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El Humanismo es un estado de conciencia. La atención humana
de una necesidad primordial —el saber— reúne
sobre las culturas los elementos para su configuración, la
trascendencia de su historia y la necesidad de la perpetuación.
Y ese sueño, humanístico, humano en fin, se traduce
en la convicción de que todo aquello que explica al individuo
debe tener un espacio para ser narrado y un lugar en el que ser
archivado.
Como escribiera el poeta ruso Alexandr Blok en 1919, «un movimiento
cuyo punto de partida y meta lo constituía la personalidad
humana, pudo crecer y progresar mientras el individuo era la fuerza
impulsora más importante de la cultura europea».(1)
Tan sólo debemos remitirnos, hoy mismo, y en caso de creer
en la literalidad de la idea, al sintagma que últimamente
determina nuestra labor como docentes y propone un paradigma que
es, a su vez, un renacimiento de la utopía: el «Espacio
Docente Europeo».
Borradas las fronteras, asumidas las diferencias, asimiladas las
contradicciones, y acallados los límites, cualquier proyecto
cultural parece adquirir una nueva dimensión geográfica
que, en virtud del nuevo marco de acogida, remite a la vieja idea
de la libre circulación del Saber. Algo que es, a su vez,
tan nuevo y tan viejo: tan viejo como la historia cultural de Occidente
o, si se quiere, de la dimensión de ese nuevo país
llamado Europa.
El Humanismo, ese humano regreso a lo humano, es,
como sabemos, una invención humana y moderna. Mas, aun así,
la necesidad de explicarnos, en la Historia, y la necesidad de que
la Historia nos explique han trabajado solidariamente durante siglos
en pos de ese relato que debe cumplir con la función primera
que cumple una herencia: la preservación y la continuidad.
Según Nicholas Mann, tres son las características
que definen el desarrollo del Humanismo: «sed de textos clásicos,
preocupación filológica por enmendarlos y determinar
su sentido, y anhelo de imitarlos».(2)
De todos es conocida esa pulsión de atesorar
(los Thesauros textuales, los florilegios, las antologías,
las bibliotecas), ese deseo humano de reunir, de compilar, la fuerza
impresa en el designio humano de leer, de escuchar todo aquello
que el pasado nos relataba, todo aquello que constituye el relato,
en fin, de quienes somos. Y de ahí, por ejemplo, que, según
recordaba Jacob Burckhardt:
Los más conocidos
poetas, historiadores, oradores y epistológrafos latinos,
junto con cierto número de traducciones latinas de
determinados escritos de Aristóteles, de Plutarco y
algunos griegos más, constituían esencialmente
el acervo que tantos entusiastas despertara en la generación
de Boccaccio y Petrarca. Este último poseía
y veneraba, como es sabido, un Homero en griego, que no podía
leer; la primera traducción latina de la Ilíada
y la Odisea la hizo Boccaccio, como pudo, con la
ayuda de un griego de Calabria. Hasta el siglo XV no se inicia
la gran serie de descubrimientos y la organización
sistemática de las bibliotecas por medio de copias
y una febril actividad en las traducciones del griego. (3) |
De la raíz amarga que supuso la conciencia
de la pérdida nació, sin duda, el motor cultural de
la Europa moderna, el Humanismo.
Las tareas de la recuperación, del cotejo, de la lectura,
de la restauración, de la crítica, y de la anotación
textual son algunos de los recursos puestos al servicio de la Historia.
La Filología, en éste como en otros casos, tendrá
un amplio ámbito de aplicación, al asumir la función
cultural de hacer relato del relato. Y, así, al igual que
en otras épocas posteriores, la arqueología irá
recordándonos nuestros orígenes, o salvando de la
desaparición aquello que fuimos y encerrándolo, en
ocasiones, en los museos —esos espejos funerarios de la identidad
cultural—, los estudios filológicos adquirieron la
relevancia institucional de ser, de algún modo, los guardianes
de nuestra historia escrita.
La idea del «uomo universale» no se
vincula tanto como concepto de erudición asentada en la necesidad
del conocimiento individual, que también, como en el hecho
de que aquello que el texto dice debe ser explicado, transmitido,
glosado y fijado:
El humanista
se ve obligado a desplegar una actividad de máximo
carácter universal, desde el momento que sus conocimientos
no le servían sólo, como hoy ocurre, para el
estudio objetivo de los tiempos clásicos, sino que
presuponían una aplicación cotidiana a la vida
real. (4) |
El Humanismo vino a decirnos, en definitiva, que
la memoria debe auparse sobre los hombres, que la memoria es el
único recurso que nos consuela de la finitud. El Humanismo
arraiga a partir de la creencia de que la forma de vencer al tiempo
reside en la detención de los hechos sucedidos, en la escritura,
en la glosa y en la enseñanza de los textos.
Los textos perviven, perviven a través de
otros textos, en una cadena de correlatos que sostiene la identidad,
la individual y la colectiva. Las lectiones de nuestros
antepasados generan las de nuestros contemporáneos, y las
nuestras generarán —eso creyeron los humanistas y eso
creemos nosotros, aún, hoy día— las lecciones
de nuestros herederos. La base del Humanismo, la preservación,
se alimenta del recurso de la anáfora, de la relectura, del
recuerdo. Y ésta es, sin duda, la columna vertebral de la
universalidad del Humanismo como movimiento cultural: aun objetivándolo
como movimiento cultural, y aun circunscribiéndolo a determinadas
épocas, el Humanismo se alza como la vertiente más
arraigada del ser humano en cuanto que ser cultural.
Digamos —como creyera Sir Steven Runciman
en su ensayo La caída de Constantinopla, 1453—(5)
que, de algún modo, el Humanismo triunfa
en los espacios académicos a partir de las migraciones de
los autores y eruditos griegos del siglo XV. Sabemos que establecer
los límites cronológicos del Humanismo, y máxime
su punto de partida, es asunto controvertido y diferenciado, según
el país, la cultura o la tradición filológica
de que se trate. Pero, aun así, todos estaremos de acuerdo
en que el movimiento de reconstrucción genealógica
de la cultura clásica como explicación del presente
(el Humanismo) ofrece, al menos, desde el siglo XIII hasta la actualidad
dos vertientes bien diferenciadas: por una parte, el Humanismo clásico,
el de la referencialidad del pasado grecolatino, con sus discursos
sobre la lengua vulgar y la lengua culta; por otra, el de una actitud
filológica propia del Enciclopedismo que nos conducirá,
de forma obligada, a los estudios positivistas del siglo XIX.
Una de las principales aportaciones del Humanismo
fue, no cabe duda, la Filología. El mismo Lorenzo Valla «criticó
que el Medievo cristiano no tuviera una visión filológica
de la Antigüedad».(6)
El mundo como texto, ése fue el descubrimiento de la cultura
humanística. Y, a partir de la aventura textual de indagación,
el hombre alzó un relato que debe preservarse: el relato
de la aventura literaria, de la interpretación. Los propios
humanistas —nos lo recuerda Francisco Rico— gustaban
de enunciar los catálogos de los gramáticos medievales
como «canon nefasto y reverso de la cultura del Renacimiento»,(7)
palabras éstas que recuerdan aquellas otras escritas por
Marcel Bataillon en su ensayo clásico Erasmo y el erasmismo:
Comprendamos
que los humanistas, entusiasmados con su aprendizaje del latín
clásico como medio de expresión más rico
que los idiomas vulgares, y luego con sus flamantes estudios
de hebreo y griego, lenguas de la Sagrada Escritura, no tardaron
en sentirse partícipes de una cultura nueva, y cultivar
un sentimiento de superioridad frente a la rancia rutina escolástica
encastillada en las cátedras universitarias de filosofía
y teología. (8) |
En el caso de la historia de la literatura
española, y de la historia de la traducción en España,
no hay que olvidar un primer catálogo inspirado por el celo
humanista de un nuevo canon clásico, tanto en su dimensión
estética como historiográfica: me refiero al famoso
«Prohemio e Carta que el Marqués de Santillana envió
al Condestable de Portugal con las obras suyas» (c.
1449), donde el erudito, poeta y bibliógrafo noble castellano
recorre y establece su propio canon: Milesio, Homero, Dante, Petrarca,
Boccaccio, y demás poetas italianos, provenzales, franceses,
catalanes, valencianos y aragoneses, así como «poetas
castellanos viejos» y «poetas castellanos nuevos».(9)
Como vemos, inserta en la vocación moderna del Humanismo
está no sólo la composición de obras, la lectura
de los textos clásicos, su estudio y su traducción,
sino también, desde los comienzos, la necesidad de crear
una historiografía literaria que, en su totalidad, ayude
a comprender y justificar la titánica empresa que supuso
la creación de un estado de conciencia cultural.
2
Juan Antonio Pellicer y Saforcada (1738-1806) estudió lenguas
clásicas en la Universidad de Madrid y Leyes y Cánones
en la de Alcalá. Desde 1762 desempeñó el cargo
de bibliotecario en la Biblioteca de Palacio y más tarde
en la Biblioteca de la Real Academia de Historia. Como autor, destaca
por su edición anotada del Quijote (1797) y su Vida
de Miguel de Cervantes Saavedra (1800).(10)
Además, había participado en las Adiciones a la
Bibliotheca Hispana Nova (1783-1788), ensayo de complemento
de la obra de Nicolás Antonio, que se había erigido
entre 1667 y 1696. Pero quizá la obra por la que deba ser
más reconocido, aunque pasados más de dos siglos no
haya sido así, salvo excepciones, sea por el Ensayo de
una Bibliotheca de traductores españoles (1778).(11)
Pellicer anduvo, sin duda, limitado por los volúmenes de
la Biblioteca de Palacio, aunque no fue mal límite éste
para alguien que se propuso una obra de carácter enciclopédico
como fue su Biblioteca de traductores. Se trata, pues,
desde una perspectiva historiográfica y filológica,
del primer canon impreso de la Historia de la traducción
en España, aun cuando en la portada se dijera que el libro
se limitaba a «Autores que han florecido antes de la invención
de la imprenta», cuestión esta a todas luces incierta.
Pellicer reunió treinta y seis artículos sobre otros
tantos traductores más uno final sobre versiones anónimas
(tres artículos tratan de traductores del siglo XV,(12)
diecinueve del siglo XVI,(13)
doce del siglo XVII (14)
y dos del siglo XVIII).(15)
Más que un canon, la Bibliotheca es una muestra,
quizá determinada por el alcance de las pesquisas de Pellicer,
las anotaciones —nunca editadas y nunca referenciadas ni conocidas—
del catedrático valenciano de Retórica José
Joaquín de Lorga (muerto en 1769) (16)
o por otros imponderables que se desconocen hasta la fecha,(17)
pues Pellicer prometía otra obra «más difusa
y más completa que está ya muy adelantada».(18)
Y, como ya dije en otra ocasión,(19)
«no deja de extrañar que Pellicer no incluyese, por
ejemplo, a traductores como Boscán, Vives, fray Luis de León,
Gonzalo Pérez, Arias Montano, el Brocense, Mariner, Jáuregui,
Quevedo o Coloma, por citar algunos de los más destacados».(20)
El hecho de que ninguno de ellos tenga entrada en este libro podría
hacer verosímil la promesa de Pellicer de otra obra más
extensa,(21)
aunque también puede ser tomado como un dato más del
método de trabajo de este autor, que prefirió rescatar
primero a algunos autores menores (y entre ellos, como
él mismo dice, algunos «autores heterodoxos»,
traductores de las Sagradas Escrituras, que «prevaricaron
en la fe») (22)
y dejar para después a los que, por ser más conocidos
o de más amplia y enjundiosa obra, requerían mayores
esfuerzos bibliográficos.
Pero más allá de estos asuntos, de enzarzarnos en
discutir la selección de nombres que facilita Pellicer como
un canon inverso, o de buscar justificaciones de cualquier
índole, el trabajo del erudito zaragozano tiene el valor
historiográfico, y filológico, de ser, en nuestra
lengua, la obra pionera, el punto de arranque del que partirá,
un siglo después, Marcelino Menéndez Pelayo para ir
atesorando pacientemente y a lo largo de no menos de tres décadas
la reunión de 300 traductores que constituye su Biblioteca
de traductores españoles. Desde entonces hasta hoy día,
en que se anuncian algunos diccionarios de traductores, de autoría
colectiva y en soporte tradicional o electrónico, nadie ha
vuelto, en la cultura española, a diseñar un panorama
de la Historia de la Traducción a través del estudio,
compilación, reseña y comentario de traductores y
obras traducidas, y que es —como ya bien sabemos— una
parte imprescindible del relato de la historia de la literatura
de nuestra lengua.(23)
En las páginas del «Prólogo»,
Pellicer habla de su Ensayo y del método seguido:
Paso a declarar el método que
observo en este Ensayo. He procurado recoger con el posible
cuidado las noticias de las vidas de los Traductores, afianzándolas
con autoridades, y refiriéndolas sencillamente, sin
dar lugar a digresiones que desvían y divierten la
atención y curiosidad del Lector. He copiado fielmente
los títulos de las obras traducidas, y como por lo
común no se encuentran con facilidad, advierto dónde
se hallan [...] Si refiero ediciones que no haya tenido a
mano, cito el Autor que sale por fiador de ellas. Procuro
no omitir las noticias literarias que conducen para el mayor
conocimiento de el libro, y de los intentos de los Autores,
informando de las primeras y más estimables impresiones,
y de las novedades que en las posteriores suelen hacerse.
Dase finalmente por lo general noticia de las traducciones
Italianas y Francesas, de cuyo cotejo resulta unas veces la
preferencia de las nuestras, y otras su menor estimación.(24)
|
Pellicer aporta todo tipo de argumentos
y datos a su alcance al tratar cada traducción y cada autor
presentados. A la descripción bibliográfica de la
obra y al esbozo biográfico del traductor siguen, en muchas
ocasiones, el estudio del modo de la traducción, juicios
acerca de la corrección idiomática del texto resultante,
opiniones y comentarios críticos, así como también
apreciaciones acerca de, por ejemplo, la acomodación del
verso de llegada en las traducciones poéticas, su desprecio
hacia aquellas versiones realizadas no a partir del texto y lengua
originales sino desde una traducción intermedia previa y
señala, por último, también, casos de flagrante
plagio.(25)
Es nuestro autor uno de los primeros estudiosos, si no el primero,
que advierte la importancia que prólogos y preliminares,
tomados como materia teórica, tienen para quien quiera entender
o explicarse la historia de la traducción como un parte,
fundamental, de la historia de la propia literatura.
Su obra complementa, como se ha dicho, la Biblioteca Nova
de Nicolás Antonio, abre la perspectiva de los estudios de
historiografía literaria al ámbito de las lenguas
clásicas y modernas y al entendimiento de las labores de
traslado, glosa, comentario y edición como fundamentos de
una actividad cultural (la que define al Humanismo) y que, ahora,
por primera vez, debe ser asumida como parte de la herencia cultural
de una lengua.
3
Si tenemos en cuenta que las traducciones peninsulares de los siglos
XV, XVI y XVII (esto es, las de una época a la que con amplitud
podemos nombrar bajo el título de Humanismo) representan,
como el propio Pellicer dejó escrito, un enriquecimiento
de nuestra lengua literaria,(26)
el Ensayo de una Bibliotheca de Traductores españoles,
aun en su cortedad de páginas y autores estudiados, es prueba
fehaciente de un nuevo tiempo de los studia humanitatis.
No se trata, ahora, de la exaltación de los autores clásicos,
o de la imitación de sus obras, sino de la construcción
de un relato histórico que ayude a entender el proceso cultural
del Humanismo.
Si el Humanismo clásico se había basado en el estudio,
la edición y la imitación de las obras de autores
griegos y latinos, principalmente; el nuevo Humanismo dieciochesco,
de inspiración ilustrada y enciclopedista, funda los comienzos
de la historiografía como disciplina que fija el proceso
cultural y como signo de una conciencia: la conciencia sobre la
importancia que la vuelta a los estudios clásicos tuvo para
la cultura europea.(27)
Según Jean Sarrailh, «en los reformadores del siglo
XVI y en los del siglo XVIII se observa el mismo ardor por el estudio,
el mismo entusiasmo por la difusión de los conocimientos
útiles, el mismo afán del bien público».(28)
Y añadimos a esto: el mismo entusiasmo por la difusión
pero diferente afán por la compilación histórica.
Si el Humanismo áureo fue la etapa de alumbramiento y reunión
de la cultura clásica, el humanismo dieciochesco fue época
de organización, sistematización, cronología
e historiografía de la misma.
Los eruditos ilustrados —y entre ellos, claro está,
Pellicer— muestran tanta pasión por los frutos y las
recuperaciones de las culturas clásica y moderna como por
la catalogación de las mismas: para ellos, el Humanismo áureo
era, ya, una etapa histórica que merecía ser estudiada
y presentada como relato histórico.(29)
Y de sus bibliothecas, catálogos razonados,
historias, ensayos y demás obras de divulgación
nacerán la historiografía y la crítica literarias
modernas.(30)
Al comienzo de estas páginas dije que «el Humanismo
es un estado de conciencia»; consecuentemente, pues, no cabe
duda de que el Humanismo moderno –el de los ilustrados–
es el registro de dicha conciencia.
NOTAS
(1)
«El ocaso del Humanismo»,
en Un pedante sobre un poeta y otros textos, trad. de Michael
Faber-Kaiser, Barcelona, Barral editores, 1972, p. 84.
(2)
«Orígenes del Humanismo»,
en Jill Kraye (ed.), Introducción al humanismo renacentista,
trad. de Lluís Cabré, Madrid, Cambridge University
Press, 1998, p. 26.
(3)
La cultura del Renacimiento
en Italia, trad. de Jaime Ardal, Barcelona, Editorial Iberia,
1979, p. 141.
(4)
J. Burckhardt, op. cit.,
p. 105.
(5)
Existe traducción reciente
publicada en Madrid, Reino de Redonda, 2006. La edición inglesa
era de 1965.
(6)
Christoph Hubig, «Humanismo. El descubrimiento
del yo individual y la reforma educativa», en Akal. Historia
de la Literatura. Volumen tercero. Renacimiento y Barroco, 1400-1700,
trad. de Julián Aguirre Muñoz, Madrid, Akal, 1991,
p. 56.
(7)
F. Rico, Nebrija contra los
bárbaros, Salamanca, Publicaciones de la Universidad
de Salamanca, 1978, p. 7.
(8)
M. Bataillon, Erasmo y el erasmismo,
trad. de Carlos Pujol, Barcelona, Crítica, 1978, p. 162.
(9)
Existen muchísimas ediciones
de este texto. Para este trabajo sigo: Íñigo López
de Mendoza, marqués de Santillana, Obras completas,
Ángel Gómez Moreno y Maximilian P. A. M. Kerkhof (eds.),
Barcelona, Planeta, 1988, pp. 437-454.
(10)
Daniel Eisenberg ha publicado una
amena y muy elocuente correspondencia de John Bowle, colección
de epístolas en la que éste se pone en contacto en
varias ocasiones tanto con Pellicer (ya que tiene noticia por el
zaragozano de la inminente salida de prensas del Ensayo,
que contiene las noticias biográficas de Cervantes) como
con el editor de aquél, Sancha. Bowle afirma en una carta
datada en octubre de 1784 y dirigida a su editor que «his
“Analysis del Quixote” is a master-piece of criticism;
and may entitle him to the name of the Addison of Spain, as he has
done that for Cervantes which the former did for Milton»,
apreciación ésta que ya le había comunicado
al propio Pellicer en carta de agosto de ese mismo año: «En
quanto al Análisis del Quixote se puede decir, que es la
mas fina Crítica, que ha parecido desde el tiempo de nuestro
Addison; y que es en su modo superior á qualquiera de Francia»
(Cf. D. Eisenberg, «Correspondance of John Bowle»,
Bulletin of the Cervantes Society of America, 23.2 (2003),
pp. 119-140.
(11)
Su título completo es: Ensayo
de una Bibliotheca de traductores españoles, donde se da
noticia de las traducciones que hay en castellano de la Sagrada
Escritura, Santos Padres, Filósofos, Historiadores, Médicos,
Oradores, Poetas, así griegos como latinos; y de otros autores
que han florecido antes de la invención de la imprenta. Preceden
varias noticias para las vidas de otros escritores españoles,
Madrid, Antonio de Sancha, MDCCLXXVIII. La «noticia para las
vidas» a las que se refiere Pellicer es, ciertamente, otro
volumen que se edita conjuntamente con el Ensayo (175 páginas)
y que ocupa 206 páginas. De este libro, doble en realidad,
existe edición facsímil, al cuidado de Miguel Ángel
Lama, impresa por el Servicio de Publicaciones de la Universidad
de Extremadura en 2002. En edición digital, puede consultarse
a través de Google
Books y, asimismo, en: http://www.traduccionliteraria.org/biblib/misc/MS1018.htm,
entre otras páginas en las que se encuentra digitalizado
el volumen.
(12)
Son Alonso de Palencia, Enrique
de Villena y Hugo de Urriés.
(13)
Fray Alberto Aguayo, Antonio
Pérez Sigler, Casiodoro de Reina, Cristóbal de las
Casas, Cipriano de Valera, Diego López de Cortegana, Diego
López de Toledo, Diego de Mejía, Felipe Mey, Francisco
de Encinas, Jaime Bartolomé, Jorge Bustamante, Juan Martín
Cordero, fray Juan de la Cruz, fray Juan Estrada de la Magdalena,
Juan Pérez, fray Luis de Granada, Martín Laso de Oropesa
y Pedro Simón Abril.
(14)
Fray Antonio Arés,
fray Antonio Jesús y María, Baltasar Álamos
Barrientos, fray Baltasar de Santa Cruz, Jerónimo Gómez
de Huerta, José Antonio González de Salas, José
Pellicer de Ossau Salas y Tovar, José Semah Arias, Luis Carrillo
y Sotomayor, Mateo Ibáñez de Segovia, Menasse Ben
Israel y Sebastián de Alvarado.
(15)
Sebastián de la Encina
y el artículo incluido en el prólogo sobre Gabriel
de Borbón, benefactor de Pellicer y de su obra.
(16)
Sobre Lorga y la utilidad
de las Memorias manuscritas de éste escribe Pellicer: «Alguna
vez advertirá el Lector que se citan especies tomadas de
unas Memorias manuscritas de D. Josef Joaquin de Lorga: y para inteligencia
de estas citas es de saber que aquel erudito Sacerdote, Doctor en
Sagrados Cánones, y Catedrático de Retórica
en la Universidad de Valencia su patria, tuvo también el
pensamiento de componer una Bibliotheca de Traductores Españoles,
para la qual iba recogiendo materiales; pero en este estado murió
en Madrid año de 1769. Como era tan curioso logró
juntar una copiosa Librería, de donde compró muchos
y selectos libros, y algunos manuscritos el Señor D. Juan
de Santander, Bibliotecario Mayor de S. M. con el zelo e inteligencia
con que procura enriquecer la Real Bibliotheca para la pública
utilidad. Por este medio logré no sólo tener noticia
de este manuscrito, sino disfrutarle. Desde luego advertí
que no sólo se proponía Lorga hablar de los Traductores
de Autores antiguos (de los quales faltan en su Catálogo
muchísimos, y todos los Traductores de la Sagrada Escritura)
sino de la multitud de los que se han dedicado a traducir obras
modernas, cuyo número ocupa la mayor parte de sus Memorias.
Estas por lo común no pasan de unos materiales informes,
que iba juntando para extenderlos, y formalizarlos después.
Expresa sin embargo tal vez el juicio que hizo de algunas versiones,
cotejándolas con los originales; y hay también por
otra parte noticias muy apreciables. Y como no sea justo defraudar
a nadie del fruto de sus trabajos, me valgo de estas Memorias con
la debida expresión del nombre de su Autor» (pp. X-XI).
En la obra de Vicente Ximeno (1691-1764) titulada Escritores
del Reyno de Valencia chronologicamente ordenados desde el año
M.CC.XXXVIII de la Christiana Conquista de la misma Ciudad, hasta
el de M. DCC. XLVIII, tomo II, Valencia, Oficina de Joseph
Estevan Dolz, MDCCXLIX, p. 267, col. 1ª y 2ª, leemos:
JOSEPH JOAQUIN LORGA, Sacerdote, natural de la ciudad de Valencia.
Fue Maestro de Gramática en esta Universidad, Doctor en Sagrados
Cánones, y Beneficiado en la Iglesia Parroquial de Santo
Thomas Apóstol de su misma Patria. Reside oy en Madrid tenido
en concepto que se merece de hombre Erudito, donde está empleado
en el Oficio de Revisor de libros por la Suprema Inquisición
General». Y a continuación se citan sus obras: Compendio
de los principios de la lengua latina con algunas Observaciones
Selectas para saber su propiedad (Valencia, Antonio Balle,
1726); Oratio in Dialecticae laudem, habita in Academia Valentina
à Clarissimo et Egregio adolescente D. Salvatore Sanz de
Vallés (Valencia, Joseph García, 1729); Oratio
de causis corrupta latinitatis et de illius remediis (Valencia,
Antonio Bordazar, 1731); Traducción castellana de las
Fábulas de Fedro, Liberto del Emperador Augusto,
manuscrito en octavo. Como puede
verse, Ximeno no tenía noticia, en 1749, de las famosas anotaciones
manuscritas para una Biblioteca de traductores que Pellicer consultó
y que cita profusamente en su Ensayo. Pellicer utiliza
el trabajo de Lorga para sus entradas sobre Jayme Bartolomé,
Jorge de Bustamante, Fray Luis de Granada, Martín Laso de
Oropesa y Pedro Simón Abril.
(17)
No, desde luego, como pretende
Marcelino Menéndez Pelayo (op.cit., III, p. 99),
«prevenido por la muerte hubo de dejar muy a los comienzos
su Ensayo de Biblioteca», pues Pellicer vivió
dieciocho años más tras la impresión del Ensayo
y acometió otras obras de envergadura como las citadas supra.
En carta de 1903 que envía Antonio Rubió y Lluch a
Menéndez Pelayo, se lee lo siguiente: «En la Revista
de Archivos y Bibliotecas sigo también con mucho interés
tu Bibliografia hispanolatino-clásica, que es materia que
tengo más que olvidada y menos conocida que la anterior,
á pesar de que fue la primera en que me iniciaste hace más
de treinta años. Como abrazas también las traducciones
e imitaciones clásicas catalanas renuevo y acreciento los
apuntes que sobre ellas empecé a reunir desde aquella fecha,
estimulado por tu ejemplo, al anotar y ampliar la obra de Pellicer
y Saforcada». Treinta años antes, tal y como recuerda
Rubió, Menéndez Pelayo le había enviado una
epístola, datada el 8 de enero de 1874, en la que le decía:
«Al mismo tiempo he continuado mis trabajos bibliográficos
y estos días he extendido los artículos de Pedro Mexía
y del Maestro Fernán Pérez de Oliva, que han de formar
parte de mi "Ensayo de una biblioteca de traductores españoles
con adiciones y enmiendas á la de D. Juan Antonio Pellicer
y Saforcada" obra que tengo muy adelantada y para la cual he
recogido muchos datos. Como puedes suponer, estos son trabajos de
mera curiosidad y sin más méritos que el de la paciencia,
que, á Dios gracias, no me falta».
(18)
«Prólogo»,
sin foliar, pero p. VII.
(19)
Vid. las páginas que dediqué a Pellicer
en mi Aproximación a una Historia de la Traducción
en España, Madrid, Cátedra, 2000, pp. 340-344.
(20)
Ibidem, p. 341.
(21)
«Sólo es una
muestra, como lo significa el título, de otra obra más
difusa y más completa que está ya muy adelantada,
y que con el tiempo saldrá también a la luz. Por ella
constará (y aun por este Ensayo se descubren algunas vislumbres)
la antigüedad y abundancia de estas traducciones que arguyen
el gusto y laboriosidad de nuestros Españoles, y la diligencia
con que aprovechaban a su nación y enriquecían su
lengua» (op. cit., pp. VII-VIII).
(22)
Sin foliar, pero p. X.
(23)
De hecho, Menéndez
Pelayo registrará, también, a los traductores hispanoamericanos,
cosa que ya había hecho Pellicer al incluir a Diego Mexía,
nacido Sevilla pero que vivió en Lima, autor del Parnaso
Antártico (1608) y a otros que desempeñaron cargos
en América como fray Juan de Estrada de la Magdalena o Mateo
Ibáñez de Segovia y Orellana.
(24)
Op. cit., pp. VI-VII.
(25)
Es el caso, por ejemplo,
de la traducción que de la Historia de las Guerras Civiles
de los Romanos firma Jaime Bartolomé en 1592, en realidad
copia de la de Diego Salazar (vid. pp. 92-93).
(26)
Op. cit., p. VI.
(27)
Para Víctor Zmegac,
en «La eclosión del historicismo en la filosofía
de la historia, la estética y la literatura», «fue
el siglo de la Ilustración el que empezó a ver la
historia como un problema y a establecer los supuestos teóricos
de los que partiría la multitud de estudios históricos
del siglo XIX», en Akal. Historia de la Literatura. Volumen
cuarto. Ilustración y Romanticismo, 1700-1830, trad.
de Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Akal, 1992, pp. 278-279.
(28)
La España ilustrada de la segunda mitad del siglo
XVIII, trad. de Antonio Alatorre, Madrid, FCE, 1979, p. 181.
(29)
Vid. José Cebrián, «Juan Antonio
Pellicer y la historia literaria», en Nicolás Antonio
y la Ilustración española, Kassel, Reichenberger,
1997, pp. 193-205.
(30)
Para algunos, la primera obra que
se ajusta a esta definición es la de Juan Andrés (1740-1817)
titulada Origen, progresos y estado actual de toda la literatura,
y que se publicó en 10 tomos entre 1784 y 1806 (existe una
reedición, en 6 volúmenes, edición de Jesús
García Gabaldón, Santiago Navarro Pastor y Carmen
Valcárcel Rivera; dirigida por Pedro Aullón de Haro,
en Madrid, Verbum, 1997-2002).