LEOPARDI ANTES DE VALERA Y ALCALÁ GALIANO: NUEVOS DATOS SOBRE SU PRIMERA RECEPCIÓN EN LAS LETRAS HISPANAS
Miquel Edo
Departamento de Traducción e Interpretación
Universitat Autònoma de Barcelona
2024
Recibido: 25 julio 2024
Aceptado: 30 octubre 2024

Introducción

El leopardismo español se hace partir habitualmente del famoso ensayo de Juan Valera Sobre los cantos de Leopardi, publicado en la Revista Española de Ambos Mundos en 1855, mientras que como primera traducción se suele citar, para la poesía, la de Alcalá Galiano —sobrino de Valera— del Canto notturno, aparecida en la Revista Contemporánea en 1877, y para la prosa la del Copernico firmada con las siglas J. O. (Juan O’Neille) en el Museo Balear de 1876 (Arce, 1982: 319; Tejerina, 1999: 86; Muñiz, 2002: 796; Muñiz, 2003: 135; Ladrón de Guevara, 2005: 15-18; Berruezo, 2012: 103-104).(1) De ello se ha inferido siempre un retraso en la recepción de Leopardi con respecto a los demás países europeos, en los que las primeras muestras del fenómeno (e incluso las primeras traducciones) se remontan a la década de 1830. Propósito del presente trabajo es rastrear menciones anteriores a 1855 y traducciones anteriores a 1876-1877 con el objeto de aportar así datos nuevos sobre la primera recepción del autor en el mundo de habla hispana y verificar hasta qué punto es cierto dicho retraso.

El rastreo se realizará en tres frentes: lo que ya han aportado sobre el tema los estudiosos de la recepción de Leopardi; los datos que se recaban de estudiosos no vinculados al leopardismo ni a la italianística; la indagación directa en libros y periódicos de la época.

Metodológicamente, en el tercero de los tres frentes mencionados se busca sobre todo intertextualidad explícita, esto es, pasajes y traducciones en que se nombre a Leopardi, puesto que son los que informan de una recepción indiscutible. Raramente se propondrán posibles citas o influencias veladas. Sí se recogerán y valorarán, en cambio, las que en el primer frente han sugerido los estudiosos. No se juzgarán ni analizarán las traducciones.


Listas y censos; Gioberti y Cantù

Antes de Valera el nombre de Leopardi aparece en listas y censos de vario tipo. Ya en su día Del Greco se refirió al Boletín Bibliográfico Español y Estrangero en sus números de 1841 y 1846 (Del Greco, 1952: 48). En ambos casos el volumen leopardiano es listado dentro de una serie de títulos pertenecientes a una determinada colección. En 1841 la referencia «Leopardi. Poesie scelte.—Un tomo» (Anónimo, 1841) corresponde probablemente a la famosa edición Baudry de ese año, publicada en italiano en París con el título Canti di Giacomo Leopardi e poesie scelte di U. Foscolo, I. Pindemonte, C. Arici e T. Mamiani. En el Boletín forma parte de una decena de títulos de «Autori contemporanei» publicados dentro de la «Biblioteca Poetica Italiana». En 1846 se enumeran quince títulos de la «Biblioteca Nazionale Italiana» del editor florentino Felice Le Monnier, de los cuales cuatro son leopardianos o tienen relación con Leopardi:

40. Le rime di Francesco Petrarca, con l’interpretazione di Giacomo Leopardi. Un tomo.
[...]

43. Opere di Giacomo Leopardi. Edizione accresciuta, ordinata è coretta sec. l’ultimo intendimento dell’auctore da Antonio Ranieri. Dos tomos.
[...]

46. Paralipomeni della batracomiomachia, di Giacomo Leopardi. Un tomo.
[...]

47. Studi filologici di Giacomo Leopardi, raccolti è ordinati per cura di P. Pellegrini è Pietro Giordani. Un tomo. (Anónimo, 1846)

En esta segunda ocasión se dice explícitamente que tales «Libros italianos» se «venden en la Librería Europea de Hidalgo», esto es, en Madrid; circunstancia que quizá deba sobrentenderse también, aunque no se especifique, acerca del listado de 1841. El Boletín, a fin de cuentas, era editado por la propia Librería Europea, y la editorial de Baudry también se llamaba así, Libreria Europea, por lo que algún tipo de vínculo debía de unirlas. Todo parece indicar, pues, como ya señaló Del Greco, que en los años cuarenta era posible comprar un Leopardi por lo menos en una librería de Madrid.

En 1850 el listado en donde se menciona a Leopardi es el de los nuevos libros prohibidos por la Santa Sede mediante decreto del mes de junio de ese año. Reproducido por varios diarios y semanarios de Madrid y otras ciudades españolas, es encabezado por las Operette morali:

La sagrada congregacion del Índice con decreto de 27 de junio de este año ha prohibido la lectura de las obras siguientes: Operette morali del Conte Giacomo Leopardi, Donec emendentur. Decr. 27 junii 1850. (Anónimo, 1850c; pero véanse también 1850a y 1850b)

Sin movernos de Madrid, en 1851 un profesor de italiano escribe un manual de enseñanza de esta lengua para hispanohablantes en cuyo apartado de bibliografía —además de las gramáticas y diccionarios correspondientes— se facilita una sección final de «Otras obras» en donde puede leerse una larguísima lista de «Poeti contemporanei maggiori e minori» entre los que figura el nombre de Leopardi, que es repetido más adelante entre los comentadores de Petrarca (López de Morelle, 1851: 214).

Aunque algo posterior al ensayo de Valera, añadiremos para terminar los voluminosos Anales de Fernando Patxot. En el último volumen de los mismos, Patxot va repasando los principales acontecimientos ocurridos desde 1816 hasta 1856, un capítulo por año, y —dentro de cada año— reserva un párrafo final a una nómina de fallecidos: «La necrología de 18... menciona ...». En 1837 entre la veintena de nombres de cuya defunción se deja constancia leemos: «en 28 del mismo [junio] la [muerte] del poeta napolitano Leopardi» (Ortiz de la Vega, 1856: 607).

Un segundo ámbito de recepción que también podríamos calificar de indirecto o de baja intensidad radica en las traducciones de obras de autores italianos que hablan de Leopardi. En la búsqueda topamos aquí con dos escritores que a mediados del siglo XIX gozaban de una fama internacional muy superior a la que ostentan hoy en día: Cesare Cantù y Vincenzo Gioberti. De Gioberti es traducido en Cuba en 1846 el capítulo IV («Del sublime considerato nelle sue attinenze col Bello») de su Saggio sul bello (1841, 18452), capítulo que contiene dos menciones a Leopardi, las dos dentro de uno de los párrafos relativos al sublime negativo: en la primera se dice che «Leopardi en sus poesías y en su prosa» (San Millán, 1846: 113) ilustra dicho sublime;(2) en la segunda, dentro de la serie de ejemplos que lo ilustran, es recordado «Adamastor del de las Lusiadas, (Camoens), imitado felizmente por Leopardi en unos de sus diálogos» (San Millán, 1846: 113). En cuanto a Cantù, su Storia di cento anni (1750-1850), que sale en Italia en 1851, es traducida muy pronto y por partida doble, por Nemesio Fernández Cuesta entre 1851 y 1853 para Ramón Rodríguez de Rivera y por Salvador Costanzo en 1852 para Francisco de Paula Mellado, ambos editores de Madrid. Cantù dedica a Leopardi una breve nota en el capítulo «Letteratura.—Il Romanticismo», donde reproduce dos fragmentos de epistolario y unos pocos versos de La ginestra, y más adelante agrega otra nota en donde cita una observación de Gioberti sobre I Paralipomeni (Cantù, 1851: II, 490n-491n; III, 499n). Fernández Cuesta recoge ambas notas (Fernández Cuesta, 1851-1853: II, 576n; IV: 295n), que después quedarán también integradas —como habían quedado integradas por el propio Cantù en 1853— en la más famosa Historia universal, publicada por otro editor madrileño (Gaspar y Roig) pero traducida también por Fernández Cuesta (1857 y 18662: 727n, 683n). Por su parte, Costanzo en 1852 solo traduce la primera de las dos notas (Costanzo, 1852: 570n), ya que de los últimos capítulos de la obra, donde se halla la segunda, se limita a esbozar una versión reducida. En la segunda edición, en cambio, los traducirá por entero, de modo que entonces sí se leerán ambas notas (1858: 118n, 605n).

En la nota sobre los Paralipomeni Cantù hace una valoración ambigua de Leopardi: está hablando de los primeros compases del Risorgimento, a propósito de los cuales no queda del todo claro si le reprocha que se alinee con los «molti Geremia, i quali, per amor dell’Italia, all’Italia insultavano, dichiarandola inetta al meglio» (Cantù, 1851: III, 499) (3) o bien le da la razón en su sátira de aquellas primeras iniciativas, dado que también él lamenta la torpeza y las discordias internas con las que fueron llevadas a cabo. Pero en la primera nota, la de carácter general, no se da ambigüedad alguna: las citas escogidas pretenden corroborar la tesis inicial de la nota, según la cual «Leopardi è tipo della lugubre filosofia», filosofía que arriba en el cuerpo de la página —acerca de autores como Alfieri y Foscolo— ha sido definida como «quella desolante filosofia che ci avvilisce sotto pretesto d’analizzarci, e che esprime il rantolo d’una società spirante, non i potenti aneliti della rinascente» (Cantù, 1851: II, 490). En cambio, Gioberti se muestra más comedido y contemporizador: el sublime negativo es —sí— «quell’orrore che nasce dall’ateismo», pero «ritratto in certo modo, può riuscir poetico (e di salutare o pestifero effetto nei leggenti, secondo l’intenzione e l’arte de lo scrittore)» (Gioberti, 1845: 114); lo que justifica argumentando que «quel non so che di poetico, che talvolta è occasionato dall’ateismo, rampolla dall’idea di Dio presente allo spirito dell’empio in quello stante medesimo che egli nega la Divinità» (Gioberti, 1845: 115). En ambos casos se exponen, pues, posicionamientos contrarios al ateísmo leopardiano procedentes de autores católicos. De hecho, no son sino los dos principales posicionamientos que se dieron en Italia entre tales autores: el de quien condenó sin paliativos y el de quien recurrió a los paliativos al verse obligado a constatar una altura poética incontestable.

Quizá no deba exagerarse la incidencia que pudieran tener comentarios tan breves, marginales dentro de las obras en las que se hallaban, pero valdrá la pena recordar que el de Cantù se reeditó varias veces, y que su Historia universal gozó de una amplia y duradera circulación.


Valera, Alcalá Galiano y sus círculos

Pasando a una recepción más directa o de mayor entidad, empezaremos por preguntarnos en qué medida los propios Valera y Alcalá Galiano y sus parientes, allegados y conocidos permiten retrodatar el leopardismo español respecto al ensayo de 1855 y la traducción de 1877. En lo que se refiere a José Alcalá Galiano, como es notorio, corría por los círculos literarios madrileños, alentada por él mismo (1870: 74-75; 1877: 113n), la noticia de la inminente publicación de una traducción suya de los Cantos que nunca llegó a ver la luz. A consecuencia de ello, durante un tiempo, antes de que llegaran o se abrieran camino las aportaciones más cuantiosas de Oyuela y después de Gómez Restrepo, fue considerado el traductor español de Leopardi. Se suelen citar las referencias a dicha traducción «íntegra» efectuadas por Juan Luis Estelrich y Menéndez Pelayo en los años ochenta. Según testimonio del propio traductor, habría sido realizada en su época de estudiante, lo que nos llevaría a los años sesenta (Del Greco, 1952: 180-182). No hemos dado con ninguna prueba de esa década. El primer dato es el que proporciona también Alcalá Galiano en su ensayo leopardiano de 1870. Ahora bien, entre 1875 y 1878 se van leyendo en La Correspondencia de España, El Tiempo, Revista Contemporánea, noticias y comentarios acerca de la próxima aparición del libro o acerca de lecturas que hace él mismo de algunas muestras de tales traducciones en el Ateneo, en la Institución Libre de Enseñanza o en el Casino de la Prensa. Dichas veladas —dicho sea de paso— ilustran muy bien las estrechas relaciones que unían a los intelectuales que nos ocupan. En una ocasión quien lee la traducción no es Alcalá Galiano, sino su tío, Juan Valera, y participa también, leyendo a otro autor, Manuel Cañete, en quien nos detendremos más adelante (Montoro, 1875; véase también Silvi, 2018: 219). Cuando se da un título, es siempre El canto del pastor, excepto en una ocasión —a finales de 1878— en que se dice que también fue recitada la oda Á Italia, traducción que uno de los periódicos (El Pueblo Español) consigue publicar (Alcalá Galiano, 1878). Hasta ahora se creía que del volumen perdido de Alcalá Galiano solo se habían conservado las tres composiciones recogidas en la antología de Estelrich: Il pensiero dominante, Canto notturno, La ginestra (Estelrich, 1889: 488-493, 498-502, 505-516). Que haya aparecido una cuarta invita —independientemente de si creemos que lo del volumen completo era un bluf o un proyecto que se quedó en ciernes— a seguir buscando, habida cuenta de que estamos hablando de un autor cuya producción nadie ha recopilado (Tejerina, 1999: 85, 87). Y lo mismo cabe decir del leopardismo de su obra de creación. Se ha indicado el poema Átomos y mundos, de 1877 (Muñiz, 1998: 103; Muñiz, 2000: 275), al que podemos sumar, entre otros posibles, La nada, fechado en Madrid en 1869 (Alcalá Galiano, 1871), y, sobre todo, El Vesubio, fechado en «Nápoles, 1877» y encabezado —a modo de lema— por los versos 119-120 de Il risorgimento (Alcalá Galiano, 1880).

Si pasamos a Juan Valera, aunque no se dispone de un inventario completo de las referencias a Leopardi localizables en el corpus del escritor cordobés, se ha escrito mucho sobre su leopardismo; trabajos de los que se entresacan dos menciones anteriores al ensayo de 1955: una en 1853 en la correspondencia (González Martín, 1999: 238-239) y otra en 1854 en otro artículo publicado en Revista Española de Ambos Mundos (Muñiz, 1998: 93). Al margen de la intertextualidad explícita, se suele dar por sentada la influencia leopardiana en A Lucía, poema fechado al pie en «Nápoles, 1848». El primero en establecer la conexión fue probablemente Menéndez Pelayo (Silvi, 2016: 134), que a veces tenía manga demasiado ancha para estas cuestiones. Sea como sea, todos los estudiosos de recepción le han secundado en la propuesta (Estelrich, 1889: 520-524; Meregalli, 1948: 13-19; Del Greco, 1952: 209; Arce, 1982: 319; Muñiz, 1998: 105; Muñiz, 2000: 274; Muñiz, 2002: 771; Ladrón de Guevara, 2005: 167-171; Silvi, 2016: 9-19; Silvi, 2018: 127-138).

Juan Valera

Algunos de estos estudios sugieren leopardismo también en otros poemas de Valera de la década de los cuarenta, y casi todos relacionan su entrada de contacto con la poesía leopardiana con los años en que estuvo destinado en Nápoles como agregado en la embajada española, entre 1847 y 1849.(4) El embajador —y quien le consiguió el puesto— era el duque de Rivas, el cual estuvo allí entre 1844 y 1850 (Boussagol, 1926: 470-475; Rubio Cremades, 1995) y dejó también una serie de poemas fechados en aquel período en la ciudad partenopea. Se han hecho múltiples hipótesis de leopardismo velado en textos de los años treinta y cuarenta de autores que van desde Miguel Cané (Marani, 1992: 53n) hasta Ventura de la Vega (García Velloso, 1914: 360; Sánchez, 1950: 255), desde Espronceda o Manuel de Cabanyes (ya comentados por Del Greco, 1952: 209, Arce, 1982: 316-317 y González Martín, 1999: 239-240) hasta Nicomedes Pastor Díaz (Silvi, 2018: 153-158, 226-227) u otros poetas de menor renombre (Silvi, 2018: 208-211). Muchas de estas hipótesis son, en realidad, poco defendibles. Más da que pensar, en cambio, el caso de Ángel de Saavedra. En primer lugar, las conexiones que se han propuesto entre poemas concretos suyos y de Leopardi resultan verosímiles (Boussagol, 1926: 322-324; Cañete, 1854: XXII; González Martín, 1999: 239-240). De hecho, los poemas firmados en Nápoles suponen un auténtico golpe de timón en la evolución de la poesía del duque. En segundo lugar, que coincidiera con Valera en Nápoles hace difícil creer que uno quedara cautivado por Leopardi sin comunicárselo al otro. Y, en tercer lugar, han entroncado al duque de Rivas napolitano con el escritor recanatés no solo varios italianistas modernos (Crespo, 1986: 123), sino también personas que le habían conocido personalmente (Cañete, 1854: XXII). Como argumento en contra, no parece que Ángel de Saavedra dejara ninguna mención escrita a Leopardi. También falta, como en la A Lucía de Valera, un verso o sintagma indiscutible.

Tres observaciones ulteriores cabría hacer con relación a los círculos diplomáticos. En primer lugar, Del Greco se refirió a Martínez de la Rosa, embajador en Roma hacia los mismos años en que el duque de Rivas y Valera vivían en Nápoles (Del Greco, 1952: 46). Sabemos que Martínez de la Rosa les visitó, y un sobrino suyo fue, como Valera, protegido del duque en su legación (Rubio Cremades, 1995: 169; Martín Puente, 2023: 153). Pero lo cierto es que ya había visitado el Vesubio en 1824 y que, si la Epístola al duque de Frías en la muerte de su esposa (pero cabría añadir otros poemas ya presentes, como este, en las Poesías de 1833) presenta similitudes con Leopardi, la cronología de los textos obligaría, en todo caso, y como ya dejó claro en su día Fernández Murga (1965: 16-19), a explorar una posible ascendencia del español sobre el italiano.

En segundo lugar, el patriarca de los Alcalá Galiano, Antonio, abuelo de José y tío de Valera, nombra a Leopardi el mismo año del ensayo de Valera, 1855, en un artículo titulado De la crítica literaria en España. Lo hace en dos ocasiones, primero —dentro de una serie de consideraciones sobre la crítica moderna y la relación entre crítica y creación— en una lista de escritores que son a la vez críticos: «En Italia ha sido la crítica contemporánea de Manzoni, Pellico, Monti y Leopardi, y de otros autores aventajados.» Más adelante, en otra lista, esta vez de «clásicos» en la acepción de escritores consagrados, que han quedado o quedarán en lo que hoy llamaríamos el canon: «En cada nacion hay autores clásicos siéndolo en sus diversas formas Shakspeare y Milton para Inglaterra, como Corneille, Racine y Molière para Francia, como para Italia Dante, Petrarca, Ariosto y Tasso, con Alfieri, Monti y Leopardi» (Alcalá Galiano, 1855: 330, 334).

En tercer lugar, aunque ya fuera del radio de acción de nuestro estudio, recordaremos a Augusto Conte, quien recaló en la embajada napolitana poco después de Valera, en 1855 y hasta 1858. Muy atento a la actualidad operística y literaria, en sus memorias se hace eco de todas las figuras eminentes de la época, entre las que dedica a Leopardi unas líneas de las que se desprenden algunas particularidades de su recepción en aquel contexto histórico y geográfico, tales como la relevancia del Consalvo y la profunda huella que dejó Leopardi en Nápoles, hasta el punto de ser tratado casi (sin el casi en los Anales de Patxot) como un poeta de dicha ciudad:

Leopardi, en nuestros días, constituye asimismo una gloria de Nápoles, por ser un poeta superior á casi todos sus contemporáneos en Italia y digno de ser puesto al lado de los clásicos. No es todo original en él; algo ha tomado de Filicaya y de Petrarca, singularmente en sus cantos patrióticos. Acércase también, no al escéptico Heine, como algunos han dicho, sino á Foscolo y á Goethe, aunque permaneciendo siempre personal y subjetivo, y respirando en todos sus versos una sinceridad muy intensa. Leopardi vivó y murió enamorado y es él mismo aquel Consalvo que se despide tan tiernamente de la hermosa Elvira en una de sus canciones. (Conte, 1901-1903: II, 218) (5)

Volviendo a Valera, a su entorno —si no al propio escritor— hay que atribuir una de las primeras traducciones leopardianas que se publicaron en Madrid, la del vigésimo de los Pensieri, uno de los más largos, sobre la terquedad con que los malos escritores se obstinan en querer leer lo que escriben a todo el mundo. La traducción forma parte de un texto titulado «De una terrible plaga», sin firma. Unos párrafos narrativos iniciales en los que el ‘yo’ (se entiende que un intelectual de prestigio), con una diferencia de 48 horas entre uno y otro, es atosigado por un joven poeta y un periodista veterano que le atormentan con la lectura de sus escritos, sirven de pretexto para dar paso al pensamiento leopardiano, que ocupa la mayor parte del artículo. Apareció en 1860 en la revista humorística El Cócora (Anónimo, 1860), fundada y conducida por Antonio María Segovia y Juan Valera. Se ha atribuido a Segovia (González Molleda, 1963: 120), si bien no creemos descartable que pudiera haber salido de la pluma de Valera, de los dos o —más improbable— de un tercero. Un Leopardi menor, si queremos decirlo así, promovido por un Valera (o alguien del entorno de Valera) menor.(6)

Un entorno en sentido más amplio llevaría a tomar en consideración a los intelectuales con los que Valera se relacionaba en los ambientes de la Real Academia, el Ateneo de Madrid y otras instituciones de la capital: un mundo bastante circunscrito, en el que todos se conocían y que es oportuno sacar a colación porque es en este Madrid, más que en cualquier otra ciudad o país de habla hispana, donde el nombre de Leopardi se va difundiendo a lo largo de los años posteriores al ensayo de 1855. De finales de los cincuenta a mediados de los sesenta empiezan a hablar de él Leopoldo Augusto de Cueto, Emilio Castelar, Francisco de Paula Canalejas, Ventura Ruiz Aguilera, Francisco Giner de los Ríos, Antonio Cánovas del Castillo, y después en los setenta llegarán los Manuel de la Revilla y Menéndez Pelayo, entre otros muchos. Nos centraremos en una figura en particular, Manuel Cañete, amigo de Valera en mayor medida que muchos de estos nombres, crítico y erudito hoy apenas recordado por los hispanistas especializados en el XIX o en estudios teatrales y autor para los italianistas de una de las traducciones del Cinque maggio, pero que por aquel entonces gozaba de gran predicamento y exhibía una extraordinaria capacidad de omnipresencia en tertulias, periódicos, prólogos, dedicatorias y correspondencias. Cañete demuestra, en los años setenta y ochenta, tener un buen conocimiento de los Canti. Cita versos del Ultimo canto di Saffo (vv. 46-49) al hacer un rápido repaso de homenajes a la poetisa realizados por poetas europeos (Cañete, 1875: 253) y de Al conte Carlo Pepoli (vv. 58-59) para desmarcar al hijo del duque de Rivas, también poeta, del ateísmo y el pesimismo leopardianos (Cañete, 1878: 6). Pero esos conocimientos vienen de mucho más atrás. En 1854, un año antes del ensayo de Valera, escribe el prólogo al primer volumen de las Obras completas del duque de Rivas, sugiriendo —como ya se ha indicado (Cañete, 1854: XXII)— influencia leopardiana en los poemas escritos por el duque durante su estancia en Nápoles, pero ya en 1849, cuando contaba 27 años, puso un par de versos de Sopra il monumento de Dante (vv. 180 y 182) como lema a la Elegía que aportó a la Corona poética publicada en Sevilla en honor del recientemente fallecido Alberto Lista (Cañete, 1849: 81). Cerca de cuarenta poetas, algunos más conocidos, otros menos, coincidieron en aquel homenaje. Cañete escribió un largo poema de casi doscientos versos denso de aparato y retórica clasicista: una escena mitológica protagonizada por la Poesía, la Sabiduría y la Religión. Al caer la noche las dos primeras lloran al fallecido, hasta que surge una espectacular aurora, momento en el que Religión acude a consolarlas, comunicándoles que Licio (Lista) no ha muerto, sino que vive para siempre «en la region divina». Cabe la posibilidad de vislumbrar ecos leopardianos en algunos puntos de la composición, empezando —en las estrofas iniciales— por la descripción de la tristeza de las diosas («mústia la faz y desceñido el manto», v. 18) y el paisajismo que las acompaña, quizá relacionables con All’Italia o el Ultimo canto di Saffo. Pero el dato más relevante es ese epígrafe o lema que se lee debajo del título:

................. Oh glorioso spirto,
...........................................
Dí: quella fiamma che t’accese, é spenta?
     (G. Leopardi, sopra il monumento di Dante)

Los versos leopardianos son sacados de contexto, porque en Leopardi lo que se ha apagado es el amor de patria («Oh glorioso spirto, / dimmi: d’Italia tua morto è l’amore? / Di’: quella fiamma che t’accese, è spenta?»), mientras que Cañete —omitiendo el verso intermedio— se pregunta simplemente si Lista ha muerto, si se han apagado su vida, su luz, sus virtudes, su obra. Dejando de lado las traducciones, es esta la primera prueba de leopardismo explícito que hemos encontrado en un escritor español, prueba de una intertextualidad no ya informativa o importada de autores italianos, y no ya insustancial o que pase fácilmente desapercibida, puesto que en esa posición de lema o epígrafe pudo llamar la atención a muchos de los que colaboraron en la Corona o la leyeron. Si incluso el leopardismo del poema A Lucía de Valera del año antes no deja de ser una suposición, aquí queda demostrado sin el menor atisbo de duda que alguien del círculo de Valera en 1849 conocía a Leopardi. La cita sigue siendo explicable mediante la conexión napolitana: Valera había llegado a Nápoles en 1847, por consiguiente, pudo haber conocido allí los Cantos, haberse inspirado en ellos en A Lucía y otros poemas y haber comunicado su hallazgo a Cañete. Pero se abren también otros escenarios posibles: ¿pudo Cañete —o pudieron Cañete y Valera— haber leído ya antes a Leopardi? ¿Hubiera Cañete tomado prestados esos versos en el caso de tratarse de un autor nuevo que acababa de leer? Parece claro que, para él, Leopardi gozaba ya de una autoridad, sea porque lo conocía desde hacía cierto tiempo, sea porque —en el supuesto de que le hubiera llegado recientemente— ya le había llegado envuelto de un aura de prestigio.

El lema de Cañete contribuye, por lo demás, a dar algo más de sentido a una famosa queja formulada por Menéndez Pelayo en 1885:

la mayor parte de los críticos de España y de otras partes [...] no han sabido pasar de las primeras páginas del libro, es decir, de las canciones A Italia ó Al monumento de Dante, que son, en medio de sus pompas y esplendores de dicción, lo más académico, lo menos íntimo, lo menos profundo y lo menos leopardesco de todo Leopardi. (Menéndez y Pelayo, 1885: 511)

Repite la queja Unamuno más adelante, citando ya solo All’Italia (Unamuno, 1912: 182), oda para la que pueden en efecto encontrarse bastantes menciones tempranas, recurrentes incluso en un mismo autor (Emilio Castelar, sin ir más lejos), pero para Sopra il monumento di Dante apenas se disponía del elogio de Valera (González Martín, 1999: 244). Con los fragmentos traducidos por Belza (1858) y Juan Vicente González (1865) y sobre todo con este epígrafe de Cañete queda ya más justificado que Menéndez y Pelayo incluyera también en su recriminación la segunda canción de los Canti.


La bohemia romántica limeña

Del italianismo de los círculos románticos peruanos se ocupó en su día con profusión de datos Estuardo Núñez. Pero, a partir de esos datos, ¿a cuándo podemos remontar el conocimiento que tenían de Leopardi los jóvenes escritores que integraban la que se ha dado en llamar bohemia limeña? Estuardo Núñez señala (y reedita) dos traducciones anteriores a las realizadas por O’Neille y Alcalá Galiano en España: las versiones parciales de la Batracomiomachia e Il risorgimento obra —respectivamente— de Juan de Arona y Felipe G. Cazeneuve, ambas aparecidas en La Patria en 1871 (Núñez, 1968: 110-111, 239-243; 108, 114, 244-246).(6) Anterior es el dato, proporcionado ya por Del Greco (1952: 217-218; Núñez, 1968: 110-112, 236-238), relativo a los dos poemas de Clemente Althaus sobre Safo (Safo á Faon, Último canto de Safo), cuya intertextualidad leopardiana —aunque velada— resulta muy evidente (Edo, 2015: 115, 121), ambos con fecha al pie 1860, y uno publicado en 1862 (Althaus, 1862: 195-208; 1872: 154-164).(7) Pero una pista todavía más antigua facilita Núñez en un trabajo sobre Juan Vicente Camacho, quien —aunque venezolano— pasó una parte importante de su vida en el Perú ocupando diversos cargos en la embajada de su país. Núñez hace referencia a una disputa literaria que tuvo lugar a finales de 1854 entre dos periódicos limeños, El Heraldo y El Comercio, en un determinado momento de la cual Camacho, Ricardo Palma y José Arnaldo Márquez habrían sido tildados por alguien que se escondía tras el pseudónimo «Catón», desde El Comercio, de «imitadores o plagiadores de Sand, Leopardi, Musset y Manzoni» (Núñez, 1962: XXXIV-XXXV). Hemos consultado dicho periódico y no hemos sabido encontrar el texto en cuestión, o —cuanto menos— un texto que mencione a Leopardi en estos términos. La polémica reflejaba más bien rivalidades personales que filiaciones estéticas, y el tal «Catón» firmó, entre el 20 de octubre y el 11 de diciembre, seis «Retratos Literarios» con los que pretendía zanjarla erigiéndose en juez super partes y emitiendo una crítica justa acerca de los jóvenes escritores que eran al mismo tiempo objeto y protagonistas de los ataques (Holguín Callo, 1994: 174-177). Sí es mencionado Leopardi en uno de los seis «Retratos», el de Numa Pompilio Llona, publicado el 3 de noviembre (Catón, 1854). Conforme a una predilección que repite en otras ocasiones, Catón alaba, en Llona, que dejara de ser, como había sido en sus primeras composiciones, «poeta heroico y pindárico, poeta exterior para convertirse en poeta sicolójico, poeta subjetivo, poeta íntimo», género dentro del cual no pertenece a la «raza» de un Byron o un Lamartine, cuya «tristeza» y «arrebatos» son verdaderos pero más imaginados que reales:

Es mas bien de la familia de los que cantan dolores reales y punzantes y congojas y desalientos mortales; de la familia del abatido y desconsolado Saint-Beuve, de la del sombrio é infortunado Leopardi y bajo algunos aspectos, sobre todo en el humanitario y social, presenta relaciones con Victor Hugo; y en jeneral podria llamarse el Verdi de la poesia peruana.

A finales de siglo Ricardo Palma, rememorando aquellos años, diría que «Llona se entusiasmaba con Leopardi» (Palma, 1899: 5; cit. Del Greco, 1952: 217). Las huellas que dejó dicho entusiasmo son rastreables en algunas de las composiciones más famosas del autor:

Del labrador alegre los cantares,
Que, ignorante del mundo y de sus leyes,
De la diurna faena á sus hogares
Al paso vuelve de sus tardos bueyes;
     (Noche de dolor en las montañas, vv. 145-148, en Llona, 1872: 9)

Pero este es ya un Llona maduro, y el texto de Catón lo que induce a explorar es la posible matriz leopardiana de algunas formulaciones presentes ya en las poesías juveniles, las que el propio Catón comenta:

¿Dónde te has ido, tiempo venturoso
Con tu entusiasmo y tu risueña fé?
Tu inquieta dicha, tu esplendor glorioso,
Tu encantada ilusion, donde se fué?
[...]
¡Pasaste! y sin embargo á tus memorias
Aun inspiro y aun tiemblo de placer;
     (Jemidos, vv. 5-8 y 13-14, cit. Catón, 1854: 2) (8)

Mas cuando vino tu triste acento
En mis oídos á resonar,
     (A mi amiga la insigne artista Catalina Hayes, vv. 17-18,
      cit. Catón, 1854: 3) (9)

Asimismo, la referencia de 1854 empuja a extender la búsqueda a los otros miembros de la bohemia. Si Catón sabía de Leopardi, es más que probable —siempre que Catón no fuera el propio Llona—(10) que Llona supiera de Leopardi, y si Llona sabía de Leopardi hay que imaginar que también le conocían los otros componentes del grupo. A propósito de Fernando Velarde, Estuardo Núñez sugirió ya posible leopardismo para el libro Las flores del desierto, de 1848 (Núñez, 1968: 113-114), si bien la fecha al pie del poema que más justificaría dicha ascendencia parece demasiado prematura y prácticamente obliga a descartar La ginestra (En la isla de Pinos, 1843, en Velarde, 1848: 123-141). José Arnaldo Márquez, por citar tan solo uno de los textos donde la intertextualidad resulta más clara, escribe en 1857 un poema emparentable con A se stesso (Tristeza, en Márquez, 1862: 102-104). Y en quien ya no nos limitamos a una suposición es en Clemente Althaus, y no solo por los poemas sobre Safo de 1860: podemos asegurar con certeza que sabía de Leopardi ya en 1854 porque en ese tramo final del año El Comercio nos depara una segunda sorpresa, mayor aún que la referencia en boca de Catón: el 5 de diciembre es publicado un poema de Althaus titulado Meditacion. Traduccion de Leopardi (Althaus, 1854, reproducido en Apéndice 2). Se trata de 24 cuartetos rimados que van encabezados por una frase del René de Chateaubriand. En total, poco menos de un centenar de versos bastante malos que ni proceden de Leopardi ni se puede considerar, en rigor, que le imiten. ¿Es un error la aparición ahí de su nombre, o es la palabra «Traduccion» la que hay que entender en sentido muy lato? ¿Quiso escribir Althaus un poema como él consideró que hubiera podido salir de la pluma del poeta de Recanati? ¿Quiso crear un yo (el que habla) entre chateaubriandiano y leopardiano que en medio de la polémica literaria en curso resultara emblemático de su generación? Casi ninguna imagen es asociable a Leopardi: «la edad de los engaños / Cuando niño jugaba», o el «desierto de la vida» («il deserto della vita», en Dialogo di Tristano e di un amico, §6), mientras que muchas otras y mucho léxico son totalmente ajenos al autor pretendidamente traducido: «virgenes perdidas [...] cubierto el rostro con su blanco velo»; «mística campana»; «Me perdia en mil éxtasis extraños»; «Se parece al pesar del desterrado». Y tampoco puede decirse que sea captada la esencia del pensamiento y la lírica leopardianos. Habla un yo netamente romántico, portador de una tristeza y melancolía de origen indefinido y contemplador de lejanías que transmiten un anhelo metafísico, más en conformidad con el lema de Chateaubriand que sí es reformulado en la estrofa final.

Un Leopardi, en definitiva, tan estereotipado que ni siquiera resulta reconocible, y que quizá se pueda explicar por la profunda mella que hizo en el grupo limeño el mal du siècle, moda que bebieron no solo del poeta italiano, sino también de otros autores (Byron o Senancour, además de Chateaubriand), de tal manera que los referentes se superponen hasta el punto de diluirse unos a favor de otros. No cabe duda, en cualquier caso, de que Leopardi era uno de esos referentes, y lo era ya en 1854, por lo que quedaría por hacer un estudio más pormenorizado de la producción de los bohemios y un vaciado sistemático no solo de El Comercio y El Heraldo, sino de otras publicaciones peruanas de la época, como La Revista de Lima o La Revista Independiente.

Clemente Althaus

Las traducciones

En el arco de tiempo que separa al ensayo de Valera (1855) del Copernico de O’Neille y el Canto notturno de Alcalá Galiano (1876-1877), se publicaron un discreto número de traducciones.(11) Más arriba ya hemos mencionado las que se produjeron en Perú. Veamos a continuación las que proceden de otros países.

El mexicano Manuel Ramírez Aparicio en 1858 escoge la Imitazione, poema que en aquellos primeros tiempos recibió cierta atención merced a la celebridad que habían alcanzado tanto el original de Arnault (hoy olvidado) como la versión española de Juan Nicasio Gallego (La hoja de lentisco, 1826), triángulo que inducía a errores como el que comete en nota el propio Ramírez Aparicio al afirmar que el italiano imita al español. De otro poeta de Puebla, el árcade Manuel Pérez Salazar, se publicó póstumo en 1876 un volumen de Poesías que incluía, fechadas al pie en 1850 y 1864 (él había fallecido en 1871), versiones libres (incluso amplificadas en el número de versos) del Ultimo canto di Saffo e Il passero solitario.(12) Todavía en México, en 1875, un sacerdote italiano llamado Nicolás Guida de Morano, en un artículo que reivindica al Leopardi patriótico frente al agnóstico, traduce en prosa fragmentos de All’Italia y Nelle nozze della sorella Paolina.

En La Habana en 1856 el historiador y bibliógrafo Antonio Bachiller publica por entregas en la revista Brisas de Cuba un ensayo titulado Estudios sobre los filósofos italianos contemporáneos en el que dedica un capítulo de poco más de dos páginas a Leopardi. Es, en concreto, el tercer autor al que le concede más espacio, por detrás de Gioberti y Rosmini y por delante de Pasquale Galuppi, Mamiani, Tommaseo y otros nombres menores. El breve capítulo gira en torno a la «amargura», el «desencanto», el «dolor», que son ilustrados con fragmentos traducidos del epistolario y las Operette morali, aunque no es olvidado el poeta (el «primer poeta lírico de Italia»), de quien se citan en italiano los versos finales de L’infinito. Pocos años después, antes de convertirse en mártir de la independencia, Juan Clemente Zenea no solo tradujo A se stesso (Del Greco 1952: 56, 206, 269), ya presente en sus Cantos de la tarde (1860), sino también justamente L’infinito, en 1861, en la Revista Habanera (Gómez Carbonell, 1926: 72), aventura esta —la de la Revista Habanera— en la que acompañó a Zenea su amigo Enrique Piñeyro, quien fundó después la Revista del Pueblo (1865-1866), en donde tradujo Aspasia. Como es bien sabido, Piñeyro más adelante escribiría un ensayo sobre Leopardi dentro de su Poetas famosos del siglo XIX. Sus vidas y sus obras (1883).

En 1874 una versión anónima de L’infinito apareció de la forma más insospechada en El Educador Popular, una revista pedagógica neoyorquina que, cuando no proporciona rudimentos de las más variadas disciplinas científicas y humanísticas, practica un adoctrinamiento moral y religioso de lo más tradicional. En unos finales de página de relleno se da cabida a anécdotas, máximas, breves reflexiones, entre las que aparece el idilio, vertido en prosa, tan solo identificado con el título (ni nombre de traductor ni de autor) y cuya inserción en dicha revista tan solo se explica cuando constatamos que esta había sido fundada por el peruano José Arnaldo Márquez y que entre sus colaboradores figuraban los cubanos Antonio Bachiller y Juan Ignacio de Armas, es decir, escritores que habían hecho o harían contribuciones al leopardismo.(13)

El chileno Guillermo Matta, que ocasionalmente ha sido mencionado por la crítica como admirador de Leopardi (Bellini, 1982 [1977]: 171), incluye —en efecto— en su volumen de Poesías de 1858 traducciones de Amore e morte, A se stesso y Alla luna. Casi tres décadas después, sus Nuevas poesías, de 1887, además de homenajear —entre otros muchos escritores y personalidades de otras disciplinas— a Leopardi con un poema titulado con su nombre (Matta, 1887: II, 544-545), ofrecerán la curiosidad de traducir el poema conocido como Sopra un sepolcro aperto da un aratore, es decir, una de las traducciones del griego del recanatés («Epigrama de Antifilo de Bizancio (Leopardi)», en Matta, 1887: II, 640). Selección que todavía llama más la atención cuando se advierte que en las páginas anteriores, para Manzoni y Miguel Ángel, Matta ha sido mucho más previsible (Il cinque maggio, el coro del Conte di Carmagnola y «Ogni cosa ch’i’ veggio mi consiglia...», 630-640). Esta traducción y la de la Batracomiomachia de Juan de Arona sacan a relucir una órbita de interés cercana a la que se dio en los primeros tiempos en Alemania, focalizada en el Leopardi filólogo, lo que acaba de corroborar la nota que puso Matta a la dedicatoria «Á D. Francisco Marin» con la que acompañó las tres traducciones de 1858, que en principio no tenían nada que ver con esta faceta de Leopardi: «Don Francisco, le dedico las tres traducciones siguientes de uno de los primeros poetas modernos de Italia, porque recuerdan mucho á los griegos que V. tanto admira, y con quienes Leopardi parece haber vivido» (Matta, 1858: II, 489n).

De la larga retahíla de viajeros y estudiosos del Vesubio cuyos escritos jalonan toda la prensa del XIX, el primero en hablar de La ginestra —que sepamos— fue el venezolano Arístides Rojas en un trabajo de 1876 (aunque afirma haberlo publicado anteriormente en 1868), El rey Vesubio, donde traduce una veintena de versos del poema. Vale, además, la pena recordar que Rojas era amigo de los hermanos Calcaño, de contrastada filiación leopardista (Del Greco, 1952: 148-150, 215-216). Más importante había sido, ya antes, en Venezuela, la aportación de Juan Vicente González en su Revista Literaria de 1865 (Núñez, 1968: 108-109; Bellini, 19822 [1977]: 170-171): un extenso artículo en donde traducía largos fragmentos de las canciones iniciales de los Canti.

En España se registran, para empezar, dos muestras fragmentarias de Leopardi traducidas del francés, localizables dentro de sendos estudios historiográficos sobre la Italia reciente. Así, en 1858 llega la Histoire de l’Italie depuis l’invasion des barbares jusqu’à nos jours de Jules Zeller, quien dedica un párrafo a Leopardi, dentro del cual traduce una decena de versos de Sopra il monumento di Dante, vertidos a su vez al español dentro de la traducción del libro que firmó Juan Belza (Zeller, 1853: 545; Belza, 1858, II: 242-243).(14) Y en 1862, tan solo uno o dos años después de publicarse en Francia, el ensayo de Marc Monnier L’Italie est-elle la terre des morts ? es plagiado por Manuel González Llana y Evaristo Escalera en su libro La Italia del siglo XIX, cuyo capítulo «Leopardi» no es sino un recorta y pega del homónimo capítulo de Monnier. Como en el original, se da preeminencia a las Operette morali, de las que son traducidos varios fragmentos, escogidos entre los que traduce al francés Monnier.

En Valencia dos traductores passe-partout de la época como son Teodoro Llorente y Jacinto Labaila hicieron su cala de rigor en el leopardismo: Llorente Alla primavera en la revista valenciana El Museo Literario en 1864 (Atalaya Fernández, 2017: 100) y Labaila Il pensiero dominante, si no antes en alguna publicación periódica, en libro en 1876. De revistas madrileñas espigamos el ya citado ‘pensamiento’ de El Cócora en 1860 y los fragmentos incluidos en los ensayos de Valera (1855) y Alcalá Galiano (1870), pero lo cierto es que en Madrid Leopardi fue traducido ya antes del ensayo de Valera, en una revista hoy olvidada llamada El Coliseo, que tan solo salió entre octubre de 1853 y mayo de 1854, dedicada principalmente a la crónica de la actualidad teatral, pero que publicaba también textos de creación, sobre todo poesía, y que sacó en varias entregas una traducción completa, anónima, de Il Parini ovvero della Gloria. Resulta arriesgado aventurar hipótesis sobre la autoría de dicha traducción. Antonio Cánovas del Castillo, colaborador habitual de la revista, y Valera, que mandó algún que otro poema, se intercambiarían impresiones sobre el Parini en el discurso de entrada a la Real Academia del primero y la contestación del segundo, en 1867 (Cánovas del Castillo, 1867: 45-46, 61n-62n; Valera, 1867: 74-75), pero ni la paráfrasis que allí improvisa Cánovas del Castillo de determinados pasajes, ni la traducción que esboza Valera de un párrafo en concreto permiten sacar conclusiones.(15) La traducción de Valera es netamente distinta a la de El Coliseo, y la paráfrasis de Cánovas del Castillo apenas ofrece alguna coincidencia significativa, tampoco determinante, ya que incluso en el supuesto de que procediera de El Coliseo podría justificarse como un recuerdo de lector. Lo que podemos asegurar es que quien tradujo fue alguien, como en el caso del ‘pensamiento’ de El Cócora, interesado en el dominio de la crítica literaria, y a quien debe reconocerse el mérito no solo de haber traducido a Leopardi en 1853-1854, sino también de haber escogido la operetta más larga de todas, que no sería recogida por Luis Cánovas (16) entre las diecisiete comprendidas en sus Diálogos filosóficos (Cánovas, 1883) y no volvería a traducirse hasta 1911-1912 (Vian Herrero, 2018: 61-62).

El Parini madrileño no era, sin embargo, la primera operetta que veía la luz en español. En Ciudad de México, en 1844 —siete años después de que falleciera Leopardi— había sido traducido el Dialogo di Federico Ruysch e delle sue mummie en el primer tomo de El Ateneo Mexicano, revista donde se publicaba el contenido de las sesiones que se celebraban en la institución homónima, creada pocos años antes a inspiración del Ateneo de Madrid (Perales Ojeda, 2000: 82). Según explica el propio traductor en una nota inicial, dicha versión del Ruysch tuvo una génesis casi fortuita. A este socio del Ateneo le tocaba hablar y no había tenido tiempo de preparar su intervención, de modo que salió del atolladero echando mano de un artículo sobre Leopardi que contenía la operetta (Durán, 1844: 112, véanse el texto y la traducción completos en nuestro Apéndice 1). El socio en cuestión era José Ignacio Durán, nombre que aparece —en efecto— en listas de miembros del Ateneo de la época y que muy probablemente deba identificarse con José Ignacio Durán de Huerta y Gastelú Segura, o simplemente José Ignacio Durán Segura (1799-1868), médico de prestigio en el México de aquellos años, uno de los fundadores de la Academia Nacional de Medicina, así como de la Sociedad Filarmónica Mexicana, si bien las biografías lo describen como un melómano, y no como un aficionado a la literatura.(17) Durán no facilita información alguna sobre el artículo que traduce, pero es fácil adivinar su origen por algunos puntos de la nota introductoria: «Dando á conocer en Francia un poeta filósofo, haremos acaso un servicio á nuestros lectores» (Durán, 1844: 113). Se trata de una de las primeras traducciones —si no la primera— de Leopardi al francés: la primera de las tres operette que salieron en 1833 en Le Siècle por iniciativa y bajo la supervisión de Louis de Sinner, aunque parece ser que él ni tradujo los textos leopardianos ni escribió las notas que los acompañaron (Del Beccaro, 1970: 202-203, 218). Durán aporta poco más que la docena de líneas previas de justificación a las que nos hemos referido, bajo el título «Discurso leído el 30 de abril» (Durán, 1844: 112). A continuación se lee ya el título de Le Siècle: «Literatura italiana. Obrillas morales del conde Leopardi», debajo del cual se traduce la nota introductoria francesa con algunas supresiones y refundiciones y sin la firma «S.» final (112-113). A diferencia de todas las demás menciones y traducciones de las que damos cuenta en el presente estudio, donde Leopardi se muestra o parece ya mostrarse como un autor de referencia, en este delantal introductorio Sinner-Durán nos lo presentan como un autor nuevo que se quiere que sea de referencia (se sostiene que está al nivel de un Byron y un Lamartine) pero que aún está por descubrir, invitándose a los lectores a leerlo y a conocerlo mejor. Sinner escribía en un momento en que se disponía de las Operette morali de 1827 y de los Canti de 1831; Durán no aporta actualización alguna (ni siquiera informa acerca de la muerte de Leopardi).


El Ateneo Mexicano, 1844

Tras esos cinco párrafos de delantal viene la operetta, «Diálogo entre Ruysch y sus momias», que es traducida íntegramente de la página 113 a la 115. Al final firma el trabajo «José Ignacio Durán», en mayúsculas y sin acentos. Cualquier duda que pudiera caber acerca de la lengua fuente de la traducción queda despejada de inmediato a las primeras palabras del coro, donde leemos el añadido «¡Oh tú ...», que es incorporación de la versión francesa. Esta reproduce tres de las cuatro notas leopardianas: funde las dos primeras en una sola y omite la tercera, seguramente porque los editores (el propio Sinner) consideraron que ya no hacía falta después de que ellos hubieran agregado debajo del título de la operetta y entre paréntesis una larga nota de más de una página que no era sino un resumen-paráfrasis de la entrada sobre Ruysch consultable en el tomo XXXIX de la Biographie Universelle (1825).(18) Durán sí recoge esta nota inicial larga, mientras que no incluye las leopardianas, pero no omite nada más: el diálogo está entero, incluido —como decíamos— el coro.

De las traducciones aparecidas en Le Siècle siempre se ha dicho que «non ebbero alcuna eco» (Del Beccaro, 1970: 203). Desde luego, no hacen sombra al ensayo de Sainte-Beuve, como la traducción mexicana no hace sombra al de Valera, no resultando comparable la difusión de que podían gozar unas y otros, pero algún ejemplar de esa efímera y olvidada revista terminó en México, y uno de sus artículos fue recuperado once años después de publicarse en París. El doctor Durán Segura había, en efecto, vivido un tiempo en Francia, según algunas biografías como diplomático, según otras para completar sus estudios de medicina. El eco, además, no se detuvo ahí, porque la traducción de Durán propició una imitación a menos de una semana de haber sido publicada. No hemos tenido la posibilidad de vaciar todo El Ateneo Mexicano, revista de periodicidad irregular y no fácil consulta, pero en el mismo tomo primero damos un poco más adelante con un texto titulado «La momia de Tlaltelolco y el conserje del muséo. Diálogo leído el dia 7 de mayo», obra de José María Tornel, figura de relieve en la escena política y militar mexicana desde los años veinte hasta su muerte en 1853 (Tornel, 1844). Si Leopardi interrogaba a las momias sobre el trance de la muerte, Tornel plantea un debate sobre los progresos científicos y el estado de la nación, poniendo en boca de la momia ideas más escépticas y en boca del conserje opiniones más optimistas. Se ha interpretado que la intencionalidad del texto va en la línea de defender el punto de vista del conserje (Vázquez Mantecón, 2015 [2008]: 164-165), y el final del diálogo muestra —en efecto— un acercamiento de la momia a las posiciones de este, pero antes de ese giro brusco y mal resuelto la momia ha puesto en jaque al conserje en varios ocasiones con dudas, burlas y una incredulidad que podrían hacer pensar en otros diálogos de Leopardi más orientados que el de Ruysch hacia la crítica del progreso, aunque parece difícil suponer que Tornel hubiera tenido acceso a alguna otra operetta que no fuera la que tradujo Durán.

Dejando abierta esta cuestión, nos limitaremos a citar la primera intervención del conserje, la que establece la conexión explícita con el diálogo leopardiano:

Supongo que habrá llegado á tu noticia que ciertas momias de Italia, al terminarse un periodo misterioso de tiempo, cantaban en coro, hablaban con un profesor distinguido de anatomía y le comunicaban cosas que solamente pueden saber los muertos. ¿Por qué no hemos de conversar nosotros un rato? Una momia mexicana puede hablar como cualquier otra; y hablar mucho, porque natural y figura hasta la sepultura. (Tornel, 1844: 159)


Conclusiones

Los resultados de la presente investigación varían sustancialmente el panorama de la traducción al español de Leopardi a mediados del siglo XIX, mientras que alteran en menor medida el estado de cosas relativo a lo que no es traducción (menciones, citas en italiano, comentarios). Los hitos que hasta ahora representaban el ensayo de Valera de 1855 y la traducción del Canto notturno de Alcalá Galiano de 1877 mantienen su relevancia, sobre todo el primero, en tanto en cuanto los datos nuevos aquí aportados son tomados en su mayoría de publicaciones periódicas de mucho menor impacto que la Revista Española de Ambos Mundos, que se distribuía en Hispanoamérica, o que la Revista Contemporánea o la Revista de España, por señalar también aquella donde salió el ensayo de Alcalá Galiano en 1870. El Coliseo, El Cócora, El Pueblo Español en Madrid, El Museo Literario en Valencia, Brisas de Cuba, la Revista Habanera, la Revista del Pueblo en La Habana, la Revista Literaria de Juan Vicente González en Caracas, El Ateneo Mexicano son revistas o diarios efímeros y de escasa difusión, muchos de ellos —aunque no todos— hoy olvidados, lo que explica que hayan sido pasados por alto por los investigadores. Nada impide, por consiguiente, seguir afirmando —como afirmó uno de sus necrólogos— que «Valera ha dado á conocer en España las obras de Leopardi» (Anónimo, 1905: 18). Una parte de las menciones y traducciones que se enumeran aquí muestran, por lo demás, a partir de los años cincuenta, una propagación del nombre de Leopardi en los círculos académicos y periodísticos madrileños sin parangón en otros territorios y presumiblemente ligada a Valera, dado que son iniciativa y obra de personas cercanas a él o que le conocían, cuando no le son imputables directamente. Sale de estos ambientes la traducción de uno de los Pensieri en El Cócora y el uso de un par de versos de Sopra il monumento di Dante como lema en un poema de Manuel Cañete en 1849, lema que sirve para retrodatar con certeza a esta fecha el conocimiento que se tenía de Leopardi en el entorno de Valera. Quedaría por determinar si alguno de los integrantes de este entorno resta o no protagonismo al propio Valera y a su estancia en Nápoles.

Otro núcleo donde la localización de menciones tempranas ayuda a concretar la cronología es el grupo romántico limeño. Aludimos a las dos que se producen a finales de 1854 en el diario El Comercio: la de Catón en su ‘retrato literario’ de Llona y la no-traducción de Althaus. Está claro que en aquel momento ya sabía de Leopardi Althaus, muy probablemente también Llona y probablemente otros miembros del grupo. De hecho, no solo sabían de él, sino que —como para Cañete— ya era para ellos un referente, lo que quizá implique una primera toma de contacto como mínimo algo anterior.

Hasta aquí, pues, los datos nuevos más bien ayudan a matizar y a afinar información ya conocida. En cambio, las traducciones halladas sí modifican más el cuadro que se tenía hasta ahora por el simple hecho de que, al margen del impacto y la difusión, se anticipa considerablemente la fecha de inicio de la traducción de Leopardi al español: a la espera de posibles hallazgos que puedan hacer recular todavía más el punto de partida, en España bajamos de los años 1876-1877 (O’Neille y Alcalá Galiano) a 1853-1854, año del Parini de El Coliseo, y en Hispanoamérica del Desengaño (A se stesso) del cubano Juan Clemente Zenea, que Del Greco situaba en 1872 pero ya había aparecido en 1860, al Ruysch mexicano de 1844. No se llega a las fechas de las primeras traducciones francesas, alemanas e inglesas, que se remontan a los primeros años treinta, y el Ruysch mexicano queda aislado como un unicum en la década de los cuarenta, pero el retraso resulta mucho menos escandaloso de lo que se suponía. Además, y en segundo lugar, el número de traducciones publicadas en los cincuenta, sesenta y setenta se revela bastante elevado, ramificándose en múltiples centros geográficos y en múltiples temas y subgéneros.

En cuanto a la geografía, se observan núcleos de leopardismo —entendiendo por núcleo el hecho de que el leopardismo sea compartido por varios individuos— no solo en Madrid y Lima, sino también en Cuba y Venezuela. Quizá también en México,(19) mientras que no sabríamos decir si se da esta dimensión colectiva en Chile, donde solo acertamos a colocar a Guillermo Matta. Siempre anteponiendo que estas conclusiones pueden verse corregidas por investigaciones futuras, llama la atención la falta de resultados en territorios que más adelante harán amplias contribuciones a la lectura y traducción de Leopardi, singularmente Cataluña y Argentina, que se habrían incorporado —pues— tarde a la recepción.

En cuanto a temáticas y subgéneros, las traducciones anteriores a 1877, junto con las demás modalidades de recepción aquí expuestas, dibujan en su conjunto un leopardismo muy diversificado. Puede decirse que los países hispanos pusieron su grano de arena en las varias órbitas en las que se irradió en aquellas primeras décadas en Europa y el mundo la estrella del escritor de Recanati, algunas de las cuales con el tiempo se irían apagando o atenuando. España e Hispanoamérica participaron del importante relieve que tuvieron por aquel entonces las canciones patrióticas, pero también dejaron rastros de fenómenos tales como la pequeña aureola de la que gozó por algún tiempo la Imitazione o el interés filólogico que en algunos sectores y en la prehistoria del propio leopardismo despertaron las versiones del griego. Casi una singularidad de la recepción latinoamericana sería la recurrente atracción, en autores de distintos países, y en el marco de la moda del safismo, por el Ultimo canto. De hecho, si damos por buena la fecha «1850» que Manuel Pérez Salazar puso a su Último canto de Saffo, sería esta la primera traducción al español que hemos encontrado de uno de los Canti.

El pesimismo y el ateísmo, eje ya de los comentarios de Gioberti y Cantù que fueron traducidos en 1846 y 1852 y estereotipo principal con el que a nivel internacional fue identificado Leopardi durante mucho tiempo, no alcanza las cuotas de omnipresencia que habría cabido esperar, en beneficio justamente de una mayor variedad en los intereses de los receptores. Con todo, suscita varias intervenciones, y el poema A se stesso, emblemático de esta línea de lectura, es traducido en 1858 (si es que no es anterior la versión de Matta) y 1860. Pero también en dos ocasiones, en 1861 y 1874, es ya trasvasado al español L’infinito, e Il passero solitario en 1864 y 1878: dos muestras del Leopardi que nos es más familiar a los lectores actuales, y que ya empieza a asomarse en aquellas fechas pese a que ambos —sobre todo L’infinito— estaban todavía muy lejos de cobrar la fama que adquirirían tiempo después. En realidad, lo destacable no es que se escojan composiciones breves (20) o fáciles, sino que el inventario incluya también —enteros— Il pensiero dominante, Amore e morte o Aspasia, es decir, composiciones menos líricas o paisajísticas y más largas, complejas y —como a menudo se ha dicho— ásperas.

El poeta filósofo —por no decir el poeta filósofo neoplatónico— le ganaba así la partida al poeta tout court. O se la ganaba el prosista filósofo, el de las Operette morali, porque —a diferencia de lo que ocurre en la actualidad— el peso entre los Canti y las Operette quedaba mucho más repartido. Esto ya se podía vislumbrar en el registro de traducciones de las que se tenía conocimiento hasta ahora: después del Copérnico de O’Neille, se concentran en un solo año (1878) otro Copérnico (Manuel de la Revilla), el Diálogo de Malambruno y Farfarello de Baráibar y los fragmentos contenidos en el ensayo de Caro (Le pessimisme au XIX siècle, 1878) traducido por Palacio Valdés, y cinco años después la amplia selección de Diálogos filosóficos de Luis Cánovas será el primer libro leopardiano en español en términos absolutos (Del Greco, 1952: 50-51, 57, 93-95, 270; Muñiz, 2002: 796; Muñiz, 2003: 135-137; Vian Herrero, 2018: 64n). Los nuevos datos confirman dicho equilibrio, e incluso colocan a dos operette en la posición de primeras traducciones publicadas, la de El Ateneo Mexicano y la de El Coliseo.(21)

El peso de las Operette acerca al lector todavía más al filósofo que al poeta. Como ya se ha dicho, desde muy pronto Leopardi quedó etiquetado como un paladín del pesimismo ateo, pero esta etiqueta se correspondía, en parte o para algunos, con el perfil de un poeta melancólico e intimista que se situaba en la estela de los Byron y Lamartine, mientras que en parte o para otros se asociaba al perfil de un pensador puro que, a partir del célebre ensayo de Elme-Marie Caro de 1878, conformaba junto a Schopenhauer, Eduard von Hartmann o Louise Ackermann una verdadera escuela filosófica. Esta segunda línea daba a menudo prioridad a las Operette, como hizo el proprio Caro, que ya había sido precedido por Sinner (1833), traducido en México en 1844,(22) y Monnier (1860), plagiado en España en 1861. Entre estos y Caro, en Cuba Antonio Bachiller dedica a Leopardi un capítulo de un ensayo sobre filósofos italianos contemporáneos en el cual no se olvida del poeta e incluso cita en italiano los versos finales de L’infinito, pero sobre todo se sirve de las Operette.

Con todo, el apostolado pesimista quizá no baste para explicar todas las traducciones de las Operette que se hicieron en español antes de los años setenta. El Parini de El Coliseo (1853-1854) y el pensiero XX de El Cócora (1860) desarrollaban unas reflexiones metaliterarias que parecen configurar aún otra dirección —ciertamente secundaria— en la que se ramifica el leopardismo en lengua española. Lo que interesaba en este caso es lo que había escrito Leopardi en relación con la crítica y la sociedad literarias, dos actividades que iban ganando terreno entre los protagonistas de la recepción. De la crítica literaria en España se titulaba el ensayo del patriarca de los Alcalá Galiano donde mencionaba a Leopardi: la crítica empezaba a ocuparse de la crítica, y también ahí Leopardi tenía algo que decir.


APÉNDICE 1

El Ateneo Mexicano (Ciudad de México), tomo I, 1844, pp. 112-115

APÉNDICE 2

El Comercio (Lima), 5 de diciembre de 1854, p. 4


BIBLIOGRAFÍA

1. TRADUCCIONES ANTERIORES A 1877

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— «De una terrible plaga», El Cócora, Madrid, 30 (20/09/1860), 353-357, con breve corolario en 46 (13/12/1860), 178 de Seccion anecdótica. Relato que incluye la traducción de Pensieri, XX (véanse pp. 354-357). Se dice explícitamente del protagonista: «saboreaba en un rato de ocio los ingeniosos Pensieri di Giacomo Leopardi».

— «El infinito», El Educador Popular, Nueva York, 2:27 (15/06/1874), 41. No aparecen los nombres ni del traductor ni de Leopardi.

ARONA, Juan de, «De Leopardi. La Batracomiomáquia. Batalla de los ratones y las ranas», en Poesía latina. Traducciones en verso castellano, Lima, J. Francisco Solís, 1883, pp. 99-106. Traduce el canto primero casi completo (24 de las 25 estrofas, se salta la tercera) y las dos primeras estrofas del canto segundo. Al final del canto primero, al pie, se lee: «“La Patria,” Lima Agosto 28 de 1871.» No hemos conseguido consultar esta última publicación.

BACHILLER Y MORALES, Antonio, «Estudios sobre los filósofos italianos contemporáneos. XII», Brisas de Cuba, La Habana, 2 (febrero-junio 1856), 322-324. Traduce fragmentos de la carta a Pietro Brighenti de fecha 21/04/1820, una breve frase de Il Parini ovvero della Gloria (cap. VI, párrafo primero, cuarta frase) y un fragmento más largo del Dialogo della Natura e di un’Anima (primeros párrafos).

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CAZENEUVE, Felipe G., «Reflorescencia», La Patria, Lima, 20/11/1871, reproducido en Núñez, 1968: 244-246. Traduce Il risorgimento, vv. 1-48 y 137-160. No hemos podido consultar la edición de La Patria.

COSTANZO, Salvador, trad. de César Cantú, Historia de cien años. 1750.—1850, Madrid, F. de P. Mellado, 1852. Segunda edición en dos tomos, 1858. En la primera edición, p. 570n, traduce lo que cita Cantù: unas pocas frases del epistolario y unos pocos versos de La ginestra (vv. 199, 201, 231-233). Reproducido en la segunda edición en tomo II, p. 118n.

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FERNÁNDEZ CUESTA, Nemesio, trad. de César Cantú, Historia de cien años, (1750 á 1850), Madrid, Ramon Rodríguez de Rivera, 4 tomos, 1851-1853. Después integrado en César Cantú, Historia universal, trad. Nemesio Fernández Cuesta, tomo VI, épocas XVII y XVIII, Madrid, Gaspar y Roig, 1857 y 18662. En Historia de cien años, tomo II, p. 576n (1852) traduce lo que cita Cantù: unas pocas frases del epistolario y unos pocos versos de La ginestra (vv. 199, 201, 231-233). Reproducido en p. 727n en las reediciones que forman parte de la Historia universal.

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GONZÁLEZ LLANA, Manuel, y Evaristo ESCALERA, «Leopardi», en La Italia del siglo XIX, (sus revoluciones – sus hombres célebres – su legislacion – sus ciencias – su literatura – sus artes – su industria y comercio), Madrid, Manuel de Rojas, 1862, pp. 572-576. Traduce del francés (Monnier, 1860) Pensieri, LXVIII, fragmentos discontinuos del Dialogo di Torquato Tasso e del suo genio familiare y del Dialogo di Federico Ruysch e delle sue mummie, y algún verso suelto de los Canti (All’Italia, vv. 19-20, seguidos de verso apócrifo; Nelle nozze della sorella Paolina, vv. 16-17).

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VIAN HERRERO, Ana, «La voz de los muertos de Carmen de Burgos (1911), entre siglos, lenguas y culturas», Revista de Escritoras Ibéricas, 6 (2018), 37-87.


NOTAS

(1) Despeja toda posible duda sobre la identidad de J. O. su amigo, el principal italianista del grupo mallorquín, Juan Luis Estelrich (1889: 803).

(2) En realidad Gioberti había dicho que lo ilustraban «alcune poesie e prose del Leopardi» (Gioberti, 1845: 114).

(3) Citamos del texto italiano para no tener que reproducir las dos traducciones. Entiéndase que ni la una ni la otra se alejan significativamente del dictado original.

(4) Solo Del Greco aventura la idea de que hubiera podido conocerlo durante sus años universitarios, esto es, entre el 41 y el 46, basándose en las palabras del personaje llamado Autor del diálogo Gopa de los Cuentos y diálogos (1882), el cual recuerda cómo en su época de estudiante todo el mundo solía «leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi» (Del Greco, 1952: 47).

(5) En otro punto de las memorias Conte toma distancias respecto a la moda filosófica del pesimismo schopenhaueriano, a propósito de la cual nombra de nuevo a Leopardi (III, 508).

(6) Juan de Arona ya había hecho una mención fugaz de la Batracomiomachia leopardiana en 1867, en una nota a una traducción suya de un fragmento del texto original griego: «Las únicas versiones modernas que de la Batracomiomaquia conozco son, la del poeta italiano Leopardi en sextinas endecasílabas; y la de Parnell, en pareados ingleses. Ambas son muy elegantes y están divididas, en tres cantos ó libros la inglesa, y en cuatro la italiana» (Arona, 1867: 86n).

(7) En el volumen de 1872, sin fecha al pie (aunque los poemas anteriores y posteriores consignan 1862), figura —como ya indicara Núñez (1968: 111)— un poema titulado Al Sábado con lema leopardiano (sabato del villaggio, vv. 38-42). En la imitación del Ultimo canto hay que puntualizar, por otra parte, que a Althaus se le había anticipado el chileno Guillermo Matta con su composición Últimos cantos de Safo, encabezada —también a modo de epígrafe— por los dos versos iniciales de Amore e morte (Matta, 1858: II, 209-215).

(8) El «¡Pasaste!» podría derivar de «Ahi come / come passata sei» (A Silvia, vv. 52-53), así como del «Passasti» de los versos a Nerina, recurrente en Le ricordanze (vv. 149, 152, 169-170).

(9) Los tres poemas de Llona aquí citados son recogidos, con variantes, en el volumen recopilatorio La estela de una vida. Poemas líricos (Llona, 1893: 41-57, 208-212, 223-230). En dicho volumen la Noche de dolor en las montañas es dedicada a Juan Valera, cuando en la primera edición el dedicatario era Juan Eugenio Hartzenbusch; los Jemidos pasan a titularse Desaliento, con fecha al pie «Lima, marzo de 1852», y A mi amiga la insigne artista Catalina Hayes aparece fechado en «Diciembre de 1853». Los Jemidos habían sido ya publicados en El Comercio, con el título Gemidos, a los pocos días de que hablara de ellos Catón en el retrato de Llona (Llona, 1854). Para la numeración de los versos se han seguido las ediciones completas de los poemas (Catón cita tan solo fragmentos). El título del tercero, ausente en Catón, procede de la edición de 1893.

(10) Se han hecho múltiples suposiciones sobre la identidad de Catón, que no enumeraremos aquí. De lo que no hay duda es de que era alguien a quien unía una estrecha relación personal con los autores objeto de los «Retratos Literarios».

(11) Las enumeramos, por orden alfabético de traductor, en el primer apartado de la bibliografía.

(12) Facilita el dato Peza, 1907: 199, si bien no incluye en su enumeración el Ultimo canto y atribuye a Leopardi un poema de Carrer.

(13) Juan Ignacio de Armas como mínimo tradujo Il passero solitario (Armas, 1878).

(14) Zeller dedica también una frase a Amore e morte, parafrasea algunos versos de All’Italia y en otro punto del libro menciona la canción Ad Angelo Mai (Zeller, 1853: 535; Belza, 1858: 231).

(15) En pp. 45-46 Cánovas del Castillo parafrasea fragmentos del último párrafo del capítulo segundo (el que traducirá casi por entero Valera en su respuesta) y del segundo párrafo del capítulo tercero. En p. 61n reproduce en italiano breves palabras del capítulo segundo, último párrafo.

(16) Luis Cánovas Martínez (1857-1927), natural de Torrevieja (Alicante). Nada que ver, que sepamos, con Cánovas del Castillo.

(17) Entre los colaboradores de la revista sí figuran hombres de letras e incluso algún italianista. Sin ir más lejos, el artículo anterior al de José Ignacio Durán está firmado por Francisco Ortega, quien tradujo a Alfieri (nombre completo: Francisco Ortega Martínez, 1793-1849).

(18) La referencia al tomo de la Biographie Universelle se facilita al final de la propia nota, cuya incorporación tuvo que ser idea de Sinner porque ya figura en la traducción alemana de la operetta que también él había auspiciado un año antes, en 1832 (Crivelli Speciale, 2020).

(19) De Puebla no eran solo Manuel Ramírez Aparicio y Manuel Pérez Salazar, sino también José Joaquín Pesado, el más destacado italianista mexicano de la época. Los tres nombres coincidieron en tribunas como el periódico La Sociedad.

(20) A se stesso y L’infinito partían, en este sentido, con una ventaja indiscutible respecto a los demás cantos.

(21) Entre ambas tan solo se colocaría el Último canto de Pérez Salazar, con fecha al pie 1850, pero que hemos leído en el volumen póstumo de 1876.

(22) Sinner, en el delantal del Ruysch, se propone justificar el porqué de esa «poesía melancólica, filosófica, desesperante», pero lo hace adjuntando una de las Operette. Alude a la calidad literaria de estas («una de las primeras producciones de la prosa italiana en el siglo 19.º»), pero sobre todo lo que le importa es que en ellas sean afrontados «los mas grandes problemas que han ajitado en todo tiempo los talentos de los pensadores» (Durán, 1844: 113).



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