2011

Disparen sobre el traductor: apuntes acerca de la figura del «traductor exiliado» en la serie Novela Negra de Bruguera (1977-1981)
Alejandrina Falcón

Becaria Conicet
IES Lenguas Vivas

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Fecha de recepción: 7 diciembre 2011
Fecha de aceptación: 12 febrero 2012


Introducción

Nos proponemos analizar aquí una escena de la traducción literaria argentina desarrollada fuera de los límites del territorio nacional. José Luis de Diego sostiene que «la represión política y la censura impuesta por la dictadura tuvo como consecuencia, en el ámbito cultural, la crisis de la industria editorial argentina» y la consecuente emigración de numerosos escritores, traductores, periodistas y editores (2006: 163-207). Esta escena internacional, producto de aquel exilio colectivo, fue protagonizada por argentinos emigrados y otros ya residentes, que operaron como importadores literarios en el marco de su inserción laboral en la industria editorial española, específicamente en Barcelona entre fines de los años setenta y principios de los ochenta.


1. Problemas, objetivos, hipótesis

El «exilio» para los emigrados argentinos de los años setenta no fue, claro está, un «exilio en la lengua», un mero asunto lingüístico. Pero es cierto que la cuestión lingüística aparece anexada al problema capital de la integración social y laboral, a la recomposición o inicio de trayectorias profesionales, en especial en el caso de aquellos que desempeñaron tareas editoriales. El caso de los traductores, o de aquellos que iniciaron trayectorias como traductores en el exilio, lo revela claramente. Ahora bien, el primer problema que se le presenta al investigador del sintagma «exilio y traducción» es el de la identificación de los importadores literarios de origen argentino, puesto que, por un lado, las necesidades y requerimientos de adaptación a la norma lingüística de la sociedad receptora borraron las huellas de esa identidad en aquellas fuentes literarias traducidas por ellos; y, por otro, las demás fuentes pasibles de dar cuenta de ese origen, por ejemplo, el Index Translationum, los catálogos editoriales o los diccionarios destinados a repertoriar traductores no dan cuenta del origen nacional de estos agentes. Veamos un ejemplo concreto.

El Diccionario de traductores coordinado por Esther Benítez y publicado en 1992 por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez de Madrid se propone «llenar un penoso vacío» que pesa sobre la práctica traductiva y sus agentes, es decir, se presenta como una acción destinada a destacar la labor del traductor en tanto «auténtico profesional en el noble ejercicio literario […], auténticos creadores y transmisores imprescindibles de cultura» (Benítez, 1992: 7). La publicación no sólo expone su objetivo sino que por cierto también explicita el criterio con que los traductores fueron seleccionados e incluidos en el diccionario en cuestión: «Traductores vivos de cualquier lengua extranjera a las cuatro lenguas españolas –castellano, catalán, gallego y vascuence– con independencia de su nacionalidad; entraban, pues, los hispanoamericanos o posibles extranjeros que tradujeran a lenguas españolas y trabajaran para nuestras editoriales» (Benítez, 1992: 7, el subrayado es nuestro).

La selección de traductores obedece, por tanto, a un doble criterio taxonómico. Por un lado, el criterio es político: la lengua meta del traductor debe figurar entre las «lenguas nacionales» declaradas oficial y cooficiales en el artículo 3 de la Constitución Española sancionada en 1978. Por otro, el criterio es comercial: el traductor debe mantener o haber mantenido una relación profesional con alguna de las empresas representantes de la industria editorial local. Esta definición oblitera, por cierto, un dato clave: el criterio de selección establecido según parámetros políticos y comerciales soslaya su problematicidad en el plano cultural y literario. Pues si hablamos de lengua de traducción, la variedad regional de la lengua meta constituye, en lo que al área hispanohablante respecta, una de las diferencias específicas –el rasgo diacrítico– que permitiría distinguir, dentro del género «traductores literarios que traducen al castellano», traductores «hispanoamericanos» de traductores «peninsulares», en virtud de los rasgos distintivos determinados por la configuración histórica del español americano (Ramírez Luengo, 2007). Sin embargo, el criterio clasificatorio no da cuenta de tal diferencia específica. Por el contrario, la coordinación disyuntiva «hispanoamericanos o posibles extranjeros» tiende a situar fuera de la categoría «extranjeros» a los «traductores hispanoamericanos», sin duda en virtud de una postulada identidad lingüística.

Ahora bien, pese a constituir un paso adelante en la «visibilización» de una práctica por lo general situada en los últimos peldaños de la jerarquía de las prácticas literarias, el criterio ecuménico que rige la creación de este repertorio desvía el foco de uno de los problemas clásicamente adheridos a la variedad interna de la lengua castellana, a saber: el carácter conflictivo de la identidad lingüística en la traducción literaria hispanoamericana. Es decir, no se trata de una mera diferencia lingüística sino de una diferencia lingüística conflictiva, que ha generado profusa discursividad sobre la «propiedad de la lengua» y sus batallas a lo largo de la historia.

En síntesis: aquello que la definición vela es el conflicto entre variedades de lengua en la práctica de la traducción editorial. Este conflicto se origina en los condicionamientos lingüísticos que la industria del libro impone para maximizar la difusión de las obras traducidas en un mercado lector extendido. Si nos atuviéramos a este criterio clasificatorio, ideado en 1992, y universalizáramos sus consecuencias, podríamos deducir que durante los años setenta y ochenta en la república mundial (española) de la traducción literaria todo traductor hispanoamericano no «legalmente» español –«con independencia de su nacionalidad»– obtenía carta de ciudadanía por el mero aporte de su fuerza de trabajo a la industria local. Esta deducción podría ser válida sólo si omitimos, entre otras cosas, la existencia de aduanas intralingüísticas y restricciones normativas, cuyos criterios y alcances varían según la coyuntura editorial.

El presente estudio apuntará a demostrar que esta imagen de una «ciudadanía literaria plena» del traductor literario hispanohablante, incluyendo a los traductores argentinos, se inscribe en aquello que Pascale Casanova da en llamar «perspectiva nacional o monádica», cuyo presupuesto básico es la horizontalidad de las relaciones interlingüísticas, es decir, la igualdad estatutaria de las lenguas nacionales y la consecuente visión de la traducción como mero pasaje textual de una lengua fuente a una lengua meta, de un campo cultural a otro, conforme a la función vehicular que se le adjudica (2002: 7). Esta visión, calificada de «noción pantalla», eludiría lo que verdaderamente se juega en la circulación internacional de literatura, a saber, que la traducción literaria constituye un campo en el que se inscriben relaciones de fuerza y tensiones que permiten leer la desigualdad de las lenguas y de los grupos humanos que las practican.

Nuestro propósito específico será analizar el modo en que esta desigualdad estatutaria se manifiesta en el interior de una misma lengua a través del conflicto de normas. Para dar cuenta cabal de este conflicto, nuestro recorrido analítico abordará un amplio abanico de fuentes impresas en España durante el período seleccionado, es decir, entre 1977 y 1987, aproximadamente.

No obstante, para poder dar cuenta de todas las instancias que ponen en escena este conflicto de normas en torno a la traducción, consideramos necesario ampliar la categoría restringida de «traducción literaria» valiéndonos de los aportes teóricos del historiador de la traducción Blaise Wilfert. Así, optamos por incorporar a nuestro marco conceptual la categoría «importación literaria» para designar la totalidad de las prácticas literarias que intervienen en el proceso de introducción de obras extranjeras en un campo literario nacional determinado. La denominación «importadores literarios» se aplica a todos los agentes responsables de la traducción –a la par del traductor propiamente dicho– de cuya función depende la «construcción de valor literario» en el espacio cultural receptor: editores, directores de colección, críticos, escritores cosmopolitas –viajeros y exiliados–, entre otros agentes que operan en la legibilidad de los textos traducidos. Blaise Wilfert plantea asimismo la necesidad de interrogarse sobre la identidad social de tales agentes (2002: 34).

Desde esta perspectiva teórica, abordaremos el problema de la lengua en traducción a partir de un caso concreto de importación literaria que involucra a importadores argentinos emigrados o exiliados en Barcelona entre la década del setenta y la del ochenta: la colección Serie Novela Negra publicada por la editorial Bruguera a partir de 1977.

Nuestra hipótesis apunta a sostener que la introducción de una variedad europea del castellano en traducciones de origen rioplatense fue una práctica regular en esta colección y que los fundamentos de esta práctica no sólo han de buscarse en criterios comerciales orientados a privilegiar la variedad de lengua del lector coterráneo de la filial productiva, sino asimismo en un sistema de creencias más vasto y difuso que atañe tanto al peso de la valoración social de las variedades americanas de la lengua en el período estudiado, cuanto al origen nacional de los agentes importadores en Bruguera.

En cuanto a la justificación del recorte efectuado, la elección de un caso de importación literaria concreto y situado obedece a la necesidad de probar la historicidad de los discursos que sin cesar reeditan la discusión sobre la identidad lingüística, es decir, sobre la validez de instituirla como fundamento de la unidad hispanoamericana, y así garantizar la libre circulación de mercancías culturales entre España y América. Consustancial a la práctica de la traducción literaria en comunidades hablantes extendidas, el «problema de la lengua» constituye un tópico muy debatido en el ámbito de la traducción hispanoamericana, pero quizá pueda ser útil recordar que previamente se inscribe en el elenco temático estable de las polémicas que recorren la historia de las relaciones literario-editoriales entre España y América (Falcón, 2010). Postulamos, entonces, que esta recurrencia temática no debería ocultarnos la «contingencia» de los debates que periódicamente ponen en escena un disenso sólo en apariencia eterno e igual a sí mismo.


2. De un exilio a otro, convocados por el presente


El ideologema (1) de los «exilios cruzados» –figura de gran circulación en el período estudiado (Barral, 1978; Tusquets, 1982) y productividad en la construcción retrospectiva de trayectorias editoriales (Lago Carballo, 2007) y memorias de agentes exiliados o emigrados (Matamoro, 1982)– promueve una lectura «especular» de las labores editoriales llevadas a cabo por emigrados españoles durante la década del cuarenta en América, por un lado, y emigrados argentinos durante la década del setenta en Barcelona, por otro. Explotemos esta especularidad y pongamos a prueba su consistencia.

Durante la década del cuarenta, en pleno auge del libro argentino, la editorial Sudamericana y la Institución Cultural Española –cuya misión por entonces era brindar ayuda material y favorecer el ingreso a la Argentina de intelectuales peninsulares emigrados durante la guerra y posguerra civil española– publican en la «Serie Argentina de Validación Hispánica» un pequeño tomo titulado La Argentina y la nivelación del idioma (1943). Allí el director del Instituto de Filología Hispánica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Amado Alonso,(2) sostiene una idea fuerte, a saber que, en virtud del crecimiento exponencial del sector editorial local, la lengua de los libros producidos en la Argentina habría de influir y modificar la fisonomía de la lengua general, en especial a través de las traducciones que se harían en Buenos Aires y que circularían por toda el área lingüística. Dice Alonso:

Los libros argentinos y mexicanos irán en su día a España y con ellos, las modalidades propias del español de este lado del Atlántico estarán efectivamente presentes en el ánimo de los lectores y de los escritores peninsulares; y no digo las modalidades pintorescas y plebeyas sino las que tienen toda la dignidad de las formas cultas (1943: 31).

¿Qué fue de este proyecto de lengua común nacido en un primer escenario de exilio colectivo y de convivencia cultural hispano-argentina en una coyuntura de prosperidad editorial latinoamericana? ¿Siguió el mundo editorial, en su postulado «viaje de ida y vuelta», el camino de la unidad en la diferencia, la senda ecuménica de la lengua compartida? ¿Llegó a cumplirse el «vaticinio» de Amado Alonso, «su esperanzada predicción» como lo llamaría Guillermo de Torre en 1953?(3)

El escenario ha cambiado. Más de treinta años después, a mediados de los años setenta, tras invertirse el sentido de los exilios, la escena del libro barcelonés incorpora numerosos colaboradores argentinos a sus filas. Entre otras, Bruguera fue una de las editoriales catalanas que desde un principio incorporó mano obra emigrada. Ya en 1976 la editorial incluye en su colección de bolsillo «Libro Amigo» la serie Novela Negra, creada a instancias del argentino Ricardo Rodrigo, actual presidente del multimediático Grupo RBA, y por entonces joven colaborador de Bruguera.(4) La serie quedó bajo la dirección del escritor argentino Juan Martini, radicado en Barcelona desde 1975.

Al estudio de esta colección estarán dedicadas las páginas que siguen. Las preguntas que guiarán nuestra indagación pueden formularse de este modo: ¿qué concepción de la lengua, de la traducción y del traductor se deducen de las prácticas editoriales dominantes en la colección Serie Novela Negra de Bruguera? ¿Es posible leer en el corpus de traducciones publicadas en ella la inscripción o la huella de la «identidad social» de los importadores literarios, tal como propone Wilfert? ¿Esas huellas proveen, a su vez, algún indicio de la valoración social de esa identidad particular en el período concreto contemplado en este trabajo, el período del último exilio argentino en España?

Interpelados por la sugestiva propuesta con que Lawrence Venuti invita al investigador de la traducción a «insertar las prácticas y formas culturales en relatos históricos llenos de detalles de archivos pero convocados por el presente» (1992: 11), proponemos introducirnos en nuestro caso de estudio analizando un fragmento de la sección «El cronista accidental» que Juan Martini redacta para el blog de la librería porteña «Eterna Cadencia». Allí, en fecha reciente, el 15 de febrero de 2011, Martini rememora su actividad editorial en el exilio y da cuenta de su función en la colección ideada por Rodrigo:

La dirección de esta colección fue el primer trabajo con continuidad que tuve en Barcelona a partir de 1976. Publiqué –hasta que en 1983 me fui de la editorial– 82 novelas y escribí los prólogos de las primeras 50. Me di el gusto de editar […] lo mejor de la novela negra hasta ese momento […]. Entre los autores en lengua castellana estuvieron Osvaldo Soriano, Mario Lacruz y Juan Madrid, entre otros. Entre los traductores argentinos se puede recordar a J. R. Wilcock, Homero Alsina Thevenet y Marcelo Cohen.

Esta cita es clave y en torno a ella estructuraremos nuestra argumentación. Ahora bien, es clave por lo que se deduce de lo que no dice; es clave porque sus omisiones, errores y «lapsus» revelan la doble invisibilidad que pesa sobre la figura del «traductor exiliado» –como gusta pensarse a sí mismo en un ensayo el propio Marcelo Cohen (2006)–, doble invisibilidad, decíamos, por traductor y por exiliado. Y los olvidos, errores o lapsus que esta cita condensa concentran significativamente la información que intentaremos reponer aquí.

En primer lugar, aquello que la parcialidad del testimonio representa como un «darse el gusto», como una práctica individual, constituyó en verdad mucho más que el avatar laboral de una figura de las letras argentinas en el exilio. Es cierto que en 1976 Bruguera incorpora a su colección de bolsillo «Libro Amigo» la serie Novela Negra; es cierto que fue dirigida y cuidadosamente prologada por Juan Martini durante años, pero también es cierto que tanto la colección como su director venían a inscribirse en procesos colectivos que los trascendían y abarcaban: por un lado, la progresiva implantación del género negro en España y, por otro, la presencia numéricamente relevante de latinoamericanos emigrados en el campo cultural español.


3. Otro boom… y más latinoamericanos


En efecto, la serie Novela Negra de Bruguera no constituyó un hecho aislado sino que se inscribe en un auténtico proceso de importación y producción de género negro en España. La colección debe ser leída, entonces, en el marco del llamado «boom de la novela negra» acontecido en la peculiar coyuntura cultural de la transición democrática española, coyuntura que, según Mari Paz Balibrea, es necesario tener en cuenta para comprender «la aparición y las características principales de la novela negra en España» en los setenta (2002: 112). La progresiva instalación del género se habría beneficiado «con el incremento exponencial de la producción[de la industria editorial], que corre parejo con la adquisición del país de un estatus de modernidad económica, política y social, homologado en Europa» (Balibrea, 2002: 112). Y confirma José Valles Calatrava: «A partir de 1975, se produce en España una inflexión importante en el relato policial que permite hablar de la existencia de una novela criminal española [y] el predominio del uso de un discurso realista y crítico del relato negro frente a la fórmula racionalista de la novela-enigma» (2002: 146).

Podrían multiplicarse las citas de autoridad que certifiquen y expliquen este auge del género negro en la península, pero para nuestros fines bastará con hacer patente la progresiva constitución de un campo para este género listando algunas de las más notorias acciones destinadas a construir su valor en el espacio receptor, tal como propone Wilfert.

En 1975 se publica en Camp de l’Arpa la Convocatoria del Premio Círculo Negro de Novela Policíaca convocado por Los Libros de la Frontera. El premio queda desierto. Pero la emergencia de un nuevo público lector parece manifestarse conjuntamente con la aparición de colecciones especializadas, tales como Novela Negra, Etiqueta Negra, Alfa 7, La Negra, Crimen & Cía, Cosecha Roja, etcétera (Valles Calatrava, 2002: 146). Los paratextos que acompañan las novelas publicadas por Bruguera llevan la firma de Juan Martini. En ellos domina la estrategia de dotar de legitimidad literaria a este género popular destacando su valor testimonial, su función de denuncia y su modernidad literaria. Entre 1979 y 1983 se publican además importantes dossiers en revistas culturales españolas. En marzo de 1979, el nº 60-61 de Camp de l’Arpa dirigida por Vázquez Montalbán reúne a Claudín, Vidal Santos, Coma, Martini, Alsina Thevenet y Soriano en torno al tema de la novela policial y negra. En marzo de 1980, El Viejo Topo publica un menos voluminoso pero quizá más trascendente dossier dirigido por Javier Coma. Escriben algunos de los futuros integrantes de Gimlet, y debaten en mesa redonda sobre «Marxismo y Novela Negra», con presencia de Martini. Soriano participa en la encuesta destinada a seleccionar las mejores novelas y novelistas del género. Paralelamente, en el nº 48 de El Viejo Topo de 1980 se publica un artículo titulado «El fascinante asesino Ripley ataca de nuevo», de Nora Catelli, quien allí señala la emergencia de un «nuevo tipo de lector de novela negra» en el marco del «“movimiento” del mundo editorial español y su público, ese público todavía incalificable desde el punto de vista sociológico»; Catelli da cuenta asimismo de una consolidación de la figura del «especialista» en novela negra: «los cada vez –escribe– más solemnes y académicos aficionados al género» (1980: 66). Correlato de esta especialización es sin duda la aparición, entre otras revistas, de Gimlet en 1981. Estas y otras acciones convivieron con abundante publicidad editorial en los medios de prensa y revistas culturales, así como con la organización de jornadas, como las Jornadas Bruguera del mes de marzo de 1979. Se trató de un evento público con espectáculos diversos y gran convocatoria realizadas en pleno «Barrio Chino» de Barcelona, hoy «el Raval». Participaron en mesas redondas Vázquez Montalbán, Barral, Maruja Torres, Muñoz Suay, Román Gubern, Homero Alsina Thevenet, Juan Carlos Onetti, Osvaldo Soriano, Juan Martini, entre otros.

Así, la presencia de los rioplatenses Alsina Thevenet, Catelli, Martini, Onetti o Soriano entre los nombres asociados a estas acciones constituyen un indicio del segundo fenómeno mencionado, deducido del análisis de la colección y de su reinscripción en un contexto específico: el «boom de la novela negra» en España parece cruzarse productivamente con la afluencia de latinoamericanos en el campo cultural y en las editoriales catalanas a finales de la década del setenta, fenómeno ligado, como ya se ha dicho, a la crisis de la industria editorial argentina y a la emigración de numerosos escritores, traductores, periodistas, editores antes y durante la dictadura.

Ahora bien, en lo que a Bruguera respecta, ambos fenómenos vinieron sin duda a confluir en la serie Novela Negra. Y esta confluencia enriquece la tarea que Wilfert encomienda al investigador de la traducción: indagar en la identidad social de los «agentes importadores». Volvamos, entonces, al testimonio de su director y veamos qué más puede decirnos de tal «identidad social» la breve lista de «traductores argentinos» que Martini trae al recuerdo: Rodolfo Wilcock, Homero Alsina Thevenet y Marcelo Cohen.

Ante todo, esa lista nos dice, pese a su brevedad, o quizá a causa de su brevedad, que el agente importador llamado aquí muy genéricamente «traductor argentino emigrado» sólo puede ser integrado como sujeto de un relato o –en palabras de Martini– sólo «puede recordarse» en la medida en que su nombre constituya previamente una marca registrada en otro rubro. De ahí la preferencia por tres nombres célebres en detrimento de la veracidad clasificatoria, puesto que en rigor el crítico Alsina Thevenet no es argentino sino uruguayo, y Wilcock no tradujo para la colección sino que una de sus traducciones fue reeditada en 1980 por Bruguera, es decir, dos años después de su muerte, en Italia, en 1978.

Así, aunque por motivos varios aún no «puedan» ser recordados, aunque no hayan podido integrarse al relato nacional de por sí escueto de esa otra escena de la historia cultural argentina que fue el exilio, los nombres que nutren la lista de importadores literarios argentinos exiliados o emigrados, todos ellos colaboradores de esta y otras colecciones de Bruguera, exceden sin duda el número tres. Entre los traductores argentinos que tradujeron para la serie Novela Negra, figuran Ana Goldar, Susana Constante, Ana Becciú, Rodolfo Vinacua, Carlos Peralta, Horacio Vásquez Rial, Marcelo Cohen, entre las firmas que hemos podido identificar hasta la fecha .(5)

¿Y Rodolfo Wilcock? La inclusión de su nombre en la lista de Martini no es del todo falaz. Por cierto, en tanto «autor» de traducciones, Wilcock no colaboró directamente para esta colección; pero sí lo hizo su traducción de La Bestia debe morir de Nicholas Blake, sin duda cedida por Emecé, la editorial argentina que la encargó en la década de 1940 para el primer número de su colección El Séptimo Círculo.

Tal inclusión equívoca de un traductor no sólo ausente sino muerto sería irrelevante si no pusiera en evidencia una práctica editorial tan usual como cuestionada por la crítica española «experta» en género negro, a saber: no todas las traducciones publicadas en la serie Novela Negra de Bruguera fueron obras inéditas en castellano, ni realizadas in situ y ad hoc para la colección. Su catálogo se constituyó, por el contrario, con una treintena de traducciones cuyas primeras ediciones fueron publicadas en Buenos Aires entre 1940 y 1975 por las editoriales argentinas Corregidor, Fabril Editora –Los libros del Mirasol–, Tiempo Contemporáneo –colección Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia–,(6) Emecé –colección El Séptimo Círculo, Grandes Maestros del Suspenso y Grandes Novelistas–. Ciertos números figuran en coedición con esta última editorial.

Algunas de estas traducciones llevan la rúbrica de reconocidos traductores argentinos, tales como Eduardo Goligorsky –radicado en Barcelona–(7) Rodolfo Wilcock, Estela Canto y Floreal Mazia (el único traductor de Tiempo Contemporáneo cuya traducción de Chandler fue oficialmente «adaptada al español» por el catalán Jaume Prat); otras consignan nombres menos célebres, algún seudónimo tal vez: Aurora Merlo, María Teresa Segur, Héctor Casali, Joaquín Urrieta, Marcos Guerra, Selva Pino, Adriana T. Bó, Federico López Cruz, Inés Oyuela de Estrada, Nora Bigongiari, Manuel Barberá, Teresa Navarro Velasco, Marta King, Daniel Landes y Marta Isabel Guastavino. Una excepción: el nombre del traductor de El caso Galton de Ross Macdonald (Fabril Editora, 1961; CEAL, 1971; Bruguera, 1978),Víctor Iturralde Rúa, gozó del aún inexplicado privilegio de no figurar en la página de legales de su reedición española, razón por la cual el Index Translationum recoge el dato de que El caso Galton de Bruguera no tuvo traductor.

Hasta aquí tenemos, por un lado, traductores «argentinos» emigrados y, por otro, traducciones «argentinas» reeditadas en una colección ideada y dirigida por emigrados. Ahora bien, ¿cuál sería, en este contexto, la pertinencia de señalar el origen regional de la autoría traductiva? Podría decirse más bien que la «autoría en traducción» es aquello mismo que ponen en cuestión –al menos en cuanto a los rasgos regionales de la lengua del traductor– las prácticas al uso en la editorial Bruguera, entre otras editoriales españolas, por cierto. En efecto, la distinción que Martini hace entre «traductores argentinos» y «autores en lengua castellana» parecería irrelevante a la luz de la estrategia editorial dominante en materia de norma lingüística, es decir: la erradicación del cuerpo de las traducciones –ad hoc o reeditadas– de todo argentinismo, americanismo o catalanismo. De ahí que tanto las estrategias de traducción de los agentes emigrados cuanto de las traducciones argentinas reeditadas en Barcelona por Bruguera revelen un proceso de «adecuación» a los usos del español peninsular. Es decir, fueron adaptadas al español peninsular –o a un remedo de español peninsular, o a lo que los correctores en muchos casos argentinos y en muchos otros catalanes consideraban «español peninsular»–. En el caso de las reediciones, el cotejo con algunas de las traducciones hechas en Buenos Aires en décadas anteriores prueba efectivamente la existencia de una práctica de corrección sostenida pero no sistemática, destinada a introducir, de manera algo aleatoria, en los textos traducidos rasgos morfosintácticos y léxicos propios de una variedad europea del castellano mediante el borrado previo de aquellos rasgos que remitirían a la configuración histórica del español de América: loísmo, pronombres personales de primer persona del singular y segunda del plural, tiempos verbales y términos léxicos no usuales en la península.

En síntesis, el caso Bruguera mostraría que la desigualdad estatutaria de las lenguas y de los grupos humanos que las hablan también se manifiesta en el interior de una misma lengua, a través del conflicto de normas. Es posible concluir que el borrado de la «americanidad lingüística» de las traducciones de la serie Novela Negra de Bruguera revela que la traducción constituye el escenario de un conflicto que la trasciende.


4. Crimen y castigo: recepción local de la colección


Comencemos por una pregunta básica. Postulamos un «conflicto de normas» en la traducción literaria, pero ¿qué entendemos por «norma»? Cuatro datos nos interesa retener de lo que plantea Gideon Toury en un clásico artículo sobre las normas en traducción (1999: 233-255). Toury sostiene que las normas 1) constituyen instrucciones de actuación apropiada y traducen valores generales e ideas compartidas, 2) se adquieren en el proceso de socialización de los individuos, 3) su cumplimiento o incumplimiento entraña sanciones sociales, reales o potenciales, positivas o negativas. Así pues, definida por su capacidad para desempeñar una función social, en tanto práctica discursiva situada, Toury concluye que la traducción también está gobernada por normas, es decir, está sujeta a las normas sociales dominantes en el marco sociocultural en que se produce, como cualquier otra práctica social.

Ahora bien, ¿cómo y dónde leer las huellas de esas normas sociales en un corpus de traducciones literarias? La propuesta de Annie Brisset (1990: 28-29) es metodológicamente útil: esas normas sociales pueden leerse en las modificaciones («le bougé des œuvres») que el aparato importador operó en las traducciones. Por consiguiente, volviendo a Toury, podríamos postular que las decisiones tomadas durante el proceso de «modificación adaptadora», aquellas que involucran a las llamadas normas operativas –matriciales y lingüístico textuales, ya que el proceso de corrección implicó la sustitución de un «material lingüístico» por otro en las traducciones previamente existentes– podrían explicarse describiendo previamente el funcionamiento de las normas preliminares, es decir, aquellas que regulan la «política traductora», en especial las «normas preliminares orientadas a la traducción».(8) Estas últimas atañen al «umbral de tolerancia para traducir un texto a partir de otra lengua que no sea la original» (1999: 240-244) y, por tanto, permiten evaluar el grado de permisividad ante traducciones indirectas (en este caso, escritas en variedad de lengua hispanoamericana) y otras mediaciones culturales (sistema literario argentino) que vinieran a funcionar como interfase entre la cultura fuente (anglosajona, francesa, italiana, catalana) y el sistema meta (español).

De ahí que no sólo el cotejo intralingüístico sea un instrumento clave para el estudio de las normas de traducción en nuestro caso, sino que también lo son aquellas fuentes que proveen información sobre este «umbral de tolerancia»: reflexiones públicas sobre la práctica, crítica, teorías, seudoteorías, entre otras (Toury, 1999: 249).

Por consiguiente, dado que abordamos aquí un conflicto de normas intralingüístico, tras el cotejo entre versiones, puede ser útil tratar de reconstruir la concepción dominante de traducción en la cultura receptora a partir de fuentes que también plasmen representaciones de la variedad lingüística vigentes en el discurso social del período en estudio.

Intentaremos, entonces, explicar esta práctica de manipulación de traducciones producidas en Latinoamérica poniendo entre paréntesis una mera motivación comercial, puesto que además tal explicación, aunque lícita, no se sostiene sola si consideramos que, antes de la crisis de los mercados americanos advenida en los años ochenta, la industria editorial española exportaba, según María Fernández Moya, más del 40 por ciento de su producción hacia América (2009: 72). Esto significa, en el caso de nuestra colección, que Bruguera reintroducía en ese mercado –y, por tanto, destinaba a su público lector– traducciones realizadas y ya consumidas en ese mismo ámbito lingüístico. Recordemos que para ello contaba con filiales de distribución en las grandes ciudades del ultramar: Buenos Aires, Bogotá, Caracas, México, un dato consignado en la contratapa de los primeros treinta números. Retendremos, por ahora, otra variable explicativa, la del peso de la sanción social que la violación de la norma podía entrañar.

Ahora bien, si la práctica de manipulación de traducciones señala algo más allá de sí misma, es decir, si la manipulación editorial es síntoma, ¿qué fuentes nos lo revelarán? La crítica de traducciones, precaria pero sostenida, plasmada en las publicaciones españolas dedicadas al género negro permite vislumbrar la magnitud de la sanción potencial. También revela un estado de las creencias lingüísticas y de las representaciones dominantes sobre la traducción, sobre el papel del traductor y la circulación internacional de la literatura específicas de ese período de la cultura española.

La revista Gimlet constituye una fuente privilegiada para nuestros fines. Gimlet dura unos trece números. Nace en marzo 1981 y publica su último número en 1982. Nominalmente dirigida por Vázquez Montalbán, la publicación cuenta con algunas secciones estables.

La sección «Libros» estuvo a cargo de crítico Javier Coma. En el nº 1 de 1981, Coma estrena la sección lamentando el tardío descubrimiento de Jim Thompson entre los críticos literarios. En 1980 Bruguera había publicado la traducción 1280 almas, novela que motiva la nota de Martini en el «Cronista accidental». Y es de interés señalar que el habitual prólogo de su autoría es de los pocos que señalan abiertamente el hecho de que la obra prologada es una obra en traducción. En él Martini se explaya sobre la dificultad de la traducción y la responsabilidad del traductor en la toma de decisiones traductivas. Esta mención excepcional se explica al reponer el nombre del traductor: el español Antonio Prometeo Moya. Se trataba, claro, de una traducción directa, hecha ad hoc e in situ, en lengua nacional. Contrapartida de esta escasa referencia a la traducción en los prólogos de Martini es la omnipresencia de cuestionamientos a las traducciones de Bruguera en la sección de Javier Coma. En ella se registran indicios de disconformidad con esta y otras colecciones de Bruguera en materia de estrategias traductoras y selección de material traducido.

En el nº 5 de 1981, Coma arremete contra Bruguera por publicar La bestia dormida de Fredric Brown por fuera de su colección de género negro, cuestiona la traducción del título –sin mencionar el nombre del traductor, Leoncio Sureda– y el criterio de selección general de la colección Novela Negra: «Fredric Brown merece estar presente en la mencionada colección con honores muchos más elevados que varios de los novelista hasta ahora elegidos» (1981: 22). En el nº 7 inicia su reseña criticando la traducción de los títulos de James M. Cain. El error de traducción se debería a la «utilización, en antiguas versiones latinoamericanas, del título dado a la película correspondiente en aquellas latitudes» (1981: 22). En el nº 8, con motivo de la reciente publicación de obras de Patricia Highsmith, Coma critica la nueva colección Club del Misterio de Bruguera por su «selección de novelas donde priva la reedición a ultranza», y pone en duda la credibilidad de la «traducción brugueriana» (1981: 22). En el nº 13 celebra la aparición del estudio «riguroso y documentado» de su colega de redacción Salvador Vásquez Parga, Los mitos de la novela criminal, «en un país donde se editan novelas sin los más mínimos datos sobre las mismas y sus autores» (1982: 32). Sin duda, los prólogos de Martini no parecían constituir a sus ojos una excepción merecedora de mención.

Este sutil bombardeo tiene sin duda varias explicaciones. Una de ellas podría involucrar un conflicto de intereses ligado al no reconocimiento de «experticia legítima». En efecto, en el marco de un dossier bastante tardío sobre novela negra organizado por la revista Cuadernos del Norte en 1987, Coma publica un artículo tan desolado como demoledor, titulado «Disparen sobre el especialista». Allí se lamenta de que «ninguna editorial me ha pedido nunca que profesionalmente sugiera obras para una colección del género en castellano» (1987), y procede a denunciar el desconocimiento en materia de policial negro que, a su juicio, dominó el mundo editorial, los suplementos de prensa y las revistas literarias españolas en esos diez años de asentamiento del género.

Volviendo a Gimlet, en términos generales la línea editorial en materia de traducciones pareciera resumirse en otra sección, algo inestable, titulada «Las grandes colecciones». En el nº 2, Vidal-Santos inaugura la sección, destinada a dar cuenta de los antecedentes y actualidad de las colecciones de género policial y negro en la península, sentando posición ante la controvertida práctica de la traducción de literatura extranjera, a saber, su total y absoluta inutilidad: «Lo más recomendable –sostiene en el segundo párrafo– cuando uno se enamora de la literatura criminal es aprender inglés, en primer lugar, y francés» en su defecto (1981: 67).

La recomendación da cuenta de la valoración de la práctica traductiva en general, es decir, el desconocimiento de su función no sólo democratizadora –en especial considerando la difusión de un género destinado a un público amplio, no necesariamente culto ni conocedor de lenguas extranjeras– sino centralmente de renovación del repertorio de opciones literarias para virtuales cultores locales del género. Pero asimismo permite medir la distancia sentida respecto de las variedades no peninsulares de la propia lengua por parte de los críticos españoles: la opción de aprender lenguas extranjeras se prefiere al ejercicio de aceptación y conocimiento de variedades intralingüísticas surgidas en el proceso de expansión del castellano en América a partir del siglo XV. Prosigue Vidal-Santos: «En cuanto a ediciones más o menos recientes, indignación página tras página por la traducciones o versiones sudamericanas, generalmente argentinas o mejicanas», pues «hay quien, poniendo una cubierta más o menos atractiva, vende ediciones traducidas a [sic] Sudamérica y someramente revisadas pretendiendo hacer creer al lector que se trata de versiones originales. Y no son los editores modestos quienes tal fraude practican» (1981: 68).

Lo expuesto hasta aquí alcanza para retomar las herramientas teóricas y plantear que el «umbral de tolerancia» para producir textos a partir de lenguas o variedades de lengua que no fueran la original es, en este período, muy bajo. Se valora la «adecuación» máxima a la cultura fuente al punto de proponer abolir toda mediación: «Una norma que prohíba la traducción mediadora –sostiene Toury– estará probablemente relacionada con una creciente proximidad respecto a la norma inicial de adecuación. En tales circunstancias, si se realizan traducciones indirectas, este hecho será disfrazado, cuando no abiertamente negado» (1999: 242; el subrayado es nuestro).

Esto explicaría el intento de borrar las huellas del crimen. El «disfraz» es, por cierto, el barniz leísta, los trueques léxicos, los retoques morfosintácticos y el conjunto de modificaciones introducidas en el cuerpo de las traducciones indirectas y aun en las directas producidas por argentinos, en cuyo caso el «disfraz» linda con la parodia. La «negación» estribaría, en cambio, en el silenciamiento del «ser-traducción» –su autoobliteración, diría Antoine Berman (1999: 33)– en los prólogos que acompañan aquellos números de la colección que correspondían a reediciones argentinas; y aun, en nuestros días, esa negación podría leerse en los lapsus, errores y olvidos contenidos en la no por breve menos interesante lista de Martini.

La contrapartida del disfraz: «indignación», «Apocalipsis», «fraude», «pecado», todos ellos epítetos recurrentes con que la crítica estigmatiza aquello que sin duda ningún esmerado corrector de Bruguera y ningún crítico de Gimlet lograría borrar jamás, a saber que las huellas lingüísticas al parecer indelebles a oídos españoles revelan la mediación cultural argentina, revelan la interfase latinoamericana: las traducciones denostadas dicen ante todo la precedencia de una tradición de importación de novela policial y negra en América Latina. Así lo confirma un reconocido estudioso del género negro, el argentino Jorge B. Rivera:

Una observación no meramente vanidosa: si los antecedentes del género en la Argentina muestran una precedencia con respecto a su desarrollo en los restantes países de habla española; y si en esta misma área idiomática resulta imposible hallar un «clásico» equiparable al maestro de Ficciones; también cabría señalar que la «serie negra argentina» supo mostrar un espectro lo suficientemente amplio y variado como para que sus vientos soplaran fuerte allende las fronteras (fenómeno al que contribuyó la diáspora generada por la dictadura militar). […] Por ejemplo, Martini dirigió en Barcelona la serie Novela Negra de la colección Libro Amigo de Editorial Bruguera; bajo el número 549 de esta misma colección apareció la novela ganadora del Premio Ciudad de Barbastro 1977: El Cerco (1996: 112; el subrayado es nuestro).

Un dato, el de la condición de Martini como cultor del género, que la crítica española no menciona, y que recién saldría a la luz en 1987 –en el mismo número de Cuadernos del Norte en que Javier Coma denuncia la ilegitimidad de casi todos los «especialistas en novela negra» por él conocidos–. Nos referimos al artículo «Herejías en español» (1987: 36-41), donde Paco Ignacio Taibo II traza la genealogía y actualidad de la novela negra producida aquende y allende, no sin antes señalar que «lejos estamos de ser una comunidad en el idioma» (1987: 38).

Volviendo a Gimlet y coronando este recorrido por las creencias lingüísticas dominantes en esta revista especializada, recorrido que podría titularse «disparen contra Bruguera», en octubre de 1981 se publica en la sección estable «Asesinato de un clásico» un virulento relato de Maruja Torres titulado «Traducido por…» (1981: 46). Escrito en lo que a oídos de su autora debía parecer un popurrí de variedades sudamericanas, la trama de esta seudotraducción pone en escena la fantasía de los críticos españoles de Gimlet, la sanción simbólica capital: el asesinato en serie de traductores de novela negra, todos ellos, claro está, de origen latinoamericano. ¿El sospechoso? Un «español que había arribado a Buenos Aires». ¿El arma homicida? La «cuchilla que usaba para rasurarse Martín Fierro».

La respuesta no tardó en llegar. En el nº 11 del año 1982, la carta de un lector, significativamente llamado Roberto Ganducci, de Madrid, llama al orden a Maruja Torres: «Si no fuese por las traducciones argentinas –dice– los españoles no hubieran podido leer a Henry Miller hasta 1977. Las editoriales sudamericanas traducen al castellano que allí se habla, no al de Maruja Torres» (1982: 87). Hasta aquí, asistimos a una defensa intachable de la obra hispanoamericana en materia de traducción literaria. Sin embargo, para nuestra sorpresa, el lector indignado prosigue su defensa proponiendo desviar la sanción a quien no maquille, o no maquille en grado suficiente, la mediación cultural:

Que Maruja critique a las editoriales españolas que compran traducciones sudamericanas y no tienen ni el prurito de adecuar el idioma a las formas peninsulares, pero las ediciones hechas allí se hacen para que las lean los de allí y a su modo. Espero que una rectificación salve las ediciones de Tiempo Argentino, Alfa Argentina, Sudamericana, etc. Que se meta con Bruguera, pero que no pretenda que Floreal Mazzia [sic] o Rodolfo Walsh (justamente reconocido como los dos mejores traductores y adaptadores de la novela negra al lenguaje argentino) traduzcan a un castellano de España. Lo contrario sería darle la razón a aquel lamentable artículo de Francisco Umbral en El País (1982: 87; el subrayado es nuestro).

Ganducci, a diferencia de los críticos españoles, no llegó siquiera a notar el disfraz, el proceso de adaptación lingüística operado en las traducciones mediadoras.

Sea como fuere, esta breve y casual carta de lectores menciona un dato importante: el ya célebre artículo en que Paco Umbral denuesta las traducciones hispanoamericanas de Henry Miller:

[L]a nueva Alfaguara está editando en castellano (no en hispanoamericano, con plomeros, naftas y pancetas) algunas obras de Henry Miller. […] Como no dominábamos el inglés, había que leer, ya digo, un Miller que se encontraba con el plomero desayunando huevos con panceta y que luego iba a ponerle nafta al coche, pero, así y todo, Miller fue para nosotros mucho más que una experiencia literaria: fue, en aquella España del franquismo próspero, un ventarrón de libertad. [M]e quedaba en la cama camastrona, sin nada que hacer, leyendo a Miller en aquellas asquerosas ediciones suramericanas, robadas en cualquier parte y como pasadas por todos los retretes públicos de Madrid (El País, 28/12/1977; el subrayado es nuestro).

Este artículo de Paco Umbral publicado en 1977, al filo de 1978 –y dolorosamente recordado por Ganducci ¡en 1982!– hizo historia en cuanto a valoración pública de las variedades lingüísticas del castellano en la traducción literaria durante esos años. La mención de este texto polémico no es anecdótica y mucho menos irrelevante: pone de manifiesto concepciones dominantes de la lengua de traducción considerada legítima o legítimamente aceptada en los medios impresos durante el período comprendido por nuestro análisis y estudiado a partir de las fuentes impresas aquí expuestas.


Conclusión


En el presente trabajo, procuramos contribuir a la reflexión sobre «exilio y traducción» partiendo del análisis de un caso testigo, que nos permitiera situar algunas de las problemáticas clave derivadas de esta articulación temática para el caso concreto de la emigración argentina de los años setenta y ochenta.

Nuestro esfuerzo por explicar las prácticas de traducción intralingüística aquí expuestas como efecto de un conflicto de normas propio de la traducción editorial, correlato de la valoración social de la variedad interna de la lengua castellana en este período, atiende, asimismo a tratar de comprender y hallar el fundamento material de las representaciones –generalmente forjadas en sede literaria– que ontologizan, metaforizan, el exilio, como un «exilio en la lengua» anterior al «exilio geográfico». Estas metáforas de gran circulación no constituyen categorías de análisis sino categorías nativas. Pueden ser a lo sumo un punto de partida para tratar de comprender la significación del exilio en su articulación con las prácticas literarias y las representaciones literarias acuñadas por los actores. Pero lo que en cada caso implique «traducir en el exilio» dependerá de las condiciones de producción literaria concretas y sujetas a variables tales como el género traducido, la trayectoria del traductor, la política editorial, el perfil editor, el origen nacional del contingente exiliado, su estatuto legal en el país de acogida, el prestigio social atribuido a su lengua o variedad de lengua, las creencias lingüísticas dominantes y la «educación idiomática» en la diferencia, la tradición de relaciones culturales entre el país de origen y el contexto exiliar, su grado de conflictividad, así como la historia de los debates lingüístico-literarios que signan esas relaciones, etcétera.

Para el caso argentino, por ejemplo, el posible diseño de una «figura de traductor exiliado» debería tener en cuenta las condiciones de producción traductivas aquí descritas, en las cuales el «problema de la lengua» constituye un aspecto más de la problemática profesional y laboral en el exilio.



NOTAS

(1) Término introducido por Marc Angenot para referirse a «pequeñas unidades significantes dotadas de aceptabilidad difusa en una doxa dada». Constituyen un tipo de «lugares comunes» que integran los sistemas ideológicos (1989: 16).
(2) Amado Alonso estuvo al frente del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires desde 1927; inició y dirigió colecciones –tales como la Biblioteca de Estudios Literarios– e hizo obra de traducción en la editorial Losada, fundada en Buenos Aires el 18 de agosto de 1938 por Gonzalo Losada y un grupo fundador inicial integrado por Guillermo de Torre y Atilio Rossi, al que posteriormente vendría a sumarse Amado Alonso, entre otros intelectuales (Gudiño Kieffer, 2004: 13).
(3) Así evoca Guillermo De Torre (1953) esas esperanzas, esa predicción, en un ensayo titulado «La unidad de nuestro idioma»: «Hace no muchos años, cuando se inició el auge editorial americano, [Alonso] sintióse impelido a adelantar esperanzadas opiniones sobre “la inmediata nivelación del idioma” […]. Consideraba que inclusive el idioma de las traducciones habría de tender a la nivelación de diferencias y matices verbales […]. ¿Se han cumplido tales predicciones?».
(4) Bruguera fue la promotora de «una revolución en el terreno del libro de bolsillo, que imprime aires nuevos a su trayectoria gracias a una persona singular: Ricardo Rodrigo», quien se incorpora al plantel de dos mil empleados en 1973 (Vila-Sanjuán, 2003: 89).
(5) Ana Goldar, hoy Ana Poljak, traductora de Horacio, Virgilio y Petronio para el CEAL en 1970, desarrolló una amplia trayectoria como traductora en España. En este período, tradujo a Ambler, Hammett, Himes, Sciascia, Miller, Asimov, Le Guin, McCoy, Conrad, entre otros. // Susana Constante, escritora-traductora, residente en España desde los setenta, había traducido La industria cultural de Adorno y Edgar Morin para Galerna, en 1967. Tradujo a Wade Miller para Bruguera, y registra numerosas traducciones para editoriales españolas, tales como la de Zona: antología poética de Apollinaire, en coautoría con el escritor-traductor Alberto Cousté, para la Tusquets Editores. // Ana María Becciú, poeta radicada en París, tradujo a Himes, Wade Miller, para Bruguera, y registra trayectoria como traductora en editoriales españolas. // Rodolfo Vinacua, profesor de letras y filosofía, preriodista, tradujo a Charles Williams para la colección, pero no se registra continuidad en la práctica. // Carlos Peralta, escritor-traductor, registra una vasta trayectoria como traductor de ciencia ficción en múltiples editoriales peninsulares. // Horacio Vázquez Rial, escritor-traductor, tradujo en coautoría con Alsina Thevenet el guión La dalia azul de Chandler, prologado por el crítico uruguayo. Registra una amplia trayectoria como traductor, crítico y prolífico escritor. // El desempeño del escritor-traductor Marcelo Cohen en el campo de la traducción abarca todas las áreas posibles: tradujo infinidad de obras literarias y reflexionó sobre la práctica en medios de prensa, revistas literarias, ensayos independientes y conferencias desde finales de los años setenta hasta la fecha, de manera sostenida, tanto en Barcelona como en Buenos Aires.
(6) Respecto del empleo masivo de la variedad rioplatense en esta colección, Patricia Willson señala: «El efecto de anexión que genera el voseo y las elecciones léxicas rioplatenses es una forma de situarse frente a lo foráneo. [L]os setenta en la Argentina es la década en la cual habrá que indagar para saber hasta dónde era posible pasar por la ‘prueba de lo extranjero’» (2007: 24). La radicalidad de este «fraseo antes impensado para una traducción» (Willson 2007: 24) explicaría, por ejemplo, la necesidad de retraducción de Luces de Hollywood de Horace McCoy, traducida por Rodolfo Walsh para Serie Negra de Tiempo Contemporáneo en 1970, y retraducida por Pilar Giralt para Novela Negra de Bruguera en 1977.
(7) El escritor-traductor Eduardo Goligorski, radicado en Barcelona desde los años setenta hasta nuestros días, figura destacada en el campo del género policial argentino, se inicia como traductor en la Argentina en 1952. No consignaremos aquí su trayectoria traductiva puesto que no colaboró directamente para la colección. Pero baste decir que el libro de Lafforgue y Rivera registra veinte entradas a su nombre.
(8) En términos de Toury, las preguntas a formular serían: ¿se permite la traducción indirecta? ¿De qué sistema literario se permite? ¿Qué lenguas de mediación están permitidas, prohibidas, etcétera? ¿Se menciona o no que trata de traducciones indirectas? (1999: 242).

 

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