2009

LOS COMIENZOS DE LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN EN ESPAÑA: JUAN ANTONIO PELLICER Y SAFORCADA, ENTRE EL HUMANISMO ÁUREO Y EL HUMANISMO MODERNO
José Francisco Ruiz Casanova

Departament de Traducció i Filologia
Universitat Pompeu Fabra

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Este trabajo se leyó en el Seminario Internacional Traducción y Humanismo, organizado por la Fundación Duques de Soria (julio 2009).

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El Humanismo es un estado de conciencia. La atención humana de una necesidad primordial —el saber— reúne sobre las culturas los elementos para su configuración, la trascendencia de su historia y la necesidad de la perpetuación. Y ese sueño, humanístico, humano en fin, se traduce en la convicción de que todo aquello que explica al individuo debe tener un espacio para ser narrado y un lugar en el que ser archivado.

Como escribiera el poeta ruso Alexandr Blok en 1919, «un movimiento cuyo punto de partida y meta lo constituía la personalidad humana, pudo crecer y progresar mientras el individuo era la fuerza impulsora más importante de la cultura europea».(1) Tan sólo debemos remitirnos, hoy mismo, y en caso de creer en la literalidad de la idea, al sintagma que últimamente determina nuestra labor como docentes y propone un paradigma que es, a su vez, un renacimiento de la utopía: el «Espacio Docente Europeo».

Borradas las fronteras, asumidas las diferencias, asimiladas las contradicciones, y acallados los límites, cualquier proyecto cultural parece adquirir una nueva dimensión geográfica que, en virtud del nuevo marco de acogida, remite a la vieja idea de la libre circulación del Saber. Algo que es, a su vez, tan nuevo y tan viejo: tan viejo como la historia cultural de Occidente o, si se quiere, de la dimensión de ese nuevo país llamado Europa.

El Humanismo, ese humano regreso a lo humano, es, como sabemos, una invención humana y moderna. Mas, aun así, la necesidad de explicarnos, en la Historia, y la necesidad de que la Historia nos explique han trabajado solidariamente durante siglos en pos de ese relato que debe cumplir con la función primera que cumple una herencia: la preservación y la continuidad. Según Nicholas Mann, tres son las características que definen el desarrollo del Humanismo: «sed de textos clásicos, preocupación filológica por enmendarlos y determinar su sentido, y anhelo de imitarlos».(2)

De todos es conocida esa pulsión de atesorar (los Thesauros textuales, los florilegios, las antologías, las bibliotecas), ese deseo humano de reunir, de compilar, la fuerza impresa en el designio humano de leer, de escuchar todo aquello que el pasado nos relataba, todo aquello que constituye el relato, en fin, de quienes somos. Y de ahí, por ejemplo, que, según recordaba Jacob Burckhardt:

Los más conocidos poetas, historiadores, oradores y epistológrafos latinos, junto con cierto número de traducciones latinas de determinados escritos de Aristóteles, de Plutarco y algunos griegos más, constituían esencialmente el acervo que tantos entusiastas despertara en la generación de Boccaccio y Petrarca. Este último poseía y veneraba, como es sabido, un Homero en griego, que no podía leer; la primera traducción latina de la Ilíada y la Odisea la hizo Boccaccio, como pudo, con la ayuda de un griego de Calabria. Hasta el siglo XV no se inicia la gran serie de descubrimientos y la organización sistemática de las bibliotecas por medio de copias y una febril actividad en las traducciones del griego.(3)

De la raíz amarga que supuso la conciencia de la pérdida nació, sin duda, el motor cultural de la Europa moderna, el Humanismo.

Las tareas de la recuperación, del cotejo, de la lectura, de la restauración, de la crítica, y de la anotación textual son algunos de los recursos puestos al servicio de la Historia. La Filología, en éste como en otros casos, tendrá un amplio ámbito de aplicación, al asumir la función cultural de hacer relato del relato. Y, así, al igual que en otras épocas posteriores, la arqueología irá recordándonos nuestros orígenes, o salvando de la desaparición aquello que fuimos y encerrándolo, en ocasiones, en los museos —esos espejos funerarios de la identidad cultural—, los estudios filológicos adquirieron la relevancia institucional de ser, de algún modo, los guardianes de nuestra historia escrita.

La idea del «uomo universale» no se vincula tanto como concepto de erudición asentada en la necesidad del conocimiento individual, que también, como en el hecho de que aquello que el texto dice debe ser explicado, transmitido, glosado y fijado:

El humanista se ve obligado a desplegar una actividad de máximo carácter universal, desde el momento que sus conocimientos no le servían sólo, como hoy ocurre, para el estudio objetivo de los tiempos clásicos, sino que presuponían una aplicación cotidiana a la vida real. (4)

El Humanismo vino a decirnos, en definitiva, que la memoria debe auparse sobre los hombres, que la memoria es el único recurso que nos consuela de la finitud. El Humanismo arraiga a partir de la creencia de que la forma de vencer al tiempo reside en la detención de los hechos sucedidos, en la escritura, en la glosa y en la enseñanza de los textos.

Los textos perviven, perviven a través de otros textos, en una cadena de correlatos que sostiene la identidad, la individual y la colectiva. Las lectiones de nuestros antepasados generan las de nuestros contemporáneos, y las nuestras generarán —eso creyeron los humanistas y eso creemos nosotros, aún, hoy día— las lecciones de nuestros herederos. La base del Humanismo, la preservación, se alimenta del recurso de la anáfora, de la relectura, del recuerdo. Y ésta es, sin duda, la columna vertebral de la universalidad del Humanismo como movimiento cultural: aun objetivándolo como movimiento cultural, y aun circunscribiéndolo a determinadas épocas, el Humanismo se alza como la vertiente más arraigada del ser humano en cuanto que ser cultural.

Digamos —como creyera Sir Steven Runciman en su ensayo La caída de Constantinopla, 1453(5) que, de algún modo, el Humanismo triunfa en los espacios académicos a partir de las migraciones de los autores y eruditos griegos del siglo XV. Sabemos que establecer los límites cronológicos del Humanismo, y máxime su punto de partida, es asunto controvertido y diferenciado, según el país, la cultura o la tradición filológica de que se trate. Pero, aun así, todos estaremos de acuerdo en que el movimiento de reconstrucción genealógica de la cultura clásica como explicación del presente (el Humanismo) ofrece, al menos, desde el siglo XIII hasta la actualidad dos vertientes bien diferenciadas: por una parte, el Humanismo clásico, el de la referencialidad del pasado grecolatino, con sus discursos sobre la lengua vulgar y la lengua culta; por otra, el de una actitud filológica propia del Enciclopedismo que nos conducirá, de forma obligada, a los estudios positivistas del siglo XIX.

Una de las principales aportaciones del Humanismo fue, no cabe duda, la Filología. El mismo Lorenzo Valla «criticó que el Medievo cristiano no tuviera una visión filológica de la Antigüedad».(6) El mundo como texto, ése fue el descubrimiento de la cultura humanística. Y, a partir de la aventura textual de indagación, el hombre alzó un relato que debe preservarse: el relato de la aventura literaria, de la interpretación. Los propios humanistas —nos lo recuerda Francisco Rico— gustaban de enunciar los catálogos de los gramáticos medievales como «canon nefasto y reverso de la cultura del Renacimiento»,(7) palabras éstas que recuerdan aquellas otras escritas por Marcel Bataillon en su ensayo clásico Erasmo y el erasmismo:

Comprendamos que los humanistas, entusiasmados con su aprendizaje del latín clásico como medio de expresión más rico que los idiomas vulgares, y luego con sus flamantes estudios de hebreo y griego, lenguas de la Sagrada Escritura, no tardaron en sentirse partícipes de una cultura nueva, y cultivar un sentimiento de superioridad frente a la rancia rutina escolástica encastillada en las cátedras universitarias de filosofía y teología. (8)

En el caso de la historia de la literatura española, y de la historia de la traducción en España, no hay que olvidar un primer catálogo inspirado por el celo humanista de un nuevo canon clásico, tanto en su dimensión estética como historiográfica: me refiero al famoso «Prohemio e Carta que el Marqués de Santillana envió al Condestable de Portugal con las obras suyas» (c. 1449), donde el erudito, poeta y bibliógrafo noble castellano recorre y establece su propio canon: Milesio, Homero, Dante, Petrarca, Boccaccio, y demás poetas italianos, provenzales, franceses, catalanes, valencianos y aragoneses, así como «poetas castellanos viejos» y «poetas castellanos nuevos».(9)

Como vemos, inserta en la vocación moderna del Humanismo está no sólo la composición de obras, la lectura de los textos clásicos, su estudio y su traducción, sino también, desde los comienzos, la necesidad de crear una historiografía literaria que, en su totalidad, ayude a comprender y justificar la titánica empresa que supuso la creación de un estado de conciencia cultural.


2

Juan Antonio Pellicer y Saforcada (1738-1806) estudió lenguas clásicas en la Universidad de Madrid y Leyes y Cánones en la de Alcalá. Desde 1762 desempeñó el cargo de bibliotecario en la Biblioteca de Palacio y más tarde en la Biblioteca de la Real Academia de Historia. Como autor, destaca por su edición anotada del Quijote (1797) y su Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1800).(10) Además, había participado en las Adiciones a la Bibliotheca Hispana Nova (1783-1788), ensayo de complemento de la obra de Nicolás Antonio, que se había erigido entre 1667 y 1696. Pero quizá la obra por la que deba ser más reconocido, aunque pasados más de dos siglos no haya sido así, salvo excepciones, sea por el Ensayo de una Bibliotheca de traductores españoles (1778).(11)

Pellicer anduvo, sin duda, limitado por los volúmenes de la Biblioteca de Palacio, aunque no fue mal límite éste para alguien que se propuso una obra de carácter enciclopédico como fue su Biblioteca de traductores. Se trata, pues, desde una perspectiva historiográfica y filológica, del primer canon impreso de la Historia de la traducción en España, aun cuando en la portada se dijera que el libro se limitaba a «Autores que han florecido antes de la invención de la imprenta», cuestión esta a todas luces incierta. Pellicer reunió treinta y seis artículos sobre otros tantos traductores más uno final sobre versiones anónimas (tres artículos tratan de traductores del siglo XV,(12) diecinueve del siglo XVI,(13) doce del siglo XVII (14) y dos del siglo XVIII).(15) Más que un canon, la Bibliotheca es una muestra, quizá determinada por el alcance de las pesquisas de Pellicer, las anotaciones —nunca editadas y nunca referenciadas ni conocidas— del catedrático valenciano de Retórica José Joaquín de Lorga (muerto en 1769) (16) o por otros imponderables que se desconocen hasta la fecha,(17) pues Pellicer prometía otra obra «más difusa y más completa que está ya muy adelantada».(18) Y, como ya dije en otra ocasión,(19) «no deja de extrañar que Pellicer no incluyese, por ejemplo, a traductores como Boscán, Vives, fray Luis de León, Gonzalo Pérez, Arias Montano, el Brocense, Mariner, Jáuregui, Quevedo o Coloma, por citar algunos de los más destacados».(20) El hecho de que ninguno de ellos tenga entrada en este libro podría hacer verosímil la promesa de Pellicer de otra obra más extensa,(21) aunque también puede ser tomado como un dato más del método de trabajo de este autor, que prefirió rescatar primero a algunos autores menores (y entre ellos, como él mismo dice, algunos «autores heterodoxos», traductores de las Sagradas Escrituras, que «prevaricaron en la fe») (22) y dejar para después a los que, por ser más conocidos o de más amplia y enjundiosa obra, requerían mayores esfuerzos bibliográficos.

Pero más allá de estos asuntos, de enzarzarnos en discutir la selección de nombres que facilita Pellicer como un canon inverso, o de buscar justificaciones de cualquier índole, el trabajo del erudito zaragozano tiene el valor historiográfico, y filológico, de ser, en nuestra lengua, la obra pionera, el punto de arranque del que partirá, un siglo después, Marcelino Menéndez Pelayo para ir atesorando pacientemente y a lo largo de no menos de tres décadas la reunión de 300 traductores que constituye su Biblioteca de traductores españoles. Desde entonces hasta hoy día, en que se anuncian algunos diccionarios de traductores, de autoría colectiva y en soporte tradicional o electrónico, nadie ha vuelto, en la cultura española, a diseñar un panorama de la Historia de la Traducción a través del estudio, compilación, reseña y comentario de traductores y obras traducidas, y que es —como ya bien sabemos— una parte imprescindible del relato de la historia de la literatura de nuestra lengua.(23)

En las páginas del «Prólogo», Pellicer habla de su Ensayo y del método seguido:

Paso a declarar el método que observo en este Ensayo. He procurado recoger con el posible cuidado las noticias de las vidas de los Traductores, afianzándolas con autoridades, y refiriéndolas sencillamente, sin dar lugar a digresiones que desvían y divierten la atención y curiosidad del Lector. He copiado fielmente los títulos de las obras traducidas, y como por lo común no se encuentran con facilidad, advierto dónde se hallan [...] Si refiero ediciones que no haya tenido a mano, cito el Autor que sale por fiador de ellas. Procuro no omitir las noticias literarias que conducen para el mayor conocimiento de el libro, y de los intentos de los Autores, informando de las primeras y más estimables impresiones, y de las novedades que en las posteriores suelen hacerse. Dase finalmente por lo general noticia de las traducciones Italianas y Francesas, de cuyo cotejo resulta unas veces la preferencia de las nuestras, y otras su menor estimación.(24)

Pellicer aporta todo tipo de argumentos y datos a su alcance al tratar cada traducción y cada autor presentados. A la descripción bibliográfica de la obra y al esbozo biográfico del traductor siguen, en muchas ocasiones, el estudio del modo de la traducción, juicios acerca de la corrección idiomática del texto resultante, opiniones y comentarios críticos, así como también apreciaciones acerca de, por ejemplo, la acomodación del verso de llegada en las traducciones poéticas, su desprecio hacia aquellas versiones realizadas no a partir del texto y lengua originales sino desde una traducción intermedia previa y señala, por último, también, casos de flagrante plagio.(25) Es nuestro autor uno de los primeros estudiosos, si no el primero, que advierte la importancia que prólogos y preliminares, tomados como materia teórica, tienen para quien quiera entender o explicarse la historia de la traducción como un parte, fundamental, de la historia de la propia literatura.

Su obra complementa, como se ha dicho, la Biblioteca Nova de Nicolás Antonio, abre la perspectiva de los estudios de historiografía literaria al ámbito de las lenguas clásicas y modernas y al entendimiento de las labores de traslado, glosa, comentario y edición como fundamentos de una actividad cultural (la que define al Humanismo) y que, ahora, por primera vez, debe ser asumida como parte de la herencia cultural de una lengua.


3

Si tenemos en cuenta que las traducciones peninsulares de los siglos XV, XVI y XVII (esto es, las de una época a la que con amplitud podemos nombrar bajo el título de Humanismo) representan, como el propio Pellicer dejó escrito, un enriquecimiento de nuestra lengua literaria,(26) el Ensayo de una Bibliotheca de Traductores españoles, aun en su cortedad de páginas y autores estudiados, es prueba fehaciente de un nuevo tiempo de los studia humanitatis. No se trata, ahora, de la exaltación de los autores clásicos, o de la imitación de sus obras, sino de la construcción de un relato histórico que ayude a entender el proceso cultural del Humanismo.

Si el Humanismo clásico se había basado en el estudio, la edición y la imitación de las obras de autores griegos y latinos, principalmente; el nuevo Humanismo dieciochesco, de inspiración ilustrada y enciclopedista, funda los comienzos de la historiografía como disciplina que fija el proceso cultural y como signo de una conciencia: la conciencia sobre la importancia que la vuelta a los estudios clásicos tuvo para la cultura europea.(27)

Según Jean Sarrailh, «en los reformadores del siglo XVI y en los del siglo XVIII se observa el mismo ardor por el estudio, el mismo entusiasmo por la difusión de los conocimientos útiles, el mismo afán del bien público».(28) Y añadimos a esto: el mismo entusiasmo por la difusión pero diferente afán por la compilación histórica. Si el Humanismo áureo fue la etapa de alumbramiento y reunión de la cultura clásica, el humanismo dieciochesco fue época de organización, sistematización, cronología e historiografía de la misma.

Los eruditos ilustrados —y entre ellos, claro está, Pellicer— muestran tanta pasión por los frutos y las recuperaciones de las culturas clásica y moderna como por la catalogación de las mismas: para ellos, el Humanismo áureo era, ya, una etapa histórica que merecía ser estudiada y presentada como relato histórico.(29) Y de sus bibliothecas, catálogos razonados, historias, ensayos y demás obras de divulgación nacerán la historiografía y la crítica literarias modernas.(30)

Al comienzo de estas páginas dije que «el Humanismo es un estado de conciencia»; consecuentemente, pues, no cabe duda de que el Humanismo moderno –el de los ilustrados– es el registro de dicha conciencia.


NOTAS

(1) «El ocaso del Humanismo», en Un pedante sobre un poeta y otros textos, trad. de Michael Faber-Kaiser, Barcelona, Barral editores, 1972, p. 84.
(2) «Orígenes del Humanismo», en Jill Kraye (ed.), Introducción al humanismo renacentista, trad. de Lluís Cabré, Madrid, Cambridge University Press, 1998, p. 26.
(3) La cultura del Renacimiento en Italia, trad. de Jaime Ardal, Barcelona, Editorial Iberia, 1979, p. 141.
(4) J. Burckhardt, op. cit., p. 105.
(5) Existe traducción reciente publicada en Madrid, Reino de Redonda, 2006. La edición inglesa era de 1965.
(6) Christoph Hubig, «Humanismo. El descubrimiento del yo individual y la reforma educativa», en Akal. Historia de la Literatura. Volumen tercero. Renacimiento y Barroco, 1400-1700, trad. de Julián Aguirre Muñoz, Madrid, Akal, 1991, p. 56.
(7) F. Rico, Nebrija contra los bárbaros, Salamanca, Publicaciones de la Universidad de Salamanca, 1978, p. 7.
(8) M. Bataillon, Erasmo y el erasmismo, trad. de Carlos Pujol, Barcelona, Crítica, 1978, p. 162.
(9) Existen muchísimas ediciones de este texto. Para este trabajo sigo: Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, Obras completas, Ángel Gómez Moreno y Maximilian P. A. M. Kerkhof (eds.), Barcelona, Planeta, 1988, pp. 437-454.
(10) Daniel Eisenberg ha publicado una amena y muy elocuente correspondencia de John Bowle, colección de epístolas en la que éste se pone en contacto en varias ocasiones tanto con Pellicer (ya que tiene noticia por el zaragozano de la inminente salida de prensas del Ensayo, que contiene las noticias biográficas de Cervantes) como con el editor de aquél, Sancha. Bowle afirma en una carta datada en octubre de 1784 y dirigida a su editor que «his “Analysis del Quixote” is a master-piece of criticism; and may entitle him to the name of the Addison of Spain, as he has done that for Cervantes which the former did for Milton», apreciación ésta que ya le había comunicado al propio Pellicer en carta de agosto de ese mismo año: «En quanto al Análisis del Quixote se puede decir, que es la mas fina Crítica, que ha parecido desde el tiempo de nuestro Addison; y que es en su modo superior á qualquiera de Francia» (Cf. D. Eisenberg, «Correspondance of John Bowle», Bulletin of the Cervantes Society of America, 23.2 (2003), pp. 119-140.
(11) Su título completo es: Ensayo de una Bibliotheca de traductores españoles, donde se da noticia de las traducciones que hay en castellano de la Sagrada Escritura, Santos Padres, Filósofos, Historiadores, Médicos, Oradores, Poetas, así griegos como latinos; y de otros autores que han florecido antes de la invención de la imprenta. Preceden varias noticias para las vidas de otros escritores españoles, Madrid, Antonio de Sancha, MDCCLXXVIII. La «noticia para las vidas» a las que se refiere Pellicer es, ciertamente, otro volumen que se edita conjuntamente con el Ensayo (175 páginas) y que ocupa 206 páginas. De este libro, doble en realidad, existe edición facsímil, al cuidado de Miguel Ángel Lama, impresa por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura en 2002. En edición digital, puede consultarse a través de Google Books y, asimismo, en: http://www.traduccionliteraria.org/biblib/misc/MS1018.htm, entre otras páginas en las que se encuentra digitalizado el volumen.
(12) Son Alonso de Palencia, Enrique de Villena y Hugo de Urriés.
(13) Fray Alberto Aguayo, Antonio Pérez Sigler, Casiodoro de Reina, Cristóbal de las Casas, Cipriano de Valera, Diego López de Cortegana, Diego López de Toledo, Diego de Mejía, Felipe Mey, Francisco de Encinas, Jaime Bartolomé, Jorge Bustamante, Juan Martín Cordero, fray Juan de la Cruz, fray Juan Estrada de la Magdalena, Juan Pérez, fray Luis de Granada, Martín Laso de Oropesa y Pedro Simón Abril.
(14) Fray Antonio Arés, fray Antonio Jesús y María, Baltasar Álamos Barrientos, fray Baltasar de Santa Cruz, Jerónimo Gómez de Huerta, José Antonio González de Salas, José Pellicer de Ossau Salas y Tovar, José Semah Arias, Luis Carrillo y Sotomayor, Mateo Ibáñez de Segovia, Menasse Ben Israel y Sebastián de Alvarado.
(15) Sebastián de la Encina y el artículo incluido en el prólogo sobre Gabriel de Borbón, benefactor de Pellicer y de su obra.
(16) Sobre Lorga y la utilidad de las Memorias manuscritas de éste escribe Pellicer: «Alguna vez advertirá el Lector que se citan especies tomadas de unas Memorias manuscritas de D. Josef Joaquin de Lorga: y para inteligencia de estas citas es de saber que aquel erudito Sacerdote, Doctor en Sagrados Cánones, y Catedrático de Retórica en la Universidad de Valencia su patria, tuvo también el pensamiento de componer una Bibliotheca de Traductores Españoles, para la qual iba recogiendo materiales; pero en este estado murió en Madrid año de 1769. Como era tan curioso logró juntar una copiosa Librería, de donde compró muchos y selectos libros, y algunos manuscritos el Señor D. Juan de Santander, Bibliotecario Mayor de S. M. con el zelo e inteligencia con que procura enriquecer la Real Bibliotheca para la pública utilidad. Por este medio logré no sólo tener noticia de este manuscrito, sino disfrutarle. Desde luego advertí que no sólo se proponía Lorga hablar de los Traductores de Autores antiguos (de los quales faltan en su Catálogo muchísimos, y todos los Traductores de la Sagrada Escritura) sino de la multitud de los que se han dedicado a traducir obras modernas, cuyo número ocupa la mayor parte de sus Memorias. Estas por lo común no pasan de unos materiales informes, que iba juntando para extenderlos, y formalizarlos después. Expresa sin embargo tal vez el juicio que hizo de algunas versiones, cotejándolas con los originales; y hay también por otra parte noticias muy apreciables. Y como no sea justo defraudar a nadie del fruto de sus trabajos, me valgo de estas Memorias con la debida expresión del nombre de su Autor» (pp. X-XI). En la obra de Vicente Ximeno (1691-1764) titulada Escritores del Reyno de Valencia chronologicamente ordenados desde el año M.CC.XXXVIII de la Christiana Conquista de la misma Ciudad, hasta el de M. DCC. XLVIII, tomo II, Valencia, Oficina de Joseph Estevan Dolz, MDCCXLIX, p. 267, col. 1ª y 2ª, leemos: JOSEPH JOAQUIN LORGA, Sacerdote, natural de la ciudad de Valencia. Fue Maestro de Gramática en esta Universidad, Doctor en Sagrados Cánones, y Beneficiado en la Iglesia Parroquial de Santo Thomas Apóstol de su misma Patria. Reside oy en Madrid tenido en concepto que se merece de hombre Erudito, donde está empleado en el Oficio de Revisor de libros por la Suprema Inquisición General». Y a continuación se citan sus obras: Compendio de los principios de la lengua latina con algunas Observaciones Selectas para saber su propiedad (Valencia, Antonio Balle, 1726); Oratio in Dialecticae laudem, habita in Academia Valentina à Clarissimo et Egregio adolescente D. Salvatore Sanz de Vallés (Valencia, Joseph García, 1729); Oratio de causis corrupta latinitatis et de illius remediis (Valencia, Antonio Bordazar, 1731); Traducción castellana de las Fábulas de Fedro, Liberto del Emperador Augusto, manuscrito
en octavo. Como puede verse, Ximeno no tenía noticia, en 1749, de las famosas anotaciones manuscritas para una Biblioteca de traductores que Pellicer consultó y que cita profusamente en su Ensayo. Pellicer utiliza el trabajo de Lorga para sus entradas sobre Jayme Bartolomé, Jorge de Bustamante, Fray Luis de Granada, Martín Laso de Oropesa y Pedro Simón Abril.
(17) No, desde luego, como pretende Marcelino Menéndez Pelayo (op.cit., III, p. 99), «prevenido por la muerte hubo de dejar muy a los comienzos su Ensayo de Biblioteca», pues Pellicer vivió dieciocho años más tras la impresión del Ensayo y acometió otras obras de envergadura como las citadas supra. En carta de 1903 que envía Antonio Rubió y Lluch a Menéndez Pelayo, se lee lo siguiente: «En la Revista de Archivos y Bibliotecas sigo también con mucho interés tu Bibliografia hispanolatino-clásica, que es materia que tengo más que olvidada y menos conocida que la anterior, á pesar de que fue la primera en que me iniciaste hace más de treinta años. Como abrazas también las traducciones e imitaciones clásicas catalanas renuevo y acreciento los apuntes que sobre ellas empecé a reunir desde aquella fecha, estimulado por tu ejemplo, al anotar y ampliar la obra de Pellicer y Saforcada». Treinta años antes, tal y como recuerda Rubió, Menéndez Pelayo le había enviado una epístola, datada el 8 de enero de 1874, en la que le decía: «Al mismo tiempo he continuado mis trabajos bibliográficos y estos días he extendido los artículos de Pedro Mexía y del Maestro Fernán Pérez de Oliva, que han de formar parte de mi "Ensayo de una biblioteca de traductores españoles con adiciones y enmiendas á la de D. Juan Antonio Pellicer y Saforcada" obra que tengo muy adelantada y para la cual he recogido muchos datos. Como puedes suponer, estos son trabajos de mera curiosidad y sin más méritos que el de la paciencia, que, á Dios gracias, no me falta».
(18) «Prólogo», sin foliar, pero p. VII.
(19) Vid. las páginas que dediqué a Pellicer en mi Aproximación a una Historia de la Traducción en España, Madrid, Cátedra, 2000, pp. 340-344.
(20) Ibidem, p. 341.
(21) «Sólo es una muestra, como lo significa el título, de otra obra más difusa y más completa que está ya muy adelantada, y que con el tiempo saldrá también a la luz. Por ella constará (y aun por este Ensayo se descubren algunas vislumbres) la antigüedad y abundancia de estas traducciones que arguyen el gusto y laboriosidad de nuestros Españoles, y la diligencia con que aprovechaban a su nación y enriquecían su lengua» (op. cit., pp. VII-VIII).
(22) Sin foliar, pero p. X.
(23) De hecho, Menéndez Pelayo registrará, también, a los traductores hispanoamericanos, cosa que ya había hecho Pellicer al incluir a Diego Mexía, nacido Sevilla pero que vivió en Lima, autor del Parnaso Antártico (1608) y a otros que desempeñaron cargos en América como fray Juan de Estrada de la Magdalena o Mateo Ibáñez de Segovia y Orellana.
(24) Op. cit., pp. VI-VII.
(25) Es el caso, por ejemplo, de la traducción que de la Historia de las Guerras Civiles de los Romanos firma Jaime Bartolomé en 1592, en realidad copia de la de Diego Salazar (vid. pp. 92-93).
(26) Op. cit., p. VI.
(27) Para Víctor Zmegac, en «La eclosión del historicismo en la filosofía de la historia, la estética y la literatura», «fue el siglo de la Ilustración el que empezó a ver la historia como un problema y a establecer los supuestos teóricos de los que partiría la multitud de estudios históricos del siglo XIX», en Akal. Historia de la Literatura. Volumen cuarto. Ilustración y Romanticismo, 1700-1830, trad. de Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Akal, 1992, pp. 278-279.
(28) La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, trad. de Antonio Alatorre, Madrid, FCE, 1979, p. 181.
(29) Vid. José Cebrián, «Juan Antonio Pellicer y la historia literaria», en Nicolás Antonio y la Ilustración española, Kassel, Reichenberger, 1997, pp. 193-205.
(30) Para algunos, la primera obra que se ajusta a esta definición es la de Juan Andrés (1740-1817) titulada Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, y que se publicó en 10 tomos entre 1784 y 1806 (existe una reedición, en 6 volúmenes, edición de Jesús García Gabaldón, Santiago Navarro Pastor y Carmen Valcárcel Rivera; dirigida por Pedro Aullón de Haro, en Madrid, Verbum, 1997-2002).

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