

A José Francisco Ruiz Casanova,
que casi me obligó a pergeñar estas páginas
Cuando, con ocasión de mi ya cercano ingreso en la octava década de existencia, mi gran amigo José Francisco Ruiz Casanova, que ha venido ocupándose de mi trabajo poético desde hace años, me sugirió la idea de preparar un volumen con mis traducciones, no tenía ni idea del maremágnum al que me estaba dejando arrastrar. Nunca he sido particularmente cuidadoso con lo que puede considerarse un archivo personal, y del mismo modo que, salvo los libros de poesía o ensayo de los que puntualmente fui anotando su existencia en un CV siempre provisional, ni siquiera, a fecha de hoy, tengo constancia de cuántos artículos he escrito ni dónde aparecieron. Y lo mismo ocurría con mis trabajos sueltos de traducción. En los tiempos en que empecé mi andadura no había ordenadores y mantener ordenado un archivo en papel nunca ha sido muy propio de mí. Pero José Francisco, como buen filólogo, sí que lo tiene y empezamos a trabajar. La primera sorpresa para mí fue descubrir la ingente cantidad de páginas con que teníamos que enfrentarnos. Casi millar y medio entre volúmenes, poemas en revista y los inéditos que empecé a guardar cuando me compré mi primer Macintosh a principios de los años ochenta del siglo pasado. Una barbaridad que ningún editor responsable se arriesgaría a publicar en un país donde se lee relativamente poco. Finalmente optamos por una selección que con el título de Oficio de Babel aparecerá a inicios de 2026 en las ediciones valencianas de Olé Libros. Lo bueno es que de la mayor parte de ese trabajo lo hacía él; y yo, feliz.
Lo malo es que no me iba a quedar tan fácilmente al margen de la aventura. Aunque en el volumen, José Francisco incluía dos textos míos sobre teoría de la traducción, le pareció oportuno que escribiese algo nuevo, una suerte de autobiografía de traductor, algo que, como indico en el subtítulo de estas páginas, nunca pensé hacer. Pero nobleza obliga, así que negocié con él que lo haría, pero de forma fragmentaria, abordando los temas que de un modo u otro se me han planteado a lo largo de los años. Y el resultado es el presente texto.
Una pregunta que a veces me han hecho es en qué medida se relaciona lo que se considera obra propia original y la que un escritor traduce de manera paralela. Para mí que, salvo en escasas ocasiones, nunca he traducido por encargo y si lo he hecho es porque en ese momento lo que se me encargaba tenía interés para mí, la respuesta, en mi caso particular, es clara. Depende de lo que consideremos que significa eso que llamamos «obra original». Para mí, el trabajo del escritor, el del traductor y el del crítico forman parte de un proceso único e inseparable que sólo se disocia en los efectos sociales de lo que produce como resultado. En nuestra tradición occidental, ser «originales» parece algo muy claro; no sé, sin embargo, en qué consiste dicha claridad. ¿Era Berceo original o un mero traductor de De Coincy? Hacer hablar a Horacio en la lengua del público culto castellano del siglo XVI, tal y como se propuso Fray Luis de León, ¿era una simple cuestión de verter del latín a una lengua romance? ¿Lo que dice Horacio es exactamente lo que dice Fray Luis?, o lo que es lo mismo, ¿lo que entendían los romanos al escuchar las Odas coincide con lo que los españoles leían en la versión del poeta salmantino? Cuando Lutero traduce la Biblia a la lengua hablada en los territorios que luego serían Alemania, aparte de establecer la norma estándar de lo que hoy conocemos como alemán, ¿era un mero intérprete automático de los textos semíticos o alguien que al reescribir para un público de su tiempo lo que hacía era articular una manera concreta de leer los textos, llevando el agua al molino de sus propias posiciones interpretativas? Desde mi punto de vista las cuestiones epistemológicas que el tema de la traducción pone sobre el tapete son mucho más complejas de lo que normalmente se piensa y, entre ellas, la menos baladí quizá sea la de si realmente, en la historia de la cultura es posible separar la práctica de la escritura de la práctica de la traducción. Esta actitud tiene repercusiones en lo que no sé si llamar «mi» obra poética (lo de «mi» lo digo por la resistencia a hablar de «original»). De hecho, a partir de mi libro Taller, de 1973, he tendido a incorporar abiertamente traducciones en mis poemarios. La función que cumplen esas inserciones son, creo, bastante evidentes
En Taller, efectivamente, hay un apartado titulado «Material inventariable» donde se agrupan una serie de palimpsestos, más que traducciones, de Ezra Pound, Wallace Stevens, e. e. cummings, William Carlos Williams y Charles Olson. Las de Pound ni siquiera concuerdan con las que luego, mucho más tarde publiqué, con Jesús Munárriz en la edición que ambos preparamos de Personae. Tampoco las de Stevens, en relación con mi traducción, digamos «oficial» de Las auroras de otoño. Los tres poemas poundianos en Taller no están colocados en su secuencia original inglesa sino formando una especie de relato, encuentro-coitus-alba. Era la manera de mostrar hasta qué punto lo que venía después era una apropiación, con otro sentido y con diferente funcionalidad, del material con el que trabajaba. Inmediatamente después, en el libro, incluí un «Arte poética» donde, tras la cita implícita de Debussy (Chercher humblement à faire plaisir), puesta entre interrogantes, se decía algo así como «los cuerpos que transmigro incoloran mi piel». Más que de transmigración de almas, me interesaba aludir, irónicamente, claro, a la de los cuerpos, la de la materialidad que somos y por la que existimos. Metafóricamente, los cuerpos de los escritores son sus palabras, de modo que transmigraba palabras ajenas. Ese proceso, una vez puesto en escena en el lugar en el que aparece, nunca más lo repetí (¿para qué?), aunque parezca lo contrario. Sí incorporé traducciones, pero a veces de mis propios textos. El mismo Taller concluye con «Notas para un esbozo de obertura», un experimento que me divirtió mucho hacer. Escribí un primer texto. Lo di a traducir al inglés a un amigo. Hice que la traducción resultante se tradujese al francés y la francesa al alemán. Finalmente traduje yo mismo la alemana al español de nuevo. Esa cuarta versión ya no tenía nada que ver (o muy poco, para ser exactos) con el texto de partida. Traducir es rehacer, quod erat demostrandum. Luego, en otros libros he jugado con eso, pero ya más esporádicamente y por razones diferentes. En El cuerpo fragmentario incluí un poema mío en catalán, con su correspondiente versión/palimpsesto en castellano y si no recuerdo mal, en Tabula, La mirada extranjera y Viaje al fin del invierno hay un texto en cada uno que implícitamente asumen esta posición, pero se trata ya de razones compositivas, estructurales o temáticas (la manera de inscribir el extrañamiento que me inspiraba el mundo anglosajón, por ejemplo, con el homenaje a Penn Warren o al poeta canadiense G. Jonas).
No creo que sea necesario conocer el original de partida para entender el poema. No es imprescindible, en cualquier caso. Si fuese así, uno escribiría para connaisseurs y eso no me interesa nada. Escribir a base de guiños para entendidos es como enviar mensajes en clave y convertir la lectura en un trabajo de desciframiento, lo que no sólo resulta aburrido sino una falta de delicadeza con el lector. Las personas tienen ya bastantes problemas en la vida como para pedirles que pierdan su tiempo en resolver nuestros propios crucigramas. No se trata de eso. Si un poema no se entiende con los elementos que su misma materialidad ofrece, no es culpa del lector, es que está mal hecho. Eso no quiere decir que los poemas tengan que entenderse a la primera, como si se tratase de la lista de los precios en un supermercado, pero la oscuridad gratuita es imperdonable. Muchas de las banalidades del mal llamado realismo poético se amparan en el hecho de saber, con razón, que detrás de determinadas oscuridades verbales sólo se esconde, por lo general, la vaciedad más absoluta. Sin embargo, gran parte de la experiencia poética, en mi caso, al menos, se basa en el tanteo de caminos, en medio de un desconcierto generalizado y eso produce un aparente y, repito, sólo aparente, efecto de oscuridad. Pero que dejar hablar a la confusión de los sentidos a menudo conlleve como resultado un balbuceo (ese no sé qué que queda balbuciendo del grandísimo Juan de la Cruz) sólo implica que hay maneras no racionales de entender, no que lo incomprensible sea profundo ni que tenga el menor interés. Si alguien, por ejemplo, conoce el texto cuya referencia juega implícitamente en un poema, podrá construir un sentido más que el que no lo conoce, pero la lectura debería ser posible en ambos casos. Por eso es por lo que las citas falsas (o inventadas) no interfieren en la comprensión, de lo contrario muchos textos se Borges serían un galimatías, y no lo son.
Si por traducir entendemos pasar de una lengua a otra, creo que mis primeras traducciones las hice a los doce o trece años. Yo había elegido francés en el bachillerato (la verdad es que en el colegio de los HH. Maristas de Granada no te daban mucha opción, pero pude elegir inglés y no lo hice, ignoro por qué) y como lo que enseñaba el hermano encargado de la asignatura no era mucho (sabía más bien poco y eso lo notaba hasta yo) le pedí a mi padre que me dejase matricularme en los cursos de la Escuela de Idiomas. La Escuela tenía su sede en el edificio de la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle Puentezuelas, justo a dos minutos a pie del Carril del Picón donde estaba el colegio. No sé ni cómo me admitieron. En ese mismo edificio se encuentra ahora la Facultad de Traducción e Interpretación y hay que tener aprobada la selectividad para poder matricularse, pero entonces, finales de los años cincuenta y principio de los sesenta del siglo pasado, era un poco más de andar por casa, aunque había exámenes para entrar y pruebas muy duras para que te dieran el título, que yo obtuve, finalmente, a los 16 años. Imaginarme ahora con pantalón corto y sentado en los bancos donde luego sería estudiante universitario con compañeros que me doblaban o triplicaban la edad me resulta incomprensible. Debí de resultar un poco repelente, pero, en fin, así fue. Recuerdo que dábamos clase en un aula muy pequeña donde había una biblioteca con ediciones de clásicos franceses. Podíamos llevarnos los volúmenes en préstamo. Ahí leí a Corneille, a Racine y a Ronsard. También a Verlaine, a Heredia, Leconte de l’Isle y a Rimbaud. Uno de los libros que más me impresionó fue La légende des siècles de Victor Hugo, en dos volúmenes. Un día, el profesor nos puso como ejercicio para casa traducir al español algún fragmento de los libros que nos llevábamos para leer. Yo elegí «Booz endormi» de Hugo y «Le dormeur du val» de Rimbaud. ¡En verso y con rima! El profesor dijo que me había tomado muchas libertades y seguramente mi traducción no sería buena (no la conservo, así que no lo puedo comprobar); sin embargo, nunca me convencieron los argumentos que utilizó para la regañina. No sabía muy bien cómo explicarlo, pero si hubiese seguido lo que él quería, diccionario en mano, estoy seguro de que hubiese sido mucho peor. Creo que es lo primero que traduje en mi vida. A mí me gustó hacerlo como lo hice, buscando, fundamentalmente, que sonara bien en castellano. Siempre me atrajo la música del verso, quizá por haber estudiado solfeo con mi padre, músico de profesión, no sé, pero cuando un acento no cae donde toca algo me chirría en el oído. El respeto por el ritmo bien hecho es una manía que me ha acompañado desde pequeño. A los ocho años ya escribía sonetos en versos de arte menor. Empecé a interesarme en la métrica a los 12 años con el profesor de literatura del colegio, que me inició en los misterios de los tipos de verso y de estrofa. Aún hoy, más de seis décadas después, recuerdo perfectamente los ejemplos de redondillas, octavas reales o coplas castellanas con los que aprendí a distinguir las estructuras y la diferencia que hay, por ejemplo, entre un endecasílabo enfático, uno heroico o uno de gaita gallega. Los primeros poemas que recuerdo haber escrito después de eso eran imitaciones de Espronceda, del que desde los 7 años me sabía de memoria muchos de ellos (incluso, el día de mi primera comunión, al tener que recitar lo que el cura llamaba «una poesía» en la iglesia, recité «La canción del pirata», ante el escándalo de aquel pobre hombre). Por eso, al traducir, yo quería que aquello sonase como Espronceda, por lo menos. El profesor de francés decía que había que respetar la voluntad del autor, que si la precisión de la lengua francesa, que si adónde íbamos a llegar con mis libertades y cosas por el estilo, lo que me hizo sentirme casi como una especie de delincuente. Porque, encima, me lo dijo delante de los demás y yo, allí, avergonzado de ser tan torpe. Muchos años después vi una traducción (es un decir) suya al francés de un romance de García Lorca y comprendí de pronto por qué nunca nos habríamos entendido en este tema. Y es que yo era muy joven, muy ignorante, muy atrevido y todo lo que se quiera, pero creo que tenía más razón que él.
Tras mi desastroso debut en eso de traducir, dejé muchos años de intentarlo. Pero luego descubrí a Beckett, Pound, Cernuda y me sorprendió que todos ellos tradujesen y que incluso en algún sentido, traducir fuese para ellos algo fundamental. Para esa época, ya estaba en la Universidad y empecé otra vez, poco a poco, a interesarme en el tema. Traduje unas obras cortas de Beckett para adaptarlas y montarlas con un grupo independiente e intenté hacer otro tanto con los complicadísimos poemas de Echo’s Bones and Other Precipitates. Cuando en 1969 le dieron el Premio Nobel, volví sobre mis borradores, añadí Whoroscope y algún otro texto francés y ofrecí el volumen a Carlos Barral. Félix de Azúa, que trabajaba entonces para Barral, lo leyó y recomendó y así fue como empezó todo. El libro se publicó en la primavera de 1970, justo cuando empezaba la aventura de Hontanar y estando ya en prensa Víspera de la destrucción. Desde entonces, con mayor o menos presencia explícita, la traducción ha acompañado sin interrupción mi trabajo de escritura.
Por esa época empecé también con el alemán, pasando de Beckett y de mis primeros intentos parciales con los sonetos shakespirianos, a Hölderlin, Goethe y los expresionistas. En la Universidad de Valencia no existía aún lo que después fue la Facultad de Filología, sino sólo un departamento de Lengua y Literatura españolas (donde estaba yo) y una serie de seminarios con lectores de idiomas para hacerse cargo de lo que era una titulación inverosímil, Filología Moderna, así en general. El lector de alemán era Ernst-Edmund Keil, una de esas fuerzas de la naturaleza que resulta difícil olvidar. A Ernst se le ocurrió que podía hacer algo más que enseñar el uso del acusativo en alemán y decidió aprovechar el apoyo siempre abierto de Internationes para intentar traducir textos de literatura alemana en España. Entró en contacto con nosotros, del departamento de español, Joan Oleza, Pedro de la Peña, César Simón y yo. Joan le ayudó en un relato y luego lo dejó. Pedro no quiso participar porque no se cobraba y él quería ser profesional, así que quedamos César y yo. Mientras César se lo pensaba (era muy lento para todo), yo le ayudé con un relato de Schnurre que apareció en la Revista de Occidente. Ernst hacía una primera versión en un español más bien macarrónico y yo lo corregía para hacer que sonara bien. El procedimiento no me parecía muy allá, porque, aunque discutía con él las variantes, no podía argumentar casi nada, así que decidí empezar a estudiar en serio alemán. Cuando ya llevaba un año o así (soy rápido en eso de aprender los primeros rudimentos y tengo buen oído para las lenguas) me pareció que era el momento de volver a la carga, y como César aún estaba pensándoselo, Ernst sugirió que hiciésemos una pequeña selección de poemas de Hölderlin para la Revista de Occidente, ya que en 1970 se cumplía el segundo centenario de su nacimiento. En esos momentos César, Pedro y yo acabábamos de fundar la colección Hontanar y se me ocurrió que si verdaderamente Internationes ayudaba, podíamos colaborar a mantenerla haciendo ediciones bilingües de clásicos alemanes (digo clásicos porque así no teníamos que pagar derechos). Tres libros originales y tres traducciones como propuesta para arrancar. Pedro no accedió ni por ésas, pero César sí, así que a mí me tocó hacer dos de los libros. Empezamos con la antología de Hölderlin, que amplió considerablemente la breve muestra de Revista de Occidente, y César siguió con una selección del escritor barroco Andreas Gryphius. Para el tercero, Ernst hizo dos propuestas, el Diván de Oriente y Occidente de Goethe o una antología de los primeros expresionistas. Empezamos con el Diván, pero era demasiado trabajo y planteaba demasiados problemas técnicos, así que le dije que mejor cambiábamos de tercio y nos centrábamos en Stadler, Heym y Trakl, que además podían encontrar más fácilmente lectores. Y así fue como empezó todo. Los poemas de Goethe (unos 18) los publicamos luego en una magnífica plaquette de las que editaba en Málaga Ángel Caffarena. En 1972, poco antes de que Ernst se volviese a Alemania y abandonase la Universidad de Valencia, hicimos, también a propuesta suya, una selección de textos de Novalis que nunca salieron hasta que por azar aparecieron las pruebas del libro nonato, años después, en 1984, creo, y se las dí a Chus Visor, que las publicó con el título de Escritos escogidos. En toda esa historia sólo habían transcurrido poco más de dos años y medio.
Traduje lo que traduje porque era una forma de ayudar a la colección Hontanar. Cuando Ernst se marchó y la colección cerró, tenía otras cosas que hacer y me dediqué, al margen de mi propio trabajo como hispanista y como poeta, al proyecto del Instituto Shakespeare, en el que un grupo de amigos invertimos más de veinte años, para traducir en colectivo sus obras con destino a la escena, y en verso. Solo me ocupé de los poemas de Hesse porque Chus Visor me pidió que lo hiciera y puesto que me dio libertad para seleccionar lo que quisiese, me sirvió para rentabilizar algo que hubiese hecho de todos modos en ese momento para uso propio. Volví a Hölderlin y a los expresionistas cuando Jesús Munárriz me propuso recuperar mis dos antologías de Hontanar para su recién estrenada editorial, que acabaría siendo también la de mis propios textos poéticos. Para él rehice mínimamente la de los expresionistas y en vez de volver sobre la selección de Hölderlin contrapropuse las Grandes Elegías. Con mi amigo Vicente Forés que formaba parte del proyecto del Instituto Shakespeare y tenía como segunda lengua materna el alemán, me decidí entonces a intentar verter la totalidad del Diván goethiano, del que Ernst y yo sólo habíamos seleccionado 18 fragmentos. Lo terminamos entero pero, por desgracia, el manuscrito final se traspapeló en uno de mis múltiples cambios de casa, y sin ordenadores donde guardar copias digitales, como tantos otros papeles de aquellos años, nunca lo recuperé. No volví de nuevo a traducir del alemán hasta quince años después, cuando Hiperión se planteó reeditar la antología de los expresionistas. En lugar de dejarla como estaba, reformulé y amplié considerablemente el libro y ya puestos, me lancé también con Rilke, al que siempre había querido acercarme como traductor. Hice los dos trabajos a la vez. Después vinieron las dos antologías de Brecht (a medias con Jesús Munárriz y Vicente Forés). Luego he hecho algunos textos sueltos de Celan (también para uso propio) y poco más. El proyecto de los Sonetos a Orfeo, que empecé a la vez que las Elegías de Duino, espero terminarlo algún día.
Por «uso propio» he entendido siempre lo que la palabra misma indica, es decir, traducir sin pensar en que aquello se vaya a publicar, como simple ejercicio de lectura y para hacer la mano, como decía Cernuda. A menudo traduzco para mí, como una forma de entender mejor lo que leo, sobre todo cuando el texto se me resiste por alguna razón, o porque hay dificultades que sólo puedo intentar resolver con tranquilidad, con pluma y papel. Por eso he citado a Celan, que, a fuerza de sencillo, es lo más difícil que me he tropezado en la vida. Hay, con todo, otro sentido del «uso propio» que me ha surgido a lo largo de los años en esto de la traducción. Me ha pasado con Shakespeare. Cuando acepté la invitación de mi amigo Manuel Ángel Conejero para cofundar un Instituto dedicado a traducir la obra del dramaturgo isabelino con destino a la escena, mi intención era colaborar esporádicamente con los textos teatrales. Lo que estaba en la base era la promesa de que muy pronto nos encargaríamos de The Sonnets, que era lo que a mí me interesaba desde siempre. El método que seguimos en mi primera colaboración, con King Lear, consistente en una forma muy concreta de traducción en equipo, me atraía y esperaba que me ayudase a entender en profundidad el universo de los Sonetos, que era, como digo, lo que realmente me decidió a lanzarme a la piscina.
Cuando empezamos, a finales e los años setenta éramos cuatro personas: Manuel Ángel Conejero, Vicente Forés, Juan Vicente Martínez y yo. Cada uno tenía una función muy clara. Todos traducíamos verso a verso, reunidos alrededor de una mesa, en sesiones maratonianas, que nos llevaron a dedicarle a los primeros títulos más tiempo del razonable. Trabajábamos con una especie de mapa de más o menos 1 x 1,5 metros, en el que previamente habíamos pegado en la parte superior un máximo de 10 o 12 líneas de texto proveniente de la edición Folio y de los 4 Quartos, más la versión ofrecida por los principales editores ingleses de Shakespeare. En la mitad inferior del mapa hacíamos otro tanto con las versiones existentes, (si las había) al español, catalán, portugués, italiano y alemán las lenguas que podíamos controlar en el grupo. Cotejando todas ellas, hacíamos un primer borrador de traducción. De ese borrador, en el que habíamos colaborado los cuatro, yo hacía una versión en verso, utilizando como referencia de base lo que propuse (y los demás aceptaron) desde el principio más apropiado para aproximarnos al ritmo inglés del pentámetro yámbico shakespeariano: el ritmo endecasilábico, bien en sentido estricto, bien como estructura en la que incluir lo que Carlos Bousoño había definido como peones neutros, al estudiar el versolibrismo de Vicente Aleixandre. La opción no era gratuita, sin embargo. Igual que alguien había dicho que escribir en inglés en el siglo xx y no estar influido por la manera de versificar de Ezra Pound era como estar en medio del mar durante una tormenta y no mojarse, consideramos que otro tanto podía decirse en el caso de la poesía española peninsular, respecto a Aleixandre, se le hubiese leído o no, a diferencia de la escrita en nuestra lengua al otro lado del Atlántico, donde por lo general la referencia es el ritmo del inglés y no el de la poesía española del período aúreo (lo que distingue, paradójicamente, al anglófilo Borges, tan quevedesco a menudo, del hispanófilo Neruda, para entendernos). Luego Manuel Ángel que, era, aparte de especialista en Shakespeare, también actor de cine y teatro desde su juventud, interpretaba el fragmento en voz alta. Si sonaba no retóricamente vacuo, sino efectivo, lo dábamos, provisionalmente, por bueno. Previamente los dos jóvenes habían comprobado que en el texto provisionalmente dado por hecho, no había desviaciones semánticas, utilizando cuantos diccionarios del Old English teníamos a nuestra disposición. Era un trabajo lento y fatigoso que duró, para el caso de King Lear, todo un curso académico, a razón de 4 horas diarias por las tardes de 5 días cada semana. Como la idea (que luego acabó cumpliéndose), era hacer la edición crítica bilingüe, nuestras decisiones traductológicas influían a la hora de fijar filológicamente el texto inglés, eligiendo de las variantes entre las versiones Folio y Quartos las que correspondían a nuestro análisis y decisión como traductores.
Puesto que habíamos firmado un convenio de colaboración e intercambio entre la compañía de Teatre Jove, fundada por el Instituto bajo los auspicios de la Generalitat Valenciana y el National Youth Teatre inglés, a menudo teníamos la oportunidad de utilizar grabaciones de los ensayos con actores tales como Ian McEllen o Derek Jacobi o, incluso, ensayos en vivo durante las estancias en Valencia de la compañía, inglesa, con jóvenes actores, como el más tarde famoso James Bond, Daniel Craig. La forma en que decían el verso shakespiriano, a veces nos hacía decidir por una forma u otra de interpretar el fragmento.
A menudo surgían versos que, interpretados en castellano, sonaban muy bien, demasiado bien, diría yo, para lo que había en el texto inglés original. Al escucharlos en boca de un actor me daba cuenta de que había «poetizado» algo que en Shakespeare no pretendía ni mucho menos ser poético. Porque, como escritor escénico, Shakespeare es muy preciso, pero, a menudo, introduce fragmentos de mero relleno, sin más justificación que la puramente cotidiana de la performance. Por ejemplo, a veces no quiere que en una escena se detenga la acción pero necesita dar tiempo a un actor para que se cambie de traje o cosas así (estas cosas pasan, sobre todo cuando tienes que apañártelas con un grupo reducido de actores que hacen más de un personaje). Entonces, sobre la marcha, supongo, introduce un parlamento o le hace decir al bufón o a quien sea unas cuantas frases y el problema se resuelve. Luego vienen los eruditos y se rompen la cabeza buscándole las vueltas al hecho de encontrarse con un monólogo metafísico o con una salida de tono, en medio de una escena de acción y a lo mejor es metafísico porque ese era el texto que tenía más cerca para copiar en ese momento o es una salida de tono porque no tenía nada de donde echar mano. Cuando un director de escena monta un Shakespeare, la mayoría de las veces ese tipo de insertos los corta y, no por casualidad, ni se nota. Pues bien, al traducir cosas como ésas y darme cuenta de que no servían y que tenía que quitarlas, porque eran demasiado «poéticas» y chirriaban en el contexto escénico, me daba un no sé qué desperdiciar el esfuerzo. Por eso, muchos de esos fragmentos los he reutilizado luego yo en poemas míos. A eso lo llamo también «para uso propio». Y es que la traducción es una fuente inagotable de material aprovechable.
Ese trabajo para la escena duró alrededor de 12 o 13 años. Tras El rey Lear, siguieron, con idéntico modus operandi, Macbeth, El mercader de Veneciay Como gustéis, las cuatro primeras que hicimos. Luego el método cambió. Para no eternizarnos, seguimos con ese mismo proceso, pero sin necesidad de reunirnos todos los días (yo empecé a pasar entonces muchos meses al año en Minnesota y hubiese sido imposible). Así salieron Otelo, Romeo y Julieta, Noche de reyes, Hamlet y La tempestad. Para entonces, el trabajo erudito lo hacía un equipo de investigadores, bajo la dirección de Martínez Luciano o Forés; después, Manuel Ángel solo, o a medias con otros o conmigo, hacía una primera maqueta; y luego decidíamos él y yo a solas la versión final. En este tipo de trabajo en equipo (del que aprendí mucho) había un problema fundamental. Partiendo de la base de que traducíamos para la escena y no para la página (como creo que tiene que ser cuando se trata de teatro), las diferencias de concepción sobre cómo debe hacerse teatro eran muy importantes, así como la manera de abordar como prioritaria una acción u otra (hay muchos Hamlets posibles, como hay multitud de Lears), y no siempre la solución final convencía a todos, porque una negociación es una negociación y hay que pactar, y a veces, en una parte se imponía mi criterio y en otras, el de Manuel Ángel. A mí, por ejemplo, no me gustan todos esos My Lords que dejamos en inglés en nuestra versión, y a él le costó aceptar mi propuesta de hacer de Cordelia la mala de la película, y no la buena, como parece sibilinamente presentarla Shakespeare (aunque luego muera por accidente y se estropee su juego) y hacer girar todo el desarrollo en torno a esa opción, a partir de la tensión existente entre los conceptos de dominio y poder. Luego, años después, cuando leímos que en su abortado proyecto sobre El rey Lear, que la muerte le impidió llevar a cabo, Orson Welles hacía consideraciones similares, Manuel Ángel me dio la razón. Cosas así nos pasaban cada día, pero supongo que las contradicciones son inevitables y al menos dieron como resultado unas versiones que pueden gustar más o menos, pero que no son planas, aunque no se sometan al rigor (mortis) de muchas otras, más normalizadas, quizá, desde un punto de vista académico. Por eso mi versión años después, de Antonio y Cleopatra para el montaje que dirigió José Carlos Plaza en el Festival de Mérida, que hice solo, no tiene esas contradicciones. Las opciones las tomé yo solo, con todas las consecuencias. Lo mismo ocurriría dos décadas después con los Sonetos, que traduje solo, con la ayuda de mi colega ginebrino Richard Waswo en la fijación del texto inglés y el estudio premilinar y de mi hermano Manuel que tradujo los textos de este último al español. Ambos saldrían también en su edición bilingüe como parte del proyecto del Instituto, por una cuestión abiertamente de implícita motivación sentimental.
Mientras tanto, cuando terminamos La tempestad en 1992 sin que acabásemos de dar comienzo a lo que había sido mi motivación inicial, los Sonetos, interrumpí mi participación, aunque seguí siendo parte del que ya entonces se había convertido en la Fundación Shakespeare de España y continué mi trabajo profundizando en otros modos de lo que había supuesto mi aprendizaje del trabajo en equipo como traductor.
Hay varios tipos de colaboración en lo que he llamado traducción colectiva y mis experiencias son distintas en cada caso. Con Ernst-Edmund Keil y con Vicente Forés, las decisiones finales las tomaba yo, siempre y cuando no fuesen una barbaridad filológica. Ambos se fiaban de mi oído y de mi gusto. Con Munárriz, mitad y mitad. Nos divídíamos los textos y cada uno hacía una primera versión de su parte, luego pasábamos lo de uno al otro para rehacer las cosas por separado y al final nos sentábamos juntos, poema a poema, verso a verso, a negociar. Eso sirvió con Brecht y también con Pound. Si hay criterios claros ,es un trabajo muy gratificante y muy enriquecedor, porque lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a otro, o surge por lo que la propuesta de uno sugiere al otro. Y con Vicente siguió pendiente rehacer el desaparecido Diván y ocuparnos de un libro entero de Ernst Stadler, Der Aufbruch, del que ya incluí algunos textos en la antología expresionista. Su prematura muerte puso punto final al proyecto.
El segundo tipo de colaboración es el ya comentado que utilizamos en el Instituto Shakespeare, en el que aprendí mucho sobre las dificultades de reescribir coherentemente al pasar de una cultura y un tiempo distinto a otro.
Unas eran de tipo lingüístico. Por ejemplo, en la escena tercera del segundo acto de Macbeth, el portero conversa con Macduff. Todo el diálogo gira en torno a la ambigüedad sexual de los juegos de palabras, tan importantes en un teatro donde había que atraerse al público popular que pagaba para ver la representación. Los sobreentendidos acerca del poder excitante del vino (we were carousing till the second cock) y de su posterior fuerza disuasoria, (it provokes the desire, but it takes away the performance), etcétera, se basaban, sobre todo en un doble sentido de cock que en inglés está claro como palabra malsonante, pero cuyo equivalente en español cambia de género. Cock es el gallo que canta al amanecer, pero también el miembro viril, así que «we were carousing till the second cock», era a la vez, «estuvimos bebiendo sin parar hasta que el gallo cantó por segunda vez» (de ahí que me haya dormido y no haya oído los golpes en la puerta) y «estuvimos bebiendo hasta que el poder disuasorio del vino nos impidió actuar sexualmente por segunda vez». ¿Cómo demonios se traduce eso para que funcione igual? En castellano vulgar el término «cantar» puede utilizarse con el sentido de «oler» (a alguien le cantan los pies, por ejemplo) y sólo así hubiese podido meterse con calzador el juego verbal shakespeariano, pasando del masculino cock al femenino español. Pero eso, además de grosero (lo que no es nunca el caso en Shakespeare) alteraba el sentido horario de la metáfora que vincula el canto del gallo con el amanecer. Optamos por «estuvimos empinándola hasta el segundo toque de mi gallo». Esto no era muy académico, pero nos permitía, mediante la introducción del ambivalente castellano «empinar» y el posesivo «mi», continuar con sentido lógico la conversación entre los dos personajes ([la bebida] «provoca los deseos pero hace flojear la representación. Así pues, ya se sabe, empinarla en exceso es engañar a la lujuria: que la anima y la corta; la excita y al tiempo la desinfla; la persuade y la deja; la sube y no la sube»), etcétera. Alguien nos dijo que eso eran, pese a todo, groserías. Bueno, pero eso es Shakespeare. Lo contrario era aceptar esa especie de gazmoñería puritana de muchos de sus editores anglosajones que anotan en el quinto acto de Como gustéis, «sexual pun». ¡Vaya por Dios!, ¿y han necesitado llegar al quinto acto para descubrir de qué iba la cosa? Lo de diferentes opciones tiene y no tiene que ver con esto. Por ejemplo, en El mercader de Venecia siempre se ha hablado del papel fundamental de Shylock, el judío y toda esa historia del trozo de carne que no debe derramar sangre. A mí me sorprendía que siendo Shylock lo importante, desapareciera en el tercer acto. ¿Por qué no se acaba la obra ahí? Pese al tema del posible racismo, del que ahora, con el auge de lo políticamente correcto, se acusa a esta obra, para nosotros el tema central era otro. La conversación entre Bassanio y Antonio que abre la obra puede ser interpretada de manera diferente si en vez de verlos como dos amigos que hablan de que uno (Antonio) se ha enamorado de una mujer (Portia), partimos del hecho de que existe otro tipo de relación, mucho más íntima, sexual y sentimentalmente, entre los dos (como la habría entre Portia y su dama de compañía Nerissa). Este entrecruzamiento de dos triángulos transgresores (porque aborda el tema de unos celos que no pueden manifestarse socialmente como tales) permitía introducir una lectura mucho más perversa e interesante de la obra y al mismo tiempo darle una mayor tensión dramática. La historia de Shylock era, desde esa perspectiva, una especie de MacGuffin hitchcockniano. Y eso es lo que hicimos. Por eso, en Antonio y Cleopatra, pude moverme con mayor facilidad. No tuve que negociar con nadie el plantear a Cleopatra como la víctima de un débil que no se atreve a ir más allá (Antonio), ante la arremetida de un nuevo tipo de civilización, con nuevos valores y criterios más políticos que placenteros de vivir el mundo, que representa César. Cleopatra siempre ha sido vista como la mala pécora que seduce a un pobre enamorado y lo lleva a la perdición, y a mí eso me parecía demasiado simple. Las opciones que tomé para traducir parten de una visión diferente de la obra: Antonio muere por no haber sido capaz de acompañar a Cleopatra hasta el final, por eso en los parlamentos de Cleopatra no se subraya lo que hay en ella de seductora, sino de vitalista, porque no intenta engañar a nadie, sino gozar, que no es lo mismo.
Que cada época necesita una nueva traducción, no pasa sólo con Shakespeare. Nadie lee hoy en Alemania a los griegos en versión de Hölderlin, ni en España se editaría como actualidad a Horacio traducido por Fray Luis, ni a Molière puesto en castellano por Moratín. Ese tipo de cosas se publican como parte de la obra del traductor, y es normal. Siempre he creído que Hölderlin, Fray Luis y Moratín llevaban las aguas a su molino y las traducciones son textos en los que se reconoce su estilo y su firma. Hay en la traducción, más que un reflejo, una refracción. Es como si el rayo proveniente del llamado texto «original», al tocar la superficie de la otra lengua, siguiese, como continuación, pero siendo ya diferente, en el nuevo medio. Los lectores de la propia lengua del texto que se traduce (sea Shakespeare o sea otro) podrían hacer otro tanto, pero es cierto que un traductor es socialmente responsable de su lectura y parece dejar fuera de su dominio el control del sentido del «original», al que nadie se atreve nunca a cambiar. Creo, sin embargo, que si se viera el texto como una parte del diálogo que constituye la globalidad del proceso literario, esas ideas de falso respeto se pondrían un poco entre paréntesis. Leer a Shakespeare desde Alemania o España significa cambiar los parámetros culturales, es cierto, pero también se cambian los parámetros cuando se lee en la Inglaterra de Margaret Thatcher o Tony Blair o Starmer lo que Shakespeare escribió bajo la reina Isabel. Una cosa es que la británica sea una sociedad muy conservadora y amante de sus costumbres ancestrales y otra que no asuma que han pasado cuatro siglos. Los mejores Shakespeares «traducidos y adaptados» a nuestra época los he visto en Londres, y en inglés.
Posiblemente el escritor que más me ha ayudado a entender todos estos cambios necesarios de readaptación sea Samuel Beckett. Como lo he traducido a lo largo de casi cuarenta años, y me ha acompañado en toda la evolución de mi manera de ver las cosas, cada vez que vuelvo sobre un texto me dan ganas de rehacerlo, no porque la versión anterior no me guste o esté mal, sino porque ahora lo haría funcionar poniendo el acento en otros aspectos. Hay un texto en concreto que traduje a finales de los años sesenta y que publiqué casi sin retoques en mi edición de su poesía completa (y nunca he tenido ocasión de corregir en las sucesivas reediciones), Home Olga. Pues bien, nada más salir el libro, trabajando sobre otra cosa (la poesía de Seamus Heaney, sobre la que estaba preparando una antología), leí no sé dónde algo sobre la relación del tema lingüístico en Dante con el imaginario irlandés y con la creación de un espacio propio nacional que no pasara por escribir en gaélico ni por asumir el inglés de Shakespeare. Aunque el tema de Dante en Joyce ya lo había estudiado cuando traducía el ensayo beckettiano sobre Finnegans Wake, el hecho de poder establecer una suerte de línea casi genealógica Joyce-Beckett-Heaney me hizo recordar una anécdota leída hace tiempo que nunca me vino a la mente cuando trabajaba sobre ese poema, y de pronto, sin saber muy bien por qué, entendí el dichoso acróstico que Beckett dedicó a Joyce en 1932 para el Bloomsday (16 de junio), fecha en que transcurre Ulysse y que todos los admiradores de éste último festejaban (y festejan) casi como un rito ineludible. El propio Beckett había comentado (lo cita Lawrence Harvey en uno de sus libros, que leí hace varias décadas) que ese poema era un chiste privado. Yo lo había entendido siempre en sentido literal: trataba de algo entre él y Joyce. Sin embargo, al recordar la anécdota con que Beckett acompañaba su confesión del carácter de chiste privado de su texto (un marido, en una fiesta en Dublín, se aburría enormemente y en un momento determinado, sin darle tiempo a despedirse de los otros invitados, le había dicho a su mujer, «Home, Olga!», algo así como «se acabó, no aguanto más, a casa, vámonos!») se me ocurrió otra posibilidad. Cuando traducía el poema ni me acordé de esa anécdota porque no entraba para nada en el contenido del poema, salvo en lo que implicaba para titular el acróstico, puesto que, si estaba hablando de algo ocurrido en Dublín, el sentido del poema, fuese el que fuese —y yo nunca tuve claro cuál fuese— podía ser interpretado como un private joke, entre Joyce y Beckett y con eso me bastaba. Ahora apareció otra posibilidad: el chiste se refería a ellos, no en cuanto tales, sino en tanto irlandeses. Cuando lo traduje, sólo pensé en el hecho del guiño, de la privacidad del significado, por eso, como todo quedaba, digamos, en casa, titulé mi versión Hogar Olga. Los juegos con los colores (verde por el jade, rojo por la eritrita —que yo traduje simplemente como «mineral», no sé por qué— y el blanco por el ópalo) podrían remitir a las tres virtudes cardinales que Joyce proponía en A Portrait of the Artist as a Young Man, silencio, exilio y astucia, asociadas, a través de los colores antes citados, a las tres virtudes teologales, esperanza («hope»), caridad («love») y fe («faith»). Ahora, ese mismo título significaba otra cosa: no el hogar de lo privado, sino el hogar en cuanto referencia a una comunidad que reivindica su especificidad. Recuerdo que en una entrevista televisiva, creo que el la ORTF, cuando el periodista le preguntó a Beckett cómo escribía en francés, siendo su lengua original el inglés, (pregunta tópica donde las haya), éste aclaró que su lengua no era el inglés, sino el irlandés, antes de responder a la cuestión del francés con un maravilloso y lacónico « avec dificulté». No estoy seguro de que la nueva interpretación sea más correcta que la primera. Ignoro qué pretendía Beckett y la cuestión de las intencionalidades nunca me ha preocupado lo más mínimo, pero esa nueva aproximación no habría sido posible sin el cambio de perspectiva de mi lectura como traductor. La respuesta del texto es diferente porque lo es la pregunta que se le dirige.
El tercer tipo de traducción colectiva, al que tuve acceso pocos años después, a raíz de la invitación que se me hizo desde la parisina Abadía de Royaumont. Se trataba de un seminario colectivo para el que se invitaba a dos poetas, con una selección previamente enviada por ambos, y se les encerraba durante una semana con varios poetas franceses en la Abadía. Mañana y tarde, los grupos respectivos, con algún miembro pasando de una mesa a otra, iban discutiendo, con el autor presente, cada poema y poniéndolo en francés. Luego, cuando el seminario terminaba, uno de los poetas del grupo se llevaba todos los manuscritos, para poner orden y dar la versión final. Yo participé en uno de esos seminarios, junto con Andrés Sánchez Robayna. Nuestros textos respectivos, uno al cuidado final de Claude Esteban (el mío) y otro al de Jacques Ancet (el de Sánchez Robayna), se publicaron luego en Editions Créaphis, en París.
Siguiendo el modelo propuesto por ese tipo de seminario, Sánchez Robayna creó en la Universidad de La Laguna un Taller de traducción y yo hice otro tanto con Jesús Munárriz con la Editorial Hiperión. En este último la primera reunión se hizo para la traducción colectiva de Claude Esteban y de Jacques Roubaud y participamos unos doce poetas y traductores. Munárriz se encargó, con Francisco Castaño, de la versión definitiva de Claude Esteban, y conmigo de la de Roubaud.
Por último hay otro tipo de traducción colectiva que sirvió de hilo conductor de la Serie de pequeños volúmenes titulada El Dragón de Gales y que, entre 2002 y 2011, año de mi jubilación como profesor ginebrino, publicó un volumen anual con traducciones a todas las lenguas que nos fue posible reunir cada vez de un fragmento seleccionado y prologado, con traducción al francés moderno por un colega de la Universidad. Así tradujimos del japonés, árabe, griego clásico, inglés, alemán, español, chino (2), ruso e italiano y un texto francés de Saint-Exupéry. En ocasiones llegamos a reunir 114 lenguas y dialectos diferentes (incluyendo lenguas muertas como el acadio, sumerio, egipcio antiguo, griego clásico, hebreo bíblico, francés medieval, inglés medieval, provenzal, etcétera, así como judeo-español, la mayor parte de dialectos italianos y alemánicos, sí como lenguas amerindias (nahualtl, quechua, aymara, purépecha, guaraní, etc.) y africanas (yoruba, wolof, ewondo, lingala, ibo, fang, etc.) con colaboraciones de poetas y pintores de diversas culturas). Cada volumen se distribuía gratuitamente entre el profesorado universitario por Navidad como muestra de un trabajo colectivo de la Facultad de letras que empecé coordinando yo sólo y a partir del tercer volumen en colaboración con mi compañero de la Unidad de español, Carlos Alvar. Yo me encargaba de la versión catalana y en algún caso de la española también y Carlos Alvar de la alemana o en un caso, de la catalana. Los problemas que planteaba este tipo de trabajo de traducción colectiva era intentar que las versiones múltiples consiguiesen mantener el sentido poético del texto propuesto, aunque muchas veces se tradujese a partir de diferentes traducciones a lenguas accesibles por cada traductor concreto que, luego, los responsables de cada volumen cotejaban para dar el visto bueno final. Algunos de las cuestiones que salieron a la luz en el proceso de elaboración de algunos volúmenes merecen especial atención. En relación con el texto de Baquílides de Ceos (griego antiguo), donde se aludía a que durante un periodo de tiempo, la ausencia de guerras había hecho que de las lanzas de madera surgieran flores, el traductor al sumerio nos dijo que puesto que el concepto de paz era impensable en la época en su lengua, había debido optar por traducir paz por periodo intermedio entre guerra y guerra. Algo parecido comentó uno de los traductores africanos respecto al texto del Quijote, cuya alusión al cielo hubo de hacerse mediante paráfrasis, porque la noción misma de cielo no existía en la lengua elegida para la versión. De hecho, si bien se piensa, los viajeros de tiempos remotos, acababan entendiéndose a su paso por países ajenos a su idiomas de origen, siempre a través de traducciones de traducciones, esto es, de una sucesión de mediaciones que, en última instancia, siempre están presentes en el hecho de traducir.
En mi caso, la experiencia me sirvió para traducir de dos lenguas de las que apenas tengo nociones, pero con ayuda de otras versiones a lenguas occidentales que conozco mejor y la ayuda posterior o bien del propio autor (caso de mis versiones del hebreo de los poemas de Natan Zach, con quien me entendía en italiano, a partir de versiones de su obra al inglés, alemán e italiano y la lectura en voz alta del propio autor para que escuchase la música, esto es, la prosodia, de su escritura); y asimismo mis versiones del japonés de una selección de 110 haikus de Matsuo Basho a partir de versiones españolas, portuguesas, inglesas, italianas y francesas, que luego fueron revisadas y, en muchos casos, aceptadas sin más por la especialista en poesía japonesa y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid Kayoko Takagi, que firmó conmigo la edición bilingüe de los poemas.
Es una cuestión que me he planteado a menudo y la respuesta que me he dado es que no necesariamente. Del francés he traducido poco, salvo Beckett. Me he ocupado de Yves Bonnefoy y de Edmond Jabès. En algún momento traduje también poemas sueltos de Jacques Dupin y un libro de Charles Grivel. A todos ellos los traduje por amistad, con Andrés Sánchez Robayna a los dos primeros, que él editó: mis versiones de Bonnefoy en un número de su revista Syntaxis, y la de Jabès en una pequeña plaquette relacionada con la misma revista; con Antonio Martínez Sarrión al tercero. Me pidió algo para la revista que coeditaba con Jesús Munárriz y Pepe Esteban, La Ilustración española e hispanoamericana y le traduje a Dupin; de eso ni siquiera tengo copia. Fue hace ya muchos años. Finalmente Didier Coste me propuso traducir La retenue de Charles Grivel para una serie de libros bilingües francés/español, con fotografías originales como contrapunto visual, que preparaba con la Fundación Noesis, donde él mismo traduciría y publicaría, a su vez, mi Menos que una imagen. No es mucho, si se piensa que es la lengua que más practiqué durante años (y la que he utilizado incluso más tarde, cotidianamente, en Ginebra, como profesor de su Universidad). Los problemas con el francés, a la hora de traducir poesía, son de otro tipo. Ya Boileau, cuando describía la ópera importada de Italia por Gian Battista Lulli (luego convertido en Jean-Baptiste Lully) hablaba de «esos lugares comunes de lúbrica moral/ que Lully calentó con el sonido de su música», aludiendo a la transformación del melodrama italiano en la tragedia lírica francesa. Era una operación que no convenció para nada a los ilustrados. Rousseau decía que la lengua francesa no le parecía susceptible de ritmo ni de melodía y que por eso (cito de memoria) «el canto francés era una especie de ladrido continuo, insoportable para cualquier oído»; esa razón explicaba, según él, por qué los franceses no tenían música y añadía que si alguna vez la tenían, peor para ellos. La aparición de alguien como Victor Hugo, decenios después, demostraría que las palabras del ginebrino eran un poco exageradas, aunque quand même... Mi experiencia me ha enseñado que es muy difícil adaptar su música al castellano, al menos en el caso de la poesía actual (como digo, Hugo, por ejemplo, o los románticos en general son otra cosa). Normalmente no me gusta como quedan los versos, por eso no me he prodigado mucho en ese terreno, aunque, por el hecho mismo de ser un desafío, quizá vuelva a intentarlo. Me pasa lo mismo con el italiano. He traducido poemas sueltos de Leopardi, Sanguinetti, Giuliani, etcétera. Hace años hice con mi amiga y traductora al italiano, Mercedes Arriaga, una versión de Vuoto d’amore de Alda Merini, pero no me acaba de sonar, y cuando algo no me suena, hay algo que no funciona; seguro que no está todavía acabado. Del portugués he traducido poco: algunos poemas de Camões y, entre los modernos, a Fiama Hasse País Brandão, Gastão Cruz, Ana Luisa Amaral y Nuno Judice (que fueron buenos amigos míos y cuya obra admiro sinceramente) pero no mucho más. Me gustaría hacerlo, pero no conozco todavía suficientemente bien la lengua (nunca la he estudiado formalmente hasta ahora que estoy empezando a planteármelo) y no quiero cometer desaguisados.
De todas formas lo que digo del francés no son reservas, sino insatisfacción sobre la viabilidad de que quede medianamente bien. La prosa puede adaptarse con relativa facilidad; el verso, no tanto. Por eso, no me importaría traducir a Ponge pero me he resistido a asumir el reto de otros. Hay algunos poetas que no me hubiese importado arriesgarme, por ejemplo, uno que me gusta particularmente, Jean Tortel, o el suizo Philippe Jaccottet. Pero son pocos. y como los leo sin problemas no me siento en la necesidad de traducirlos.
También como poeta, no traductor, sino traducido, se me han planteado cuestiones a los que he debido encontrar una respuesta. Como ejemplo, bastarán dos ejemplos provenientes de la traducción al inglés de mi libro Cinco maneras de acabar con agosto (Five Ways to Finish August) y de la traducción al alemán de Viaje al fin del invierno (Reise zum Ende des Winters).
En el primer caso se trataba de una ambigüedad propia del castellano, de la que yo mismo no me di cuenta al escribir el texto. Se trataba de un homenaje a mi padre en su 70 aniversario, o así lo entendí yo siempre mientras lo componía. Sin embargo, cuando la traductora me preguntó por cuál era el antecedente de un ‘su’ (en español sirve igualmente para el masculino, femenino, persona o cosa, singular y plural, y en inglés requiere diferenciar entre his, her, its y their), la cosa no era tan simple, porque descubrí que, en efecto, no estaba clara. La traductora, teórica feminista, eligió her donde yo hubiese elegido, de manera automática, his. El cambio no hubiese sido relevante si no fuese porque ponía en evidencia que el texto tenía una doble lectura posible, más allá de mi supuesto control como firmante y ¿autor? del mismo: era a la vez un homenaje al padre y una borradura de la presencia fantasmática de la madre. El inconsciente del lenguaje me había jugado una mala pasada o, mejor, me había demostrado que la supuesta propiedad del sentido por parte de quien firma es una ilusión etérea. Que el llamado autor no es más que uno de los múltiples lectores que un texto permite, sin más autoridad que los demás.
El segundo caso trataba de dilucidar el significado de la inclusión de dos nombres (Susan Wicks y Anne Sexton) y dos veladas alusiones-palimpsestos a dos sendos poemas de ambas en mi libro.
Tuve que responder como sigue: No sé mucho de Susan Wicks, aunque no me parece desacertada la definición de ella que me hace como «poeta confesional», un tipo de poeta que abunda mucho en los Estados Unidos. Ese tipo de poeta que confunde poner en escena la cotidianidad con contar anécdotas «cotidianas». Pero siempre hay textos en ese tipo de escritores que merecen la pena. Más que por el lenguaje o por los temas, que, como digo, me parecen la mayoría de las veces de una banalidad insufrible, por la naturalidad con que recrean un ambiente con pocos elementos, una especie de Raymond Carver de la poesía. Carver lo hizo muy bien en sus cuentos (no tanto en sus poemas), y Altman lo recreó de un modo maravilloso en Shortcuts. Hay otro film espléndido en la misma dirección, Magnolia. Esa posibilidad de sugerir todo un conglomerado de tensiones, ambientes, historias ocultas, sin mencionar casi nada, con una simple pincelada, me atrae mucho, y es algo que los norteamericanos saben hacer muy bien. Lo empecé a practicar en El sueño del origen y la muerte, y Menos que una imagen, una colección pensada en su origen para acompañar pinturas de Jordi Teixidor, que luego no llegó a buen término, casi todo él está escrito siguiendo ese método. Claro que, para encontrar una perla, tienes que pasar por encima de centenares de lugares comunes, pero cuando encuentras una, descubres que ha merecido la pena el recorrido. Es lo que me pasó con Wicks. No recuerdo dónde vi un poemita suyo del que surgió la idea de reescribir el tema de Narciso. Puse su nombre porque justicia obliga.
Lo de Anne Sexton es diferente. Empecé a hacer una selección de su poesía para traducirla al castellano cuando salió una realizada por dos colegas míos de Valencia al catalán, así que lo dejé estar. Mr. Mine (el poema que estaba en la base de mi palimpsesto) lo tenía empezado y había cosas que no me gustaban del original, así que lo cambié y parafraseé para incorporarlo a un colectivo (con palimpsestos de Giuliani, Sexton, Roubaud y otros) que iba en principio dentro de Viaje y que luego eliminé, aunque recuperé ese texto concreto para mi propia escritura.
El poema de Sexton se articula alrededor de un punto de vista femenino («Notice how he has numbered the blue veins / in my breast. Moreover there are ten freckles», etcétera) Hasta ahí, la opción «respetuosa» era fácil: se trataba de escribir la versión en femenino, y si finalmente hubiese publicado el texto como traducción de un poema suyo, lo habría hecho, por una simple cuestión de coherencia, pero al plantearlo como un palimpsesto, lo utilicé para otra cosa, que fue dar el punto de vista alternativo de la misma historia. El poema de Sexton es hasta cierto punto ambiguo. Por una parte, es muy crítico con el hombre concreto al que alude el texto, lo que permite de un modo relativamente sencillo ver en él la representación del Hombre en general, como género. El Hombre es alguien que no se entera de nada. Construye una ciudad sobre el cuerpo de la mujer, a la que, poco más o menos, considera casi como una parcela edificable. Luego aparecen una serie de comparaciones muy definidas, mientras ella baila y se deja arrastrar por la música y lo espiritual, él hace un museo («The time I was dancing he built a museum»). La sensualidad de la mujer en el lecho contrasta con la rapidez (o la prisa) del hombre «He constructed ten blocks when I moved on the bed»). Por supuesto, la voz de Sexton puede interpretarse, también, como la de alguien que, al tiempo que descubre esa diferencia, admira sinceramente la capacidad de acción de alguien movido por la energía que le insufla el amor y la pasión de una mujer «I gave him flowers and he built an airport»), pero a mí me sonaba más a la primera posibilidad, una mirada que ironiza sobre cómo el enamorado ve a la mujer como el descanso del guerrero, o algo así. De hecho muchas de las lecturas feministas que se han hecho sobre el poema lo ven así y lo aplauden. No digo que si fuese ésa la historia no estuviese de acuerdo con la ironía de Sexton, pero las cosas nunca son blancas o negras y los simplismos me molestan. Desde esa perspectiva, Mr. Mine me parecía un poema un tanto simplista, atractivo y sugerente, pero simplista. La contrarréplica a los Versos del capitán nerudianos, para entendernos, que sí son una muestra sublime de machismo carpetovetónico disfrazado de pasión. Y sin embargo, hay veces en que la posición del que habla no es reductible a lo que dicen estrictamente sus palabras, puesto que pueden perfectamente ser utilizadas en el poema como metáfora para darles la vuelta. Recuerdo un soneto de Les Amours de Ronsard. Los tercetos finales son muy interesantes: «Ah! je voudrois, pour alléger ma peine, / Être un Narcisse, et elle une fontaine,/ Pour m’y plonger une nuit à séjour;// Et si voudrois que cette nuit encore/ Fût éternelle, et que jamais l’aurore/ D’un feu nouveau ne rallumât le jour». El personaje poemático no busca necesariamente contemplar su imagen en la amada, ni utilizarla como objeto/excusa donde proyectarse. Esta lectura me parecería demasiado esquemática y literal. Si la convierte, o quisiera convertirla, en estanque, es para poder sumergirse en él. La metáfora narcisista es sólo un medio de expresar la transitividad de su deseo, un deseo, además, consciente de la fugacidad del goce y que, por eso mismo, expone abiertamente el desideratum de que nunca amanezca para que la noche pueda durar. En un principio pensé hacer una especie de Ms. Mine, pero opté por leer en la actividad masculina descrita en la historia poemática lo que puede haber de oferta de diálogo y no de explotación, inconsciente o no. Por eso lo escribí cambiando el género del narrador y transformando la queja en otra cosa. No sé si lo conseguí, pero esa era la idea.
Llegados a este punto, ¿qué puedo añadir? Traducir ha sido, a lo largo de mi vida, no sólo un modo de leer con mayor detenimiento obras y autores por los que sentía especial interés, sino también, y fundamentalmente, un modo de descubrir otras miradas y otros mundos hasta entonces desconocidos para mí. Supongo que parte de mi temprano interés por aprender idiomas partía de un mismo impulso, aunque entonces no tuviese mucha consciencia de ello. Han pasado casi siete décadas desde me inicié en lo que gusta definir como oficio de babel, y sigo sintiendo los mismos impulsos y los mismos deseos. Por lo demás, nunca olvido uno de los comentarios que hizo en una de sus últimas entrevistas George Steiner: decía que cada mañana dedicaba sistemáticamente tiempo a traducir para intentar mantener activo su cerebro conforme avanzaba su vejez. No es mal consejo el espantar el fantasma del deterioro practicando el deporte mental, incluso para quien fue también deportista (en sentido estrictamente físico) en su juventud. Supongo que esa idea es la que me ha motivado para retomar mis interrumpidos esbozos de versiones de los Sonetos a Orfeo rilkeanos, que ahora pretendo acabar, como también la que explica que en estos últimos tiempos me haya encantado (y divertido) dialogar, traducción mediante, con mi amigo, el físico de neutrinos Juan José Gómez Cadenas, vertiendo al castellano sus excelentes poemas, que él, por razones que no vienen al caso, prefiere escribir y publicar en inglés. Ojalá el interés y la diversión que acompaña este a menudo tan minusvalorado oficio nunca me abandone. Vale.
© Grupo de Investigación T-1611, Departamento de Filología Española y Departamento de Traducción e Interpretación y de Estudios de Asia Oriental (UAB)
© Research Group T-1611, Spanish Philology Department and Department of Translation, Interpreting and East Asian Studies, UAB
© Grup de Recerca, T-1611, Departament de Filologia Espanyola i Departament de Traducció i d'Interpretació i d'Estudis de l'Àsia Oriental, UAB