridad, evitando oscuridades discursivas, impidiendo la aparición de ambigüedades y excluyendo toda imprecisión. Estos son los motivos alegados por D'Ablancourt en muchos de sus comentarios y prefacios. Con este objetivo en mente, cualquier procedimiento parecía válido: supresiones, reescrituras, adiciones. Aquí, la claridad responde a un ideal de mesura y sabiduría, y también a la intención de exponer una «idea esencial» del texto original. El rico aparato editorial que enmarcaba estas ediciones de los clásicos utilizaba con frecuencia términos como «raisonnement» y «raison». Aunque estos términos no tienen el mismo significado que en el uso actual, anuncian un desarrollo que tendrá lugar poco después y está bien conectado con las bellas infieles. Como señala Zuber, una vez que este modelo literario perdió a sus figuras más destacadas, comenzó a dominar otra concepción moderna de la razón en el estilo y el vocabulario. Poco después de que la estrella de D'Ablancourt y la Académie comenzara a declinar, la escuela de Port-Royal y su ideal de claridad y gramática universal cobraron protagonismo. Este ideal continuó en el siglo XVIII y pasó a formar parte del programa universal de la Ilustración. Durante la crisis inmediata de este género después de 1640, los traductores que adherían al jansenismo y estaban motivados por razones tanto religiosas como racionales explotaron recursos similares al traducir textos clásicos al francés.(14) Este impulso hacia la universalización es el mismo que habría de impregnar el proyecto de la Encyclopédie. Según esta perspectiva, la traducción debe tener como objetivo volver sobre la «construction naturelle» que subyace a la expresión en la lengua de origen. Esto se refiere al supuesto orden lógico y racional de las palabras que estructura cada expresión en una lengua natural, asunto que ya había preocupado a las mentes del primer Renacimiento con respecto al latín.(15)
Según el ideal francés nacido en el siglo XVII, hemos dicho, el objetivo de la traducción era hacer que un autor extranjero hablara tal como se habría expresado en la lengua meta, es decir, como si fuera francés. Sin embargo, sin la presuposición de una racionalidad universal, esta posibilidad parecería desvanecerse. Y esta presuposición, podemos decir, dio inicio a la tercera querella de la traducción. Al escribir su conferencia de 1813 sobre los dos «métodos» de traducir, Friedrich Schleiermacher no hacía más que condensar las ideas que se habían venido desarrollando en suelo alemán al menos a partir de Herder, quien ya había dado las herramientas teóricas para pensar las lenguas históricamente y alrededor de identidades mutuamente irreductibles.(16) En este ideal (francés) de «extracción» de un universal que puede traducirse a cada lengua sin mayores contratiempos es donde Schleiermacher ve uno de los principales puntos de desacuerdo. Dado que las lenguas naturales configuran el pensamiento, una suposición ingenua como la que defiende la existencia de ideas universales le resultaba prácticamente absurda. Sin embargo, la posición opuesta también planteaba dificultades, ya que una versión fuerte de las diferencias entre las lenguas naturales arrastraba al escepticismo sobre la traducción: si los pensamientos eran tan diferentes entre sí resultarían, a fin de cuentas, inconmensurables y, por tanto, intraducibles. Sobre ese dilema se construye la tercera querella, y ese dilema ha configurado nuestro modo de ver los modelos de traducción hasta hace pocos años, tal como lo muestran las obras de Antoine Berman y de Henri Meschonnic. El nuevo ideal historicista y filológico tendrá importantes implicaciones para el desarrollo de un nuevo concepto de arte literario y para la dimensión histórica y lingüística del discurso filosófico. Hasta incluía una nueva comprensión de la subjetividad. A partir de ahora, la figura de un autor quedaba fijada en un entorno histórico, cultural y lingüístico. Por lo tanto, enriquecer la lengua meta ya no equivalía a alimentarla con ideas proporcionadas por lenguas extranjeras y adaptadas al gusto del público, sino más bien a «doblegar» o «torcer» la propia lengua meta hacia la «otra», esto es, la lengua ajena.
Traductor de Platón, teólogo y amigo de los hermanos Schlegel, quienes se habían propuesto revolucionar el concepto de crítica literaria (y de traducción) en el convulsionado contexto filosófico poskantiano, Friedrich Schleiermacher condensó diversas ideas –propias tanto como de su entorno– en su conferencia sobre los dos métodos de traducir.(17) La traducción, afirma en un principio, hace posible el contacto entre personas que se encuentran geográficamente muy alejadas, aunque esa distancia también puede ser temporal. En este último caso, no es necesario abandonar nuestra propia lengua para descubrir el mismo fenómeno. A lo largo de los siglos, las lenguas evolucionan de tal modo que hace falta traducir esos devenires a las nuevas generaciones. Desde el punto de vista de los géneros discursivos, la actividad traductora es relevante no solo en el campo de la ciencia y la literatura como medio para «trasplantar» estos productos a un terreno extranjero, ampliando así su influencia, sino también en el intercambio comercial y diplomático. El punto decisivo radica en la presencia o ausencia del autor en el texto original, aunque no se trata de un valor absoluto, sino de una diferencia de grados. Cuanto menos presente esté el autor en el texto original, más se parecerá la traducción a la interpretación como actividad oral de la vida cotidiana. En el mundo de los negocios, cuando el hablante no busca artificialmente la vaguedad ni comete errores, las diferencias entre las lenguas son mínimas, al igual que las dificultades para el traductor a la hora de elegir el término adecuado. En tales casos, la traducción es una actividad bastante mecánica que puede realizar cualquier persona con una competencia media en ambos idiomas. No ocurre lo mismo con los productos del arte y la ciencia, que pertenecen al ámbito de la idea más que al de los asuntos materiales. Según el ideal, una palabra del original debería corresponder exactamente a otra palabra de la lengua meta «que exprese el mismo concepto en la misma extensión». En este caso, podríamos decir que el lector extranjero tendrá la misma relación con el autor y la obra que ha tenido el lector original. Pero este ideal es concebible solo para idiomas muy cercanos. En los otros casos, la situación es todo lo contrario: cuanto más difieren dos lenguas en su origen geográfico y de época, tanto más probable es que las palabras del original no se correspondan exactamente con las de la lengua meta. Schleiermacher afirma que la «tarea» de traducir es muy diferente en este caso, ya que requiere del traductor un conocimiento preciso y una elevada competencia en ambos idiomas. Incluso entonces, los trabajos de diferentes expertos darán resultados distintos, pues elegirán diferentes traducciones de la misma palabra. Esta dificultad surge tanto cuando nos enfrentamos al lenguaje pictórico de la poesía como cuando nos enfrentamos a los asuntos más abstractos y generales que pertenecen a la ciencia.
Para definir ese ideal, Schleiermacher enlaza su descripción de la actividad de la traducción con el proceso de la comprensión. La pregunta guía es cómo un lector del discurso de otra persona puede comprender esas palabras en condiciones de diferencia lingüística y temporal. Dos cuestiones relativas al objetivo de la traducción le servirían de principios rectores. Schleiermacher se pregunta entonces: ¿Acaso el objetivo de la traducción sea establecer una relación entre un autor y un lector que no conoce el idioma del autor, de modo que esta relación refleje la que existe entre el autor y su lector original? ¿O debería el traductor abrir a los nuevos lectores la misma relación y el mismo disfrute que él o ella encuentra en un libro al leerlo (y traducirlo)? El traductor se enfrenta así a un dilema que involucra a dos personas: por un lado, el lector contemporáneo que no habla el idioma del autor y, por otro, el autor (antiguo y extranjero) que se ha expresado en un modo en particular. Hay una gran distancia entre ellos. Si deben experimentar las mismas alegrías y penas que el propio traductor o si deben unirse en una relación directa similar a la que el autor tenía originalmente con sus lectores: estas dos posibilidades crean el dilema. En la primera, el traductor deja al autor en paz y hace que el lector se acerque al autor. En la segunda, el traductor deja al lector en paz, en cuyo caso es el autor quien debe acercarse a éste. Schleiermacher señala que cualquier mezcla de los métodos da resultados insatisfactorios, es decir, que hay que decidirse por uno u otro. El primer método, que es el que él practicaba y el que defendían otros pertenecientes a la tradición alemana del siglo XVIII, debe comenzar por establecer qué tipo de comprensión se ofrece al lector. El segundo método debe ser descartado, y con él su ideal de adaptación a la cultura de llegada.
Así, el traductor se convierte en el modelo de un cierto tipo de comprensión en la que se puede apreciar la belleza de una obra literaria sin olvidar las diferencias entre lenguas y sin borrar la conciencia que tiene el lector de sus propios medios lingüísticos. El primer método tiene como objetivo dar al lector la sensación de estar ante algo extranjero. La lengua de la traducción transmite, así, la impresión de que no ha surgido de la libertad total, pues conserva una sonoridad y una cierta forma de lo ajeno. A través de la comparación con la media del estándar lingüístico, el lector se hace una idea de lo desconocido. Es necesario, desde el punto de vista de la cultura general, aplicar el primer método a varias obras de una lengua para poder acceder al espíritu de la lengua extranjera introducido por la traducción. Esta noción es clave para el debate sobre el contexto en el que se produjo la conferencia de Schleiermacher, pues indica hasta qué punto esta querella está inmersa en una revolución, de tipo social y glotopolítico, de lo que las lenguas debían significar para la cultura y la constitución de identidades nacionales.
El método opuesto no requiere ningún esfuerzo especial por parte del lector; en este caso, es el autor el que debe «moverse» hacia su receptor. La lengua de la traducción no tiene nada de qué preocuparse, ya que la primera regla de composición en este método es seguir los patrones ya existentes. El objetivo es hacer que el autor suene como habría sonado si hubiera hablado el idioma de la traducción, por lo que los principios rectores aquí son la pureza y la perfección, la ligereza y la naturalidad del estilo. ¿Cómo habría hablado Tácito si hubiera sido alemán?, pregunta Schleiermacher. La pregunta, sugiere, no es tan inocente como parece. Al igual que con el primer método, la traducción no solo se refiere al espíritu de un idioma, sino también a la singularidad de un autor. Se puede imaginar cómo habría hablado un autor en alemán, explica Schleiermacher. Este punto no plantea ningún problema particular. Por el contrario, la cuestión del contenido de lo que habría dicho toca un principio importante sobre la naturaleza de las lenguas y las diferencias entre ellas. Pues si se afirma que todo producto de la mente está necesariamente vinculado a la «lengua materna» en la que se expresa una idea, el objetivo del segundo método se vuelve imposible. En este caso no cabe preguntarse por cómo un autor habría producido estos pensamientos en otro idioma; es simplemente imposible. Estamos en el centro del argumento de la imposibilidad de la traducción. Por supuesto, producir enunciados en otros idiomas dentro de la esfera del mercado y el intercambio cotidiano es algo bastante común. Pero, como ya sabemos, este tipo de discurso no es objeto de traducción propiamente dicha. La falta de similitud en el vocabulario y en las formas de expresar las ideas conduce necesariamente a una paráfrasis o a una transposición del conocimiento original al sistema conceptual de la otra lengua.
Si se sigue el segundo método, la traducción acaba convirtiéndose en imitación. De hecho, todo el argumento presentado por Schleiermacher lleva a la conclusión de que seguir el segundo método no es traducir en absoluto sino adaptar o parafrasear. El objetivo de la traducción propiamente dicha es lograr la misma comprensión y disfrute que el traductor. La experiencia de lo extranjero como lo propio establecerá, desde entonces, el modelo moderno por excelencia de la traducción consciente de sí misma, de la traducción literaria en tanto relevante estéticamente. Esta relación ya no se caracteriza como inmediata, sino que muestra rastros del esfuerzo de comprensión y se mezcla con un sentimiento de lo ajeno. Al igual que el sujeto moderno mismo, la traducción llevará siempre el rastro de su hechura y su historicidad. Schleiermacher se pregunta, hacia el final de su conferencia, si todas estas dificultades no convierten la traducción en una tarea inútil. Pero fue debido a una suerte de claudicación ante estas dificultades que se inventaron los otros tipos de relación con el texto, a saber, la paráfrasis y la imitación. Y es en este rango de hechos translatorios que quedan, para él, las prácticas del segundo método, del método de las bellas infieles, cuyo modelo habría que evitar para siempre.
La tercera querella configuró en buena medida las discusiones sobre la traducción durante el siglo xx, animadas hacia principios de siglo por el ensayo de Walter Benjamin y, más adelante, por los trabajos de Berman y Meschonnic.(18) Pero con el avance del fenómeno de mundialización de la traducción, una nueva disciplina –la lingüística– comenzó a elaborar nuevos pensamientos sobre esta práctica y sus conceptos, y terminó por revolucionarla también. Pues las consecuencias del proceso de abstracción propio de la lingüística sincrónica –y la traductología es una rama de la lingüística– acabaron dando origen a la cuarta querella, de la cual somos directos testigos. Como hemos dicho al principio de este ensayo, la historia se corta en rebanadas o se vuelve a unir en un continuo de acuerdo a las necesidades del presente de quien escribe esa misma historia. Pues el presente hace a la historiografía, forja sus herramientas, modela sus preguntas y tuerce sus intereses. Esto no convierte la historia en una invención producto del mero arbitrio personal sino que la hace útil, pues contribuye a ver con sus ojos el presente de forma justa. La cuarta querella, entonces, es en la que estamos entrando ahora, cada uno a su modo: los traductores de forma consciente y los usuarios de las herramientas de traducción automática de forma más o menos inconsciente. Supera el objetivo de ese ensayo referir el proceso de automatización de la traducción a partir de los años treinta del siglo xx en detalle, pues recuperar esta historia debería llevarnos a Rusia y a Estados Unidos, a la importancia de las guerras europeas en este desarrollo, al abandono de la financiación estatal del proyecto en 1966 tras el informe de Bar-Hillel, al consiguiente desarrollo de la lingüística computacional y a las primeras formas de automatización no basadas en procesos de abstracción semántica.(19) La revolución definitiva de estas técnicas de automatización se dio al momento en que las grandes plataformas de Internet tuvieron acceso a datos a gran escala y pudieron procesarlos como «pares ordenados», al menos en un principio. Ya no se trataba de entender cuál era el sentido de una oración para convertirlo a la lengua meta, sino de utilizar las equivalencias existentes para repetirlas en nuevos contextos. Así, la probabilidad de aparición de una palabra reemplazando a otra, sumada a la revolución del Deep learning primero, y luego de los grandes modelos de lenguaje (LLM), abrió paso a un nivel de precisión semántica de todo punto inigualado hasta ahora. Esta tecnología, sumado al acceso clave a los grandes datos, dio origen a la querella en la que hoy nos vemos inmersos.
De esta conjunción entre revolución técnica (como se dio durante la querella bíblica) y revolución pragmática (pues todo parece indicar que, en el nuevo paradigma introducido en esta cuarta fase, los traductores usarán las máquinas en buena parte de sus tareas) queda por dilucidar cuáles serán las transformaciones que estas herramientas (y actores) traerán consigo. En este contexto, dado que estamos al inicio de estos desarrollos, podemos adelantar dos, una que afectará a las lenguas en juego (pues toda querella de la traducción ha transformado la naturaleza de las relaciones entre lenguas y las formas de autoconcebirse de las mismas, es decir, las «representaciones lingüísticas”) y otra que afectará al concepto mismo de la práctica traductora. Ensayemos dos retratos y dos conclusiones.
En lo que respecta a las lenguas, las relaciones entre ellas y la dimensión cultural de los productos y actores involucrados en las traducciones, incluida la prevalencia de ciertos actores sobre otros, la cuarta querella traerá consigo el fin (lento) del inglés como lengua de dominio. Los dispositivos de interpretación automática hoy disponibles en el mercado ofrecerán cada vez más lenguas desde y hacia donde traducir y sus interpretaciones se harán cada vez más precisas, volviendo irrelevante el aprendizaje de la lengua inglesa como la lingua franca en los intercambios. Nadie deberá aprender el inglés para habitar un lugar común con el otro hablante en el ámbito de la mundialización; bastará con utilizar un programa que haya demostrado ser aceptable para el par lingüístico que sea, pongamos, entre español y chino, evitando así el rodeo de la tercera lengua de encuentro. Y aunque hoy los modelos traductivos estén (como ocurrió con las gramáticas y el latín en el Renacimiento) dominados por conceptos ingleses y modelos gramaticales pertenecientes a esta lengua, esto dejará de suceder con el tiempo. Este proceso se volverá visible, ante todo, en el mundo de los negocios y la diplomacia, para hablar con la lengua de Schleiermacher.
La otra consecuencia, que atañe directamente a la práctica traductora, es de naturaleza algo especulativa, pues supone la transformación de la condición misma de la traducción humana. Hasta el momento, toda producción textual –del pasado o contemporánea– que no hubiera sido vertida a una lengua determinada necesitaba de una primera traducción. Era posible que ya existiera una traducción previa en otra lengua, y era posible que no existiera ninguna en ninguna lengua. En ambos casos, había una primera traducción que llevar adelante en la lengua meta –pongamos, de la última novela de una autora contemporánea–, sea completamente a ciegas, sea con el eco de una traducción a otra lengua conocida por la traductora o el traductor. Distinto ha sido, históricamente, el caso de las retraducciones, es decir, aquellas traducciones que suponen la existencia previa de una versión en la lengua de traducción. Cualquiera que haya tenido que traducir otra vez a Dante al castellano habrá utilizado en algún momento de su proceso de traducción aquellas versiones (una, dos, muchas o pocas) que la precedieron. Eso hace de la tarea de la retraducción un proceso distinto a nivel cualitativo, pues en los casos de retraducción toda decisión de traducción puede ser cotejada con una que la antecedió. Pero ahora, y esa es la transformación revolucionara que planteamos aquí, sea para bien o para mal, con la introducción de la traducción automática toda traducción nueva o primera es potencialmente una retraducción. Es decir, toda traducción siempre podrá ser precedida por una versión automática hecha por una máquina, si la traductora o el traductor así lo desean. Y no solo una sino muchas versiones previas, todas aquellas, producidas casi al instante, por todos los programas que la persona traductora tenga a la mano y desee probar. En qué cambiará esta transformación el futuro de las lenguas en general, más allá del inglés, no lo sabemos aún. Pero podemos imaginar ya desde ahora que habrá consecuencias de peso y que estas, y los miedos y ansiedades que puedan provocar, junto con las alegrías, han de inaugurar o están inaugurando esta nueva querella de la que somos testigos y parte, lo que no quita, sino que añade, cierto vértigo a la escritura de estas mismas palabras.
(1) Jacques Le Goff, ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas?, trad. Yenny Enríquez, Ciudad de México, FCE, 2016.
(2) Michel Ballard, De Ciceron à Benjamin. Traducteurs, traductions, réflexions, Villeneuve d'Ascq (Lille), Presses Universitaires du Septentrion, 2007.
(3) Peter Burke, Languages and Communities in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2004.
(4) Jean-Christophe Saladin, La bataille du grec à la Renaissance, París, Les Belles Lettres, 2000.
(5) Burke, op.cit., p. 66.
(6) S. L. Greenslade (ed.), The Cambridge History of the Bible. The West from the Reformation to the Present Day, vol. 3, Cambridge, Cambridge University Press, 2008.
(7) Ibid., p. 12
(8) Para un retrato de la evolución del alemán como lengua literaria después de Lutero véase Eric A. Blackall, The Emergence of German as a Literary Language. 1700–1775, Cambridge, Cambridge University Press, 1959.
(9) Lawrence Venuti, The Translator’s Invisibility, Londres-Nueva York, Routledge, 1995. Para una crítica de la interpretación de Venuti, véase Damion Searls, The Philosophy of Translation, New Haven (Connecticut), Yale University Press, 2024.
(10) Véase Wilhelm Graeber, «Blüte und Niedergang der belles infidèles», en Harald Kittel et al. (eds.), Übersetzung, Translation, Traduction: Ein internationales Handbuch zur Übersetzungsforschung. An international Encyclopedia of Translation Studies. Encyclopédie internationale de la recherche sur la traduction, vol. 2, pp. 1520-1531.
(11) Los estudiosos han afirmado que su objetivo no era solo denunciar un método de traducción, sino también el dominio a nivel europeo de la lengua francesa, incluida la dimensión política de este dominio. Vale la pena considerar este argumento. Si recordamos, por ejemplo, el Discours de l'universalité de la langue française de Antoine de Rivarol, que ganó el premio de la Berliner Akademie en 1784, podemos ver que el argumento sobre la prevalencia de una lengua vernácula (en este caso, el francés) sobre las demás seguía siendo objeto de acalorados debates en la esfera pública europea. Además, si se tienen en cuenta las campañas napoleónicas en Alemania a principios del siglo XIX, no es difícil reconocer la relevancia política de la postura de Schleiermacher. Federico II de Prusia, que había establecido el francés como lengua del Ministerio de Asuntos Exteriores prusiano, sentía una gran admiración por la cultura y los autores franceses, como refleja su relación con Voltaire, y despreciaba la lengua alemana, lo que constituye un ejemplo palpable del dominio del francés en la esfera europea. Para conocer la excepcional figura del «roi philosophe», sus escritos y su relación con la cultura francesa, véase, por ejemplo, Christopher Clark, «Friedrich der Einzige» y «Konversation», en Preußen. Aufstieg und Niedergang. 1600-1947, trad. Richard Barth, Múnich, DVA, 2007, pp. 220–227 y 293–304. Pero sería engañoso reducir el argumento de Schleiermacher a una lucha contra el dominio francés. Véase François Thomas, «Belles infidèles ou belles étrangères ? La critique des traductions françaises par les romantiques allemands», en Colloques Fabula: La conquête de la langue, 2013, disponible en https://doi.org/10.58282/colloques.1999.
(12) El estudio clásico de Roger Zuber defiende con firmeza el género y sigue siendo una descripción muy completa, aunque un poco demasiado detallada, del fenómeno dentro de la cultura francesa y europea. Véase Roger Zuber, Les «Belles Infidèles» et la formation du goût classique: Perrot d'Ablancourt et Guez de Balzac, París, Albin Michel, 2014.
(13) Ibid. p. 292.
(14) Roger Zuber sugiere una conexión con el espíritu cartesiano y las reglas presentadas por esta escuela, especialmente por Arnauld. El objetivo del traductor es hacer que un autor cambie su lengua, pero no sus pensamientos: «faire parler François à Saint Agustin, sans le faire parler autrement que’en Saint Agustin, c’est-à-dire luy faire changer de Langue, sans luy faire changer de pensées», en Zuber, op. cit., p. 116 y n. 28.
(15) «Traducir como si el autor hubiera escrito en francés, es decir, recurriendo a los recursos propios del francés, es la única forma de dar acceso a lo que no es ni francés, ni inglés, ni latín, sino universal y común a todos los hombres y a todos los pueblos», señala François Thomas, op. cit., fragmento 26.
(16) Pascale Casanova ha argumentado que la teoría alemana de la traducción fue en gran medida el resultado de la preocupación por la identidad nacional. Según esta interpretación, Herder «inventó» la «fidelidad» traductora para contrarrestar la influencia francesa y el etnocentrismo expresado en las belles infidèles. Este desarrollo habría forjado las nuevas normas de traducción defendidas por los románticos. La misma preocupación, por ejemplo, habría motivado las reflexiones críticas sobre el dominio del francés del poeta y ensayista italiano Giacomo Leopardi, quien escribió sobre la posición del italiano en relación con el dominio de su vecino lingüístico del sur de Europa. Pero era la noción misma de evolución lingüística lo que estaba transformándose. Herder y otros autores más estrictamente contemporáneos de Schleiermacher habían introducido la cuestión de la temporalidad de las lenguas naturales, reavivando así una serie de debates sobre la diversidad y el desarrollo lingüístico. Leibniz había abordado el tema antes que ellos, y más tarde Humboldt lo retomó. Pero el camino de oposición de las lenguas y la relevancia de la traducción en este proceso se puede rastrear desde el Renacimiento temprano en Italia hasta Inglaterra, España, Francia y, finalmente, Alemania, como bien demostró Burke. Documentos provenientes de estas regiones dan testimonio de la inquietud por las lenguas vernáculas, su contaminación y su pobreza o riqueza. Ya desde entonces las lenguas se asociaban con ideas y representaciones ideológicas sobre su naturaleza y sus hablantes, expresadas en juicios positivos y negativos sobre las lenguas como entidades. Estos conflictos han alimentado la conciencia lingüística durante más de cuatro siglos. Es evidente que las afirmaciones de Schleiermacher sobre la posición del alemán en el mapa lingüístico de las lenguas vernáculas europeas no son ni nuevas ni excepcionales. Pertenecen a una larga evolución que ha contribuido a configurar las lenguas europeas y sigue haciéndolo en la actualidad. A lo largo de este proceso, las cuestiones éticas, políticas y técnicas siempre han estado entrelazadas. Pascale Casanova, La langue mondiale. Traduction et domination, París, Seuil, 2015. Véase también Robert H. Robins, «Leibniz and Wilhelm von Humboldt and the History of Comparative Linguistics», en Tullio di Mauro y Lia Formigari (eds.), Leibniz, Humboldt, and the origins of comparativism, Amsterdam-Filadelfia, John Benjamins, 1990, pp. 85-101.
(17) Una de las mejores exposiciones del concepto de traducción en la cultura alemana sigue siendo L’épreuve de l’étranger, de Antoine Berman. Para conocer la relevancia de Friedrich Schlegel y su influencia en la teoría de la traducción de Schleiermacher, véase el resumen de Piotr de Bończa Bukowski, Friedrich Schleiermacher’s Pathways of Translation, Gotinga, De Gruyter, 2023, pp. 76-89.
(18) Nos referimos a Walter Benjamin, La tarea del traductor, ed. Nora Catelli, trad. Robert Caner, Valdivia, Ediciones de la Universidad Austral de Chile, 2021. De Antoine Berman y Henri Meschonnic destacan, respectivamente, las obras: La traducción y la letra o el albergue de lo lejano, trad. Ignacio Rodríguez, Buenos Aires, Dedalus, 2014, y Ética y política del traducir, trad. Hugo Savino, Buenos Aires, Leviatán, 2009.
(19) Véase W. J. Hutchins (ed.), Early Years in Machine Translation. Memoirs and biographies of pioneers, Amsterdam-Filadelfia, John Benjamins, 2009. Para el informe en cuestión, véase Yehoshua Bar-Hillel, «The Present Status of Automatic Translation of Languages», en Advances in Computers, 1 (1960), 91-163.
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